La moda de las selfies, surgida con el desarrollo de la tecnología digital y que le permite a cada ser humano tener una cámara de fotos a su disposición durante las 24 horas (todos los días), parece una costumbre reciente, pero tal vez sea apenas la versión más actual de una vieja costumbre. Porque, de la Creación para acá, mirarse a sí mismo ha sido una de las actividades favoritas de las personas. ¿Acaso no fue Dios quien la inventó, en el mismo momento en que, a falta de celular con cámara de infinitos megapíxeles, no tuvo mejor idea que crear al hombre “a su imagen y semejanza”, sólo para poder mirarse, para ver cómo quedaría Él mismo parado delante del Jardín del Bien y del Mal? Una manifestación de vanidad que, como tantas otras, el ser humano ha reproducido hasta el paroxismo.
Desde entonces el género humano se empecina en acaparar protagonismo, obstruyendo con su presencia todas las maravillas del mundo, que deben resignarse a cumplir un mero papel de reparto, el fondo escenográfico sobre el que se desarrolla el drama humano. Las selfies son la última encarnación de esta manía humana de ser el árbol que se encapricha en tapar el bosque.
Explicar qué son las selfies puede parecer una tarea sencilla si se las piensa apenas como autorretratos fotográficos. Que lo son, por supuesto. Sin embargo, una definición como esa, que reduce el acto a su mínima expresión, equivale a esquivarle el bulto al asunto, como quien se saca de encima un trámite bancario. Tratando de ir más a fondo, es posible agregar que se trata de instantáneas digitales en las que la figura humana ocupa el centro de universos intercambiables. Un formato fotográfico en el que, por otra parte, sujeto y objeto son la misma cosa y en el que cualquier otro elemento más allá de esa dualidad carece casi por completo de valor. En la selfie poco importa el contexto y da lo mismo si es tomada en la Acrópolis ateniense, el cerro de los Siete Colores o con una pared descascarada detrás. En ellas la experiencia de la observación es rebajada a un mero ejercicio reflexivo que no se diferencia demasiado de mirarse en el espejo. Son imágenes seriales como los crímenes de un psicótico, compulsivas como las malas costumbres, y autoinfligidas, como la masturbación. Bueno... tal vez lo anterior sea una exageración, aunque es cierto que se trata de un acto que no se contempla más que a sí mismo y que ignora por completo la presencia de lo otro. El triunfo de la vanidad.
Las selfies encarnan, además, la frivolización de una de las funciones que se encuentra en el ADN de la fotografía como herramienta documental: la de dejar constancia gráfica y expresa de la presencia humana en determinados lugares y circunstancias. Una desviación hacia lo masivo de aquellas fotos que servían para perpetuar momentos únicos de la historia, algunas de ellas muy famosas, que respondían a un concepto actualmente muy popular en Internet: “Pics or it didn’t happen” (algo así como “Si no hay fotos que lo prueben, eso no pasó”), utilizado como respuesta cuando alguien se jacta de haber protagonizado situaciones o anécdotas muy improbables. Fotos como la que tomó el expedicionario neozelandés Edmund Hillary de su compañero y guía, el nepalés Tenzing Norgay, para inmortalizar el momento en que un ser humano pisó por primera vez la cima del monte Everest; o las que se tomaron entre sí los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin mientras se convertían en los primeros hombres en dar un paseo lunar. En la actualidad ambas situaciones tranquilamente podrían haberse convertido en selfies, no sólo porque la tecnología moderna lo permite (en la web es posible hallar algunas realizadas por astronautas en órbita), sino porque hoy hasta la situación más intrascendente acaba convertida en una selfie.
En ese sentido, estas representan el carácter masivo e invasivo que ha alcanzado la fotografía e implican una doble degradación. Por un lado flexibilizando los límites de la intimidad, hasta disolver las viejas fronteras que delimitaban los espacios propios de lo público y de lo privado. Por el otro, produciendo un excedente que atomiza el valor de la fotografía como forma de expresión. Si en su etapa analógica era un espacio reservado para captar y perpetuar lo trascendente, hoy, selfie mediante, parece empecinada en el ególatra laissez faire de retratar lo trivial, lo frívolo, lo fútil. Sin embargo, en aras de una mirada más justa, tampoco puede decirse que la selfie tenga pretensiones trascendentales ni aspire a la inmortalidad, sino que se conforma con cumplir con el modesto objetivo de retratar al protagonista y desaparecer casi tan rápido como fue tomada.
