El cine de terror se ha convertido en una suerte de inversión de bajo riesgo. Se apuesta poco en lo económico y en lo creativo, con la posibilidad de obtener al menos un mínimo de ganancia que justifique la movida. El resultado es un universo de películas perezosas y poco imaginativas que parecen salidas de una línea de montaje antes que de la mente de un cineasta. Al mismo tiempo, el género no ha dejado de ser un campo de experimentación en el que talentosos directores nóveles hacen sus primeras armas. La lista de nombres es enorme y en progreso. Su última adición importante parece ser la de Robert Eggers, director de La bruja, film que viene de conseguir un alto impacto en la última edición de Sundance.
No por casualidad La bruja tiene algunos puntos de contacto con algún estereotipo del cine independiente, en donde la observación y los silencios son utilizados para generar atmósferas abrumadoras que consiguen decir más que las palabras y las acciones. Donde cierto preciosismo visual –virtuoso tratamiento fotográfico mediante– es parte fundamental de una ecuación que se propone intimidar por opresión antes que por sorpresa, enfatizando los climas y las atmósferas antes que el impacto efectista. Herramienta que, por otra parte, tampoco es desdeñada, sino utilizada con sutileza y buen sentido de la oportunidad.
La bruja es, sobre todo, un cuento tradicional, un compendio de mitos y leyendas que forman parte esencial del origen de la cultura y de la sociedad estadounidense. Su nombre original lo deja bien claro: A New England Folktale. Un relato gótico surgido del seno de la tradición de aquellas colonias puritanas de la Nueva Inglaterra del siglo XVII, que a la postre resultaron el germen vital de lo que hoy son los Estados Unidos. Así como El matadero de Esteban Echeverría puede ser visto desde el presente como un documento que a partir de la ficción resulta más elocuente que muchos libros de historia para hablar de lo que significa ser argentino, La bruja también puede, entonces, tener esa capacidad. Ambas piezas comparten el horror como fondo. Escrito por el propio director –quien afirma haberse basado en documentos históricos y actas judiciales de la época para dar forma al cuento y a sus personajes—, de algún modo el guión consigue ser la base de una ficción cuasi documental. Como pocas veces se ha conseguido antes, Eggers recrea desde el cine una hipótesis bastante verosímil de cómo debió ser la vida en aquellas colonias, dando cuenta del doble desafío que para los colonos representaba enfrentar por un lado una realidad inédita y por el otro el temor frente a sus propias supersticiones y mitos de origen, pero sin ceder ni perder la esperanza ante la posibilidad de una vida y un mundo nuevos.
Algo de eso hay en la historia de Williams y Katherine, una pareja de colonos que son expulsados de su comunidad por sus principios religiosos demasiado estrictos. Parece mucho, teniendo en cuenta que aquellas colonias se encontraban habitadas por familias que abandonaban Inglaterra convencidas de que la iglesia protestante respetaba cada vez menos sus tradiciones (por eso reciben el nombre de puritanos). Curiosamente ese estricto carácter moralista y poco tolerante (otra característica de los peregrinos de Nueva Inglaterra) que la comunidad les achaca a Williams y a su familia resulta ser el mismo mecanismo que se activa para expulsarlos. La pareja y sus cinco hijos parten y se establecen en una pradera que linda con un bosque cuyo carácter siniestro, por si hiciera falta, es evidenciado por una obvia pero muy eficaz banda sonora.
Plagada de símbolos de un cristianismo casi medieval, donde un macho cabrío negro puede resultar la encarnación del mal, un par de mellizos ser portadores (otra vez) de un carácter siniestro, o en donde la manifestación de la naturaleza femenina resulta una amenaza a la moral, La bruja juega sus cartas con inteligencia. En uno de los grandes momentos de la película Williams le enseña a su hijo que “todos nacemos impuros” y “somos hijos de la culpa”. Al final queda muy claro por qué en el idioma inglés apenas una letra separa a una puta (bitch) de una bruja (witch, o vvitch, según la interesante grafía que se utiliza en el título original de la película). Porque parece que “todos somos impuros”, pero las mujeres más.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 31 de marzo de 2016
jueves, 24 de marzo de 2016
CINE - "La resurrección de Cristo" (Risen), de Kevin Reynolds: La religión arruina hasta un buen policial
Con gran sentido de la oportunidad, el estreno de La resurrección de Cristo viene a coincidir con un nuevo Jueves Santo del calendario cristiano. Con un título local que no deja dudas acerca de su contenido (mucho más sugerente resulta el original Risen: ascendido, elevado; pero también levantado, no en el sentido del que despierta sino de quien se alza con fuerza en contra de algo), se trata además de un film que con seguridad se sumará a las matinés temáticas que son costumbre de la televisión durante las pascuas, junto al Jesús de Nazareth, de Zefirelli; La pasión de Cristo, de Mel Gibson (más sanguinaria que Holocausto caníbal de Ruggero Deodato), o Rey de reyes, clásico de clásicos de Nicholas Ray. Sin embargo, a pesar del título revelador, debe decirse que La resurrección... parte de una premisa bastante más interesante que la mayoría de los films evangélicos.
