domingo, 2 de octubre de 2016

LIBROS - "Las estrellas federales", de Juan Diego Incardona: Cuando la periferia no es barbarie

FOTO: Mariano Vega para Tiempo Argentino
Hay en la literatura argentina posterior al estallido del 2001, un área no muy extensa pero muy rica en contenido, en la que el género fantástico se tiñó deliberadamente del color social que parecía impregnarlo todo. Una literatura que nació como efecto colateral de esa realidad en la que una fuerza centrífuga, en cuyo centro habitaba el modelo neoliberal, se encargó de expulsar a todos, empujándolos hacia la periferia. Como no podía ser de otro modo, la nueva ficción tuvo que empezar a construirse fuera de los márgenes conocidos. El resultado es una literatura en la que Buenos Aires dejó de ser el centro omnipresente, para dar paso a universos paralelos, marginales, pero con una poderosa vida propia. Una literatura que comenzó a utilizar al conurbano bonaerense como escenario, para contar desde ahí algunas historias que no hubieran sido posibles si la Argentina no hubiese sido arrasada por esa plaga de langostas de la política económica anterior a la debacle. Ficciones que relatan lo que ocurrió después del fin del mundo.
En ese territorio nuevo aparecieron escritores que apelaron a la geografía conurbana para ambientar sus historias y a los géneros para construir sobre las ruinas. Una corriente que, a falta de un nombre mejor, podría definirse como Nac&Pulp. Así lo hicieron Leonardo Avalos Blacha en Berazachussetts, novela de zombies que transcurre en una tierra mutante en la que el imaginario de los muertos vivientes se instala en un lugar muy parecido a Berazategui. Y también Leonardo Oyola en Kryptonita, donde imagina qué hubiese pasado si Súperman se hubiera criado en Laferrere en lugar de en una granja de Kansas. Algo parecido hicieron Federico Reggiani y Ángel Mosquito en sus novelas gráficas Tristeza o Vitamina Potencia, o este último en La calambre. Y también Juan Diego Incardona, que construyó una poderosa saga fantástica emplazada en Villa Celina, el barrio de su infancia y adolescencia, que ya lleva cuatro libros: Villa Celina (2008), El campito (2009) y Rock Barrial (2010), a la que se acaba de sumar Las estrellas federales (Interzona).
En las páginas de esta última Incardona reconstruye un escenario apocalíptico en el que el barrio es arrasado por una lluvia de ácido sulfúrico mientras un circo de mutantes intenta sobrevivir al desastre. Narrado en primera persona por un personaje que tiene los mismos nombres del autor, Las estrellas federales se organiza en siete breves capítulos en los que las referencias a El Eternauta de Germán Oesterheld y Francisco Solano López, o a la obra de Leopoldo Marechal ocupan un lugar importante. Personajes fantásticos, deudores del imaginario de la historieta, para protagonizar historias que están al borde de una ciencia ficción alucinada, onírica y por momentos, casi lisérgica. Si un éxito se le puede reconocer a Incardona, es el de haber creado un universo con reglas propias, generando una mitología y una épica para la vida en el conurbano bonaerense. “Ya en Villa Celina, que es el primer libro de esta serie, aparece la cuestión de lo mítico aunque incorporada a un anecdotario autobiográfico, supuestamente más enmarcado en el terreno de la realidad”, reconoce el autor.
“Así es como recuerdo al barrio, como si la dimensión del mito fuera parte de esa zona donde crecí, de las historias que se contaban entre vecinos o de las leyendas suburbanas que también conforman el imaginario del lugar, que va más allá de lo que ocurrió históricamente o de lo que le pasó a tal persona en la calle”, explica Incardona, para quien sus historias son el resultado de un mestizaje cultural que incluye algo del imaginario rural que trajeron los migrantes que venían de las provincias. “Porque el conurbano no es la ciudad ni el campo, sino una zona que está en medio y tiene elementos de ambas partes”, continúa. “En esa mezcla, por lo menos mientras yo ví ahí en los '80 y '90, había mucha extensión de campo, de potrero. Mucha oscuridad rodeando la luz del casco del barrio y ahí todavía había lobizones, luces malas, cosas que vienen de esa imaginación más rural”. A esa tradición se fueron sumando otras, traídas por los inmigrantes, y en las calles del conurbano (que eran “como el patio de un conventillo”, dice Incardona) cada uno fue aportando algo, para “generar nuevos resultados a partir de fórmulas viejas”. De todas esas tradiciones se nutre el autor de Amor bajo cero para alimentar su universo fantástico.

