jueves, 18 de agosto de 2016

CINE - De la literatura al cine: Las reglas de la traducción

En la novela El templo etrusco, uno de sus libros más conocidos (si es que tal categoría pudiera aplicarse a alguno de los títulos que conforman su bibliografía, no muy extensa pero casi desconocida incluso para lectores muy entrenados), el escritor argentino que escribía en italiano J. Rodolfo Wilcock incluyó una frase respecto del carácter regulatorio de la lengua. Por boca de uno de sus personajes Wilcock dice que “las reglas se gobiernan en la lengua, que es común a todos, y por lo tanto también son comunes las reglas; solamente cuando cambia la lengua, cambian las reglas.” El concepto es riquísimo como punto de partida para pensar a la lengua como herramienta de un modo amplio y además puede servir para trazar algunas líneas acerca del vínculo entre la literatura y el cine, sus posibilidades y vedas, sus éxitos y fracasos.
A partir de una mirada general, se puede decir que la aparición del cine le arrebató a la literatura la exclusividad de la narrativa. Aunque es cierto que la narración también está presente en la pintura, la escultura e incluso en la música, es recién con el cine donde la capacidad de narrar encontró un vehículo nuevo y distinto. Como en una obra orquestal en la que cada instrumento recibe una partitura, en el cine la narración también se expande teniendo en cuenta una construcción “polifónica”, en la que la imagen y el sonido se suman a la palabra como instrumento para construir una obra narrativa diversa de la literatura. Se trata, claro, de una nueva lengua y por lo tanto, tal cual afirma Wilcock, también es nueva la normativa que reglamenta su uso. En la modificación de ese marco regulatorio y en la habilidad de cada intérprete para entender la diferencia, se encuentra el quid del paso de una lengua a la otra.
Lo primero a tener en cuenta es que el vínculo entre ambas artes es absolutamente dispar, tanto que, mal mirado, puede parecer más cercano al parasitismo que a la simbiosis. Porque si bien la literatura es una fuente de inspiración muy frecuentada por el cine, el camino inverso se encuentra casi virgen de viajeros que lo transiten. Sirve de ejemplo para el caso lo que ocurre en el panorama local. Así es posible hacer de memoria una lista de por lo menos 10 películas argentinas muy recientes basadas en obras literarias: Zama (¿2016/2017?), con dirección de Lucrecia Martel sobre libro de Antonio Di Benedetto; El limonero real (2016, Gustavo Fontán/Juan José Saer); Kryptonita (2015, Nicanor Loreti/Leonardo Oyola); Betibú (2014, Miguel Cohan/Claudia Piñeiro); Cornelia frente al espejo (2012, Daniel Rosenfeld/Silvina Ocampo); Aballay, el hombre sin miedo (2011, Fernando Spiner/Di Benedetto); La mirada invisible (2010, Diego Lerman/Martín Kohan); Dormir al sol (2010, Alejandro Chomski/Adolfo Bioy Casares); El secreto de sus ojos (2009, Juan José Campanella/Eduardo Sacheri; y Mentiras piadosas (2008, Diego Sabanés/Julio Cortázar). Y siguen las firmas. En cambio no es tan fácil encontrar ejemplos que vayan en la dirección contraria y apenas dos títulos vienen a la memoria: El artista, de Alberto Laiseca, como escritura del film homónimo de Mariano Cohn y Gastón Duprat, del que el propio escritor es uno de sus protagonistas, y El hombre sentado, en el cual Ariel Magnus reconstruye desde la palabra, escena por escena, la película Songs from the second floor (2000), del director sueco Roy Andersson.
Atendiendo a lo anterior, ¿qué determina que un libro pueda ser convertido en película y otros en cambio resulten imposibles de adaptar? La frase de Wilcock, una vez más, sirve como clave para intentar una respuesta: cuanto más literal sea el pasaje –cuanto menor sea la distancia entre el original y la adaptación—, más sencillo será el trámite. Es decir, mientras menor cantidad de reglas de una lengua demanden ser aplicadas a la traducción de la obra a las reglas de la otra, menos complejo resultará el ejercicio. Esta operación, similar a la de copiar un dibujo utilizando el Simulcop (aquel artefacto que en los años ’60 y ’70 permitía calcar una imagen siguiendo su reflejo en una lámina de vidrio coloreado que se interponía entre el original y la copia), suele dar por resultado meras duplicaciones. Las mismas suelen resultar útiles como herramienta para quienes quieran evitarse la “fatiga” de la lectura y hasta ser muy entretenidas, pero pocas veces serán grandes películas.
Por similares causas resultan más sencillos de adaptar aquellos libros cuyas intenciones no suelen ir más allá de la superficie de su propio relato: el cine estadounidense ha hecho una industria de la simulcopia de bestsellers estacionales, en la vena del oxidado Código Da Vinci, de Dan Brown. Al mismo tiempo suele decirse, y no pocos directores lo repiten, que es más fácil hacer una buena película de un libro malo que de uno bueno. Aunque pueden citarse ejemplos tanto a favor como en contra de dicha teoría, no es ocioso recordar casos emblemáticos como ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962, Robert Aldrich), sobre la mediocre novela de Henry Farrell, o Los puentes de Madison (1995, Clint Eastwood), basada en la pringosa novela de Robert J. Waller. Por el contrario, mientras más se aparte la obra original de la estructura de la narración tradicional, más dificultoso será su paso al cine. Ahí hay una explicación posible para el hecho de que Jorge Luis Borges sea un autor muchísimo menos traducido al cine que Julio Cortázar; del mismo modo se explica que las adaptaciones de la obra de este último correspondan a sus cuentos y no a Rayuela, uno de esos libros etiquetados como infilmables.
Obras como el Ulises de James Joyce, cuyos vericuetos lingüísticos suponen brechas importantes incluso para su mera traducción idiomática, resultan abismos para quienes se proponen su paso al cine. Aún así existen casos exitosos de libros infilmables que han atravesado su paso al cine con un relativo éxito (que nunca debe ser confundido con los arqueos de caja de las boleterías). Es el caso de El capital, libro de Karl Marx y Friedrich Engels, en cuya reinterpretación cinematográfica se empecinó hasta el fracaso el ruso Sergei Eisenstein –que ya había fracasado en su intento de filmar el Ulises con la venia del propio Joyce—. Sin embargo, 80 años más tarde el alemán Alexander Kluge consiguió plasmar el emblemático libro en Noticias de la antigüedad ideológica: Marx, Eisenstein y El Capital (2008), un manifiesto de casi 10 horas de duración que no se parece en nada a El Capital y justamente por eso representa uno de los más extraordinarios ejercicios de literatura convertida en cine.

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

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