Para empezar, el protagonista no es Jesús ni ninguno de sus seguidores, sino Clavius, un tribuno romano destinado a custodiar los territorios de Judea bajo el mando del prefecto Pilatos. Tras aplacar un motín de rebeldes locales contrarios a la intervención romana, Clavius regresa a Jerusalén, donde Pilatos le encomienda supervisar la crucifixión de un hombre que se ganó la simpatía de los humildes, pero que ha generado el suficiente recelo entre las autoridades judías como para solicitar su ejecución. Clavius ve morir a Jesús y cuando cree que su gestión ha concluido, Pilatos le encarga custodiar la tumba del muerto: se teme que sus seguidores roben el cadáver para fingir el cumplimiento de una profecía de resurrección. A pesar de los esfuerzos, Clavius no logra evitar que el cuerpo desaparezca.
La primera mitad de La resurrección de Cristo corre sobre una estructura de policial clásico, en la que Clavius no es otra cosa que un detective tratando de resolver un crimen. Cómo ocurre en ese tipo de policiales, no hay Sherlock sin Watson, y Clavius tiene en el joven centurión Lucius un adlátere eficaz. El director Kevin Reynolds consigue que la pesquisa sea seguida con interés y Joseph Fiennes le aporta un perfil convincente al ambicioso pero contrariado tribuno. Pero en lugar de mantenerse dentro de esa línea de relato agnóstica, La resurrección de Cristo se revela como lo que es: una película religiosa y ese cambio de fe no le sienta nada bien. El policial fracasa con estrépito, porque el objeto buscado aparece in media res y ya no hay más misterios que aquellos que implica el propio credo. Como tampoco resulta una sorpresa que el muerto de golpe aparezca con vida, la cosa pierde en atractivo lo que gana como mera recreación evangélica. Teniendo en cuenta que se trata de una historia que no sólo es muy conocida, sino demasiado filmada, lo que se gana en consecuencia no es gran cosa. Si a eso se suma que algún personaje parece más salido de la legendaria La vida de Brian, de los Monthy Pyton, que de “una de Jesús”, La resurrección de Cristo quizá le sirva a la Iglesia para anotarse un triunfo, pero para el cine seguro es una derrota.
Artículo publicado originalmnte en la sección Espectáculos de Página/12.
Para empezar, el protagonista no es Jesús ni ninguno de sus seguidores, sino Clavius, un tribuno romano destinado a custodiar los territorios de Judea bajo el mando del prefecto Pilatos. Tras aplacar un motín de rebeldes locales contrarios a la intervención romana, Clavius regresa a Jerusalén, donde Pilatos le encomienda supervisar la crucifixión de un hombre que se ganó la simpatía de los humildes, pero que ha generado el suficiente recelo entre las autoridades judías como para solicitar su ejecución. Clavius ve morir a Jesús y cuando cree que su gestión ha concluido, Pilatos le encarga custodiar la tumba del muerto: se teme que sus seguidores roben el cadáver para fingir el cumplimiento de una profecía de resurrección. A pesar de los esfuerzos, Clavius no logra evitar que el cuerpo desaparezca.
La primera mitad de La resurrección de Cristo corre sobre una estructura de policial clásico, en la que Clavius no es otra cosa que un detective tratando de resolver un crimen. Cómo ocurre en ese tipo de policiales, no hay Sherlock sin Watson, y Clavius tiene en el joven centurión Lucius un adlátere eficaz. El director Kevin Reynolds consigue que la pesquisa sea seguida con interés y Joseph Fiennes le aporta un perfil convincente al ambicioso pero contrariado tribuno. Pero en lugar de mantenerse dentro de esa línea de relato agnóstica, La resurrección de Cristo se revela como lo que es: una película religiosa y ese cambio de fe no le sienta nada bien. El policial fracasa con estrépito, porque el objeto buscado aparece in media res y ya no hay más misterios que aquellos que implica el propio credo. Como tampoco resulta una sorpresa que el muerto de golpe aparezca con vida, la cosa pierde en atractivo lo que gana como mera recreación evangélica. Teniendo en cuenta que se trata de una historia que no sólo es muy conocida, sino demasiado filmada, lo que se gana en consecuencia no es gran cosa. Si a eso se suma que algún personaje parece más salido de la legendaria La vida de Brian, de los Monthy Pyton, que de “una de Jesús”, La resurrección de Cristo quizá le sirva a la Iglesia para anotarse un triunfo, pero para el cine seguro es una derrota.