-En la novela hay un fluir hacia ese territorio mítico, porque empieza con un tono más realista y comienza a enrarecerse con cada capítulo.
-Esa estrategia narrativa, que empieza con un marco aparentemente realista y va derrapando cada vez más hacia un relato en donde siguen estando la Ricchieri y la General Paz, pero también hay mutantes, ya me había funcionado en El campito. Un poco por la búsqueda de un verosímil, para no partir de entrada con los personajes fantásticos. Porque sostener esa verosimilitud pide un in crescendo. Pero también sirve para no perder el anclaje en lo real, porque de ese modo uno puede jugar pero sin perder ese cablecito con la realidad. Porque mi preocupación es no perder nunca el contacto con esa región de La Matanza donde ocurren las historias.  
-Sostener tu marco geográfico.
-Que es lo que me organizó en estos cuatro libros. Aunque no fue lo único, porque también hay un combo cultural y un imaginario tanto real como mítico, que pertenecen al lugar antes que a los libros. Pero cuando uno escribe, por más que quieras imaginar, homenajear o recordar, hay algo que cobra vuelo propio incluso trascendiendo tus intenciones. Y la Villa Celina de los libros claramente se fue despegando de la Villa Celina en la que yo viví y que recuerdo. Tienen dinámicas distintas.  
-Mítica y épica son los elementos que suelen utilizar las naciones emergentes cuando se ven obligadas a construir la ficción de una identidad común. Y en tu literatura hay algo de eso, un intento de darle forma a una identidad.
-Tiene que ver con construir una pequeña patria, que puede ser la de la infancia o la del barrio. Pero la búsqueda de una identidad que excede lo individual para volverse colectiva o comunitaria es algo que se repite en muchos libros. En este caso hay que tener en cuenta que no había mucha literatura argentina en el conurbano, entonces un poco era como caminar en tierra virgen. No virgen de tus propias experiencias, pero sí de lecturas. Porque salvo, no sé, Flores robadas en los jardines de Quilmes, del Turco Asís, o Lanús, de Sergio Olguín, no hay mucho más. Por eso una vez que pasé Villa Celina y empecé a tomar conciencia de lo que estaba haciendo, mi necesidad era la de armar un mundo y una civilización propia que no fuera el lugar exótico de la violencia o la barbarie, que es la tradición de la literatura argentina desde el siglo XIX para representar la periferia de Buenos Aires. Necesitaba apartarme de eso, de la excursión a lo exótico, lo violento y lo pintoresco.