Pero hay otro aspecto de interés, quizá central, surgido de la mencionada dualidad sujeto/objeto del formato. Al contrario de lo que ocurre tradicionalmente en la fotografía, en la que el observador se coloca de frente al objeto retratado, dejándose fuera de campo de manera voluntaria, en la selfie todo ocurre a sus espaldas. Al retratarse a sí mismo el fotógrafo se reserva el primer plano de la imagen, disputándole (o directamente arrebatándole) el rol estelar al paisaje. Se trata entonces del registro de lo que ocurre cuando el fotógrafo deja de estar atento al mundo para pensar sólo en sí mismo. Lo que importa no es la fotografía como herramienta que define al mundo a partir de una mirada, sino “yo en la fotografía” como centro de un mundo en el que no importa nada más. Un avatar fotográfico afín al triunfo del hiperconsumo y el individualismo que rige los tiempos que corren, en el que se impone como slogan omnipresente aquel que grita: ¡sálvese quien pueda!
CINE - Suvenires inocuos: acerca del documental "Austerlitz", del ruso Sergey Loznitsa
Las personas comienzan a entrar al predio una vez que se abre el portón de rejas que guarda su entrada. Se trata de una verdadera multitud. En el interior, la cámara del director ruso Sergey Loznitsa espera y observa, fija, inmóvil, captando algunas imágenes que perdidas entre la marea humana podrían haber pasado desapercibidas para el ojo desnudo. La toma se alarga y la gente es tanta que el cuadro está siempre colmado de cuerpos. Pero sobre el final, como si el director fuera una especie de Moisés cinematográfico con un poder sobrenatural, la muchedumbre se abre y la escena queda casi vacía. Entonces sobre el fondo se ve como un hombre se abraza a la reja de entrada, de espaldas a cámara, para que permitir que un joven le tome una fotografía. En la estructura misma de esa reja a la que el hombre se abraza, posando para la foto, se lee con claridad “Arbeit Macht Frei” (El trabajo libera), pero al revés, como si la viéramos a través de un espejo, dándole a la escena un aire de pesadilla consciente.
La secuencia pertenece al documental Austerlitz, último trabajo del cineasta ruso. O, mejor dicho, al tráiler de la misma, ya que la película acaba de estrenarse en el Festival de Cine de Venecia y todavía no tiene fecha para hacer lo propio en la Argentina. Tal vez nunca la tenga. En el documental, de clásica estructura observacional y rodado por completo en blanco y negro, Loznitsa recorre las instalaciones de lo que alguna vez fueron los campos de concentración utilizados por el régimen nazi para encerrar, torturar y masacrar a millones de personas, hoy convertidos en espacios de memoria. Pero lo hace tratando de que su cámara pase desapercibida, con la intención de captar con naturalidad las diferentes conductas que van apareciendo entre los turistas que los visitan en la actualidad. El resultado es abrumador y la escena descrita en el primer párrafo funciona como mínimo botón de muestra.
Un muestrario que incluye desde personas recorriendo los pasillos y barracas de los campos de Dachau y Sachsenhausen con sus selfie sticks (soportes especiales para tomar selfies), hasta aquellos que se atreven al humor negro, posando para las fotos como si ellos mismos fueran alguna de las millones de víctimas asesinadas ahí mismo.
Austerlitz parece proponerse ir un paso más allá de aquella banalidad del mal que Hannah Arendt vio representada en la indolencia burocrática con que Adolf Eichmann firmó las ordenes para despachar a millones de víctimas hacia los Konzentrationslager. Loznitsa muestra como esa indolencia del hombre común ha devenido hoy en una frivolidad pasmosa que encarna en cada una de las fotos con que la horda turística, sin ningún rastro de pudor ni vergüenza, convierte al horror que representan esos espacios de memoria en un suvenir, otro inocuo recuerdo de viaje. El primer paso hacia el olvido. Como si todo lo que ahí ocurrió no fuera una realidad histórica, una lección aprehendida, sino el argumento de otra película de terror. Y Hitler, apenas otro monstruo dentro de la misma galería en la que Drácula, la criatura de Frankenstein o el Hombre Lobo hacen morisquetas para asustar a los chicos.
Artículo publicado originalmente en la Revista T de Tiempo Argentino.
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