jueves, 16 de febrero de 2017

LIBROS - Horacio Quiroga, 80° aniversario de su muerte: Amigos y detractores del hombre de la selva

La lectura de los cuentos de Horacio Quiroga está ligada a las etapas formativas de la mayoría de los argentinos. Varios de ellos son parte del canon con que se educa en literatura a los chicos de este país, que no se limita a los espacios de la enseñanza formal, sino que también abarca a las lecturas que tienen lugar en los ámbitos familiares. No pocos lectores han descubierto a Quiroga a través de los Cuentos de la selva o los de Anaconda, que sus propios padres les leían a la hora de irse a la cama. Y es posible que muchos de esos niños hayan encontrado en los otros cuentos de Quiroga, aquellos oscuros y trágicos incluidos en el libro Cuentos de amor, locura y muerte, la compañía ideal para ese período gótico en la vida de todo ser humano, que es la adolescencia. Es así como este escritor nacido en el Uruguay, hijo de un diplomático argentino y de una aristócrata oriental, ha llegado a convertirse en uno de los escritores más populares de la literatura argentina y rioplatense.
Sin embargo dicha popularidad no se traduce en un consenso entre sus colegas o en el ámbito académico a la hora de elaborar una mirada crítica de su obra, en especial sus narraciones breves, que representan el grueso de la misma. Quiroga es uno de esos casos extraños a los que algunos no dudan en calificar como un maestro, pero al que otros tantos desprecian por torpe o mal escritor. En ese sentido, Quiroga vendría a formar parte del mismo linaje que Roberto Arlt o, más acá en el tiempo, Osvaldo Soriano: la casta de los depreciados. ¿Pero hay algo que conecte literariamente a sus obras? No de manera terminante, aunque puede hablarse de cierta visceralidad intuitiva a la hora de manejar las herramientas del lenguaje y de la prosa, a pesar de que las razones para ello sean distintas en cada caso, igual que los resultados.
Hablando de grietas, entonces, eso es lo que genera la obra de Quiroga: una polaridad que de forma inevitable invita tomar partido. Dentro de sus detractores se encuentra el dúo dinámico de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, quienes siempre manifestaron desprecio por su obra. Cuenta el escritor chileno Alejandro Zambra en uno de sus artículos recopilados en el libro No leer, titulado “Prosa de diccionario”, que Borges afirmaba que el problema de Leopoldo Lugones “era que quería escribir usando todas las palabras del diccionario”. Quiroga y Lugones no sólo fueron grandes amigos, sino que el primero era un gran admirador del cordobés, cuya influencia resultó definitiva durante su adolescencia y juventud varios años antes de que por fin se conocieran. Ese “escribir usando todo el diccionario” también forma parte del estilo de Quiroga, aunque de manera muchísimo más atenuada que en Lugones. Claro que dicha característica puede ser tomada como propia de la estética de una época, en la que escribir significaba más o menos eso para muchos autores: un ejercicio de fetichismo lingüistico. Basta recordar que por entonces tuvo lugar el auge del modernismo –del que Lugones y Quiroga formaron parte—, que con Rubén Darío como máximo exponente llevó el barroquismo poético a uno de sus puntos más altos.
Pero no hace falta utilizar este tipo de carambolas retóricas para poner a Borges a criticar la prosa de Quiroga. En Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, de Fernando Sorrentino (1972), el entonces director de la Biblioteca Nacional lo expresaba de forma terminante: “el valor de los cuentos de Horacio Quiroga […] me parece casi nulo. Creo que Quiroga es una suerte de superstición oriental. […] El estilo me parece deplorable, su imaginación me parece pobre y, además, me sucede [con sus cuentos] que, al leerlos, nunca puedo creer en ellos, y eso es muy grave. […] Quiroga usa palabras como atroz, terrible, estupendo quizá, que corresponden al lector, no al autor. Un escritor muy mediocre, capaz de increíbles torpezas”.
Al otro lado de la grieta, otros grandes escritores colocan al trabajo de Quiroga como cuentista en un lugar de privilegio. En una entrevista incluida en el volumen Escritos periodísticos, Antonio Di Benedetto cuenta que uno de los mejores recuerdos de su infancia es el de leer la revista Leoplán, en cuyas páginas descubrió a Dostoievski, a Quiroga y a Pirandello. Con igual cariño lo recuerda Julio Cortázar. En una carta fechada en Saigón, 17 de septiembre de 1975, le dice a Eduardo Galeano: “Leí ‘Cenizas’, que me pareció excelente. Pensé, y creo que te gustaría saberlo, en lo mejor de Horacio Quiroga, no por semejanzas visibles sino por una atmósfera, quizá la balsa, el río, la gente. Yo lo quiero tanto a Quiroga que me da gusto decirte esto”. Años después, en las charlas recogidas en el libro Clases de Literatura. Berkeley 1980, Cortázar coloca a Quiroga como uno de los grandes maestros del cuento realista, junto con Anton Chéjov y Guy de Maupassant. Por su parte, César Aira le dedica una de las entradas más extensas de su Diccionario de autores latinoamericanos.
Pero tal vez quien ha defendido con mayor empeño la obra de Quiroga sea Abelardo Castillo, otro cuentista emblemático. “Borges, hacia 1970, se limitó a comentar: ‘Quiroga hizo mal lo que Kipling ya había hecho bien’. Bioy Casares no lo juzgó mejor. Sospecho que ninguno de los dos tuvo la cortesía de leerlo con atención”, afirma en su libro Desconsideraciones. Ahí traza un paralelo entre las atmósferas sombrías de los cuentos de Quiroga y su funesta historia personal, repleta de tragedias y muertes: la de su padre durante una cacería; el suicidio de su padrastro; el asesinato accidental de su mejor amigo; el suicidio de su joven primera esposa, madre de sus dos hijos; el accidente de tránsito que le mutila la mano izquierda; la enfermedad que lo lleva a decidir su propio suicidio. La muerte rondaba a Quiroga desde su infancia y Castillo cree que sus cuentos pueden ser vistos como crónicas de la convivencia con el fantasma de la pérdida. Y en el libro Ser escritor, afirma que “no hay casi cuento de Quiroga en el que el protagonista no sea la muerte” y destaca lo que para él es una gran capacidad para la elipsis poética. “Quiroga escribe la palabra desierto, y nosotros leemos selva. […] Dice lacónicamente ruinas, y nosotros reconstruimos las misiones jesuíticas y volvemos a derrumbarlas en nuestra imaginación para que resulten ruinas. La economía verbal de Quiroga, sin embargo, no es sólo una poética, es una óntica. Las cosas aparecen y se manifiestan allí donde no las nombra”.
Por fuera de toda discusión está aquel lugar que sus cuentos se han ganado en el imaginario popular. Sólo por eso, relatos como “El amohadón de plumas”, “A la deriva”, “Los mensú” o “La gallina degollada” son parte irremplazable de nuestra cultura. Y, para no esquivar el bulto, algunos de los mejores cuentos de la literatura argentina y rioplatense.

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

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