viernes, 2 de septiembre de 2016

CINE - "Kubo y la búsqueda samurai" (Kubo and the Two Strings), de Travis Knight: Amor por la animación

Los estudios Laika, modestos si se los compara con los todopoderosos Disney, Pixar, Dreamworks o Sony, son el gran secreto a voces del cine de animación del siglo XXI. Especializados en el arte del stop motion, todas sus películas hasta ahora han sido nominadas a los Oscar y que nunca lo hayan ganado tiene que ver más con asuntos de lobby y marketing que con sus inagotables virtudes y méritos artísticos. Porque eso es lo menos que puede decirse de El cadáver de la novia (Tim Burton, 2005); Coraline (Henry Selick, 2009); ParaNorman (Chris Butler y Sam Fell, 2012), y Los Boxtrolls (Graham Annable y Anthony Stacchi, 2014). Cuatro films de registro fantástico que abrevan en la vertiente más oscura del relato infantil, aunque la etiqueta les quede chica. Por ese mismo camino corre el último trabajo de Laika, Kubo y la búsqueda samurai, dirigida por Travis Knight, quien participó de (casi) todas las anteriores como animador y hoy es director artístico del estudio.
Así como Laika parece trabajar a contra moda, resistiendo en el terreno de la animación cuadro a cuadro cuando la variante digital demostró ser uno de los grandes negocios de los últimos 20 años, Kubo también se aparta del imaginario y la estética habitual del mainstream. Y si sus antecesoras incursionaron con éxito en géneros infrecuentes en el cine para chicos, como el relato gótico y de terror o el cine de zombies y fantasmas, ahora es el turno del relato mítico. Basado libremente en la tradición japonesa, el film abunda en referencias vinculadas al budismo y al sintoísmo. Esta última doctrina, sobre todo, sirve para explicar por qué en Kubo el orden físico convive naturalmente con espíritus (buenos y malos), brujas, monstruos, animales parlantes, reencarnaciones, hechiceros y hechizados.
Como en todo relato legendario, la película comienza reclamando atención. “Si van a parpadear, háganlo ahora” es lo primero que dice la voz en off que se encarga de poner en marcha la historia y al mismo tiempo remite al origen oral de mitos y leyendas. La importancia de ese registro oral dentro de la película se ve reforzado por la historia del protagonista. Kubo es un niño tuerto de 12 años que se gana la vida como juglar, cantando aventuras de samurais en la aldea en la que vive con su madre. Utilizando un shamisen mágico (instrumento musical de tres cuerdas, típico del Japón y ejecución similar a una guitarra), Kubo le da vida a distintas figuritas de origami con las que representa las andanzas de un samurai que se enfrenta a todo tipo de monstruos, incluida una gallina que escupe fuego.
La historia tiene vericuetos tortuosos que incluyen, además del niño mutilado, a un abuelo perverso, dos tías asesinas, un padre muerto en batalla y una madre traumada y sobre protectora (aunque tal vez todo lo anterior justifique su preocupación). Pero la belleza de Kubo no descansa únicamente en lo atractivo de su relato o en la maravillosa e imaginativa puesta en escena, sino en una poética del cine que puede ser leída como una carta de amor al propio oficio de la animación artesanal. Porque si en Kubo una voz en off cuenta la historia de un chico que cuenta historias, con su instrumento  y sus muñequitos de papel plegado el protagonista realiza el mismo trabajo que Knight hace con plastilina y una cámara. Este último en un estudio de cine, en el siglo XXI; aquel sobre el piso de tierra del mercado, en una aldea del Japón medieval. Los dos con algo de mágia.


Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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