Dentro de la literatura argentina también hay ejemplos de todo tipo. Ahí está por ejemplo Plan de evasión, la novela que Adolfo Bioy Casares publicó después de La invención de Morel pero que no pudo nunca igualar el tremendo éxito de aquella (en realidad ningún otro libro del autor consiguió hacerlo). Pero si bien lo que Bioy narra en sus páginas transcurre dentro del espacio de una isla penitenciaria, lo cierto es que el texto adscribe más a una especie de ciencia ficción metafísica que al estricto tópico de una historia de presos. Algo parecido pasa con El beso de la mujer araña, uno de los trabajos más reconocidos de Manuel Puig, que también, caramba, fue llevado a la pantalla grande. En este caso el relato sí se encuentra vinculado a la experiencia de encierro de sus dos protagonistas, uno de ellos preso por razones políticas y el otro, como Wilde, a causa de contravenciones contra la moral de la época (“infracciones” que aún hoy no han sido abolidas del todo y siguen formando parte de algunos códigos civiles). Sin embargo Puig se concentra más en la construcción del vínculo en el que sus dos personajes se van fundiendo, que en los detalles más estrictos de la experiencia carcelaria, aquellos, si se quiere, más afines al espíritu policial. Dentro de la crónica/ ensayo no puede dejar de mencionarse Preso sin nombre, celda sin número, en el que el periodista Jacobo Timerman relata no sólo su aberrante experiencia como preso político, sino que pinta un fresco muy preciso acerca de cómo la realidad se fue desmoronando dentro de ese infierno que fue la última dictadura militar que usurpó el poder en la Argentina. Llegados hasta acá, la cuestión sigue sin resolverse: ¿qué cuernos es entonces la literatura carcelaria?
Hay un libro dentro de la literatura argentina que quizá sea el que mejor se ajusta a lo que la mayoría de los lectores imagina cuando piensa en literatura carcelaria. Es decir, un relato de la experiencia de encierro en la cual los protagonistas, que se encuentran ahí pagando alguna culpa que los obliga a soportar la reclusión, deben enfrentar las situaciones típicas de la cárcel –la crueldad de sus carceleros, la ocasional piedad de algún cura, las luminosas visitas desde el exterior o las disputas entre ellos, apenas sostenidos por una furiosa nostalgia por la libertad perdida, única razón para sobrellevar todo aquello sin perder la razón—, circunstancias que los van endureciendo cada vez más. Curiosamente ese libro no transcurre en una cárcel, sino en un colegio pupilo. Y ni siquiera se trata de un libro, sino de un conjunto de relatos sueltos que su autor planeaba ampliar hasta convertirlos en capítulos de una suerte de novela fragmentaria y episódica. Se trata de aquellos incluidos en la famosa Serie de los Irlandeses, escritos por Rodolfo Walsh, de cuyo secuestro, asesinato y desaparición se acaban de cumplir 40 años el pasado 25 de marzo.
No es necesario repetir una vez más los argumentos de los cuentos “Irlandeses detrás de un gato”, “Los oficios terrestres” o “Un oscuro día de justicia” para aceptar que aquel colegio es percibido por los niños que los protagonizan como un espacio carcelario y represor. La inteligencia literaria de Walsh consiste en haber escrito cuentos de presidiarios haciéndole creer a todo el mundo que apenas se trataba de historias de chicos viviendo en el colegio, lejos de sus familias, aquella instancia superior que les impone esa condena. Basta el simple ejercicio de convertir a cada uno de ellos en adulto y a los celadores en guardias, para que aquel colegio se alce como una siniestra prisión perdida en una profundidad rural. Y el acto de magia queda al descubierto. Crueles ritos de iniciación; evasión de la autoridad; trifulcas entre facciones; la presencia de un poder superior percibido como inevitablemente injusto; prácticas de sometimiento y humillación soportadas estoicamente; la certeza de un más allá al que se añora, esperándolos allende los inexpugnables muros de piedra del edificio escolar. Como botón de muestra alcanza con recordar el final de “Los oficios terrestres”, en el que uno de los chicos, ya vacío de sí mismo, alienado por la institución represiva, se fuga en busca de aquella ilusión liberadora, ante la mirada cómplice de uno de sus compañeros más duros, quien lo ve alejarse entre la niebla de la mañana mientras enciende un cigarrillo. Una escena digna del film noir.
La clave se encuentra en la forma en que la mirada del narrador construye los espacios, de modo tal que la realidad es producto de la percepción y no al revés. Es así como aquel colegio, que objetivamente es eso, un colegio, transmuta en presidio a partir del simple relato, sin que dicha transformación sea expresada de manera explícita ni una sola vez. No hace falta: no hay forma de que ningún lector no haya sido atravesado por la idea cárcel al sumergirse en esos tres cuentos fundamentales de la literatura argentina, ni les haya atribuido a sus protagonistas el carácter de prisioneros, víctimas condenadas por una sociedad que necesita encerrar a aquellos con quienes no sabe qué hacer.
Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.
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