-Las referencias a El Eternauta o a la obra de Marechal son muy claras en la novela.
-No fue mi intención meterle chapa de intertextualidad erudita, sino expandir al máximo este universo con todas las posibilidades que la literatura me brinda. No sólo el recuerdo del barrio, sino llevar ahí a mis amigos de la literatura a tomarse una birra en la vereda. Eso también es inscribirse en una tradición que a uno le interesa, querer pertenecer a un grupo. De amigos, de escritores o de libros.  
-En el prólogo ponderás la percepción de lo sobrenatural como una forma de reconocer lo sensible. De la mano de lo sobrenatural en tus libros aparece el horror, pero un horror que no está afuera sino que tiene que ver con la propia percepción. ¿El horror también forma parte de ese orden que no cualquiera tiene la sensibilidad para percibir?
-Creo que de toda obra literaria se desprenden emociones. Algo medio intangible pero que uno puede provocar a la hora de escribir. Después hay otras que se filtran de manera involuntaria. En mis libros creo que claramente aparece la melancolía, aunque siempre traté de limitarla, para que todo no se vuelva un tango, pero ya la evocación del pasado te trae esa idea de melancolía. Traté de no regodearme en la marginalidad o la violencia, de no traer un mundo peligroso, sino narrar con voz propia esa zona del conurbano con sus blancos y negros, pero sin hacer de eso el lugar del peligro como ya aparece, de El matadero de Echeverría para acá, en el 80% de los cuentos que representan la periferia de Buenos Aires. Y puede ser que aparezca algo del horror, pero en el sentido de que no está bueno que haya un lugar contaminado o haya basura, pero mezclado con cierta inocencia de lo que recuerdo. Porque ahora como adulto digo, bueno, ir a jugar a un basural es peligroso, pero cuando éramos chicos no lo era. Era un lugar mágico, de aventuras. De irnos todo el día a la cuenca del río Matanza y encontrarnos la cabeza de un ciervo con las astas o un caño del que salían pelotas o juguetes. Era un Mississippi contaminado para los Tom Sawyer y los Huckelberry Finn de La Matanza. Y no sólo eso: cuando las fábricas se empiezan a cerrar en los ’90, ocurre que tipos que se quedan sin trabajo como mi papá, que durante 30 años fue tornero, tuvo que volverse remisero, o el que tenía un taller tuvo que ponerse un kiosco, como si hubieran mutado. Eran todos X-Men: mutantes. Pero en esos lugares abandonados, que hablan de una desidia y de una política (las políticas neoliberales y todo lo que entonces va asolando a la Argentina y a Latinoamérica), paradójicamente en mis recuerdos aparecen como lugares de belleza. Esos edificios como laberintos industriales, llenos de escaleras, de ventanas que vas rompiendo a piedrazos, de grandes patios y de máquinas que fueron quedando ahí tiradas. Hoy todo eso lo asocio con esas películas de Tarkovsky en la que aparecen edificios soviéticos enormes y raros, porque entonces para nosotros esos edificios eran arquitecturas extrañas, como naves espaciales que despertaban nuestra imaginación y el juego. 
-En tus respuestas aparecen permanentes referencias a la crisis de los '90 y en todos tus libros los períodos de crisis parecen ser el telón de fondo de las historias. ¿Qué te aportan como escritor esos momentos de crisis históricos? ¿Qué es lo que encontrás de esencial para tu literatura en esos momentos?
-Estos cuatro libros que reúnen la saga de Villa Celina transcurren en un rango de tiempo que no va antes de 1982 ni más allá de 2001. Y lo que yo recuerdo de vivir con mi familia era vivir en crisis permanente. Todo el tiempo problemas: hiperinflación, saqueos, cierre de las fábricas. Así que eso también está un poco vinculado a lo autobiográfico. Pero, por otro lado, creo también que la crisis paraliza la historia. Pienso en el 20 de diciembre de 2001 y a los que andábamos por la calle nos parecía un sueño. Las calles abandonadas y llenas de piedras, la sensación de vacío, ese final del día… y además los muertos. Era un escenario de película en el que el tiempo se hubiera detenido, como si la crisis hubiera roto los relojes. La gente armándose por miedo a que le vinieran a saquear las casas. Era como si hubiera empezado Mad Max. Nunca me voy a olvidar de esa sensación tras la renuncia de De La Rúa como de comienzo de un tiempo posterior al Apocalipsis. En momentos como ese la crisis te da la posibilidad en el ejercicio literario de explorar muy fuertemente el mito. Porque cuando la historia se paraliza es cuando surgen los fantasmas, los demonios y los monstruos. Empieza un tiempo que no es el tiempo del reloj, ni el de los hechos históricos, sino una mezcla de tiempos ambiguos, en el que se entrecruzan los héroes y los traidores. Y ahí me suena mucho Marechal, porque él hacía mucho eso. Como la escena en que atraviesan el campo y se cruzan con el gliptodonte que les dice que la Pampa no viene del mar, sino que viene del viento. Que la Pampa es una cordillera que se derrumbó, erosionada por el viento. Esa figura me encanta, porque siento que lo que fuimos viviendo en los '90 fue también el derrumbe de una estructura, como si hubiera venido un viento fuerte que erosionó todos esos barrios obreros que nacieron con el peronismo, con la escuela y las instituciones sociales, y que de pronto fue el caos y todo eso se derrumbó.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

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