Artículo publicado originalmnte en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 23 de marzo de 2016
CINE - "Vientos de agosto" (Ventos de agosto), de Gabriel Mascaró: Navegando entre el sueño y la muerte
A diferencia de películas de perfil más comercial, en las que el relato casi no necesita más que de sí mismo para resolverse y cumplir con su destino de ser narrado y de tener un sentido, films como Vientos de agosto, del brasileño Gabriel Mascaro, que se estrena mañana en Buenos Aires, exigen de parte del espectador una observación mucho más activa. Un compromiso que se sustenta en la voluntad de entablar un diálogo con el artista, en el que la mirada ajena busca y aporta elementos y argumentos que a la vez completan y amplían la historia. Del mismo modo en que estas películas se enriquecen con el aporte del espectador atento, las voces de sus directores también pueden resultar una herramienta útil y oportuna para abordarlas. Y Mascaro, que hasta Vientos de agosto sólo se había dedicado al cine documental, resulta ser un buen guía a la hora de sugerir algunos itinerarios a través de los extraños pero cálidos caminos que su película propone. La acción transcurre en una pequeña villa de pescadores en un lugar indeterminado de la costa brasilera. Un espacio muy vívido y real cuyos bordes se pierden en el territorio de lo onírico y donde el mar parece ser una zona de tránsito entre la vigilia y el sueño, pero también entre el mundo de los vivos y el de los muertos. “En la película está muy presente la dualidad del sueño y la muerte, como también la figura del cuerpo como elemento que conecta estos dos planos”, afirma Mascaro. “El mismo cuerpo que está naturalmente desnudo, también está conectado con la muerte de forma orgánica. La película se propone mirar al cuerpo orgánicamente desde diferentes perspectivas. Un cuerpo que se entrega al sexo, que muere, que se pudre. Un cuerpo que es llevado por las olas; un cuerpo que no va al cielo pero tampoco al infierno, sino que se va al mar, como dice un personaje, un pescador. Ahí se representan dos formas filosóficas de cómo mirar a la vida y a la muerte, en donde el mar es un espacio intermediario en donde tiene lugar todo este devenir que, sí, es muy cercano al sueño”, completa el director.
–Según parece el límite del mar no viene a marcar un final, sino que representa una continuidad de la vida cotidiana, pero también el comienzo de una dimensión nueva. ¿Cómo fue construyendo esa idea?
–Traté de no pensar en Brasil al imaginarlo, sino en un espacio mítico. Una zona casi mitológica que se mezcla con un perfil geográfico casi surrealista. Ahí tiene lugar una realidad muy cotidiana y sencilla, pero también casi intangible. Entonces la película está inmersa en la cultura de la playa y la naturaleza, pero sin que sea posible identificarla de manera nacionalista. Pero el pueblito y su cementerio en la playa son reales. Ahí pude oír historias de cómo el mar de- sentierra los huesos y el gran dilema de los pobladores es si deben enterrar una vez más esos cuerpos ahora dispersos o bien dejar que el mar haga su trabajo.
–Por eso no es extraño que sea ahí, en el fondo del mar, en donde Jeison, uno de los protagonistas, tiene su primer encuentro con la muerte.
–Absolutamente. Ellos tienen un gran dilema existencial: si no- sotros encontramos algunos huesos en la arena, ¿se trata de huesos que se están yendo al mar o de huesos que están volviendo, devueltos por él? Me pareció que era interesante ver el lugar que esa cuestión ocupa para los habitantes de este pueblo, porque la forma en que ellos perciben el mar es incluso más importante que la cultura de enterrar los cuerpos. El mar es como una ultra entidad filosófico existencial, casi divina. Entonces si el mar se los lleva, esos cuerpos, esas almas, esos sueños no están ni en el infierno ni en el paraíso, sino en otro lugar quizá mundano. Igual que nosotros, pero libres.
–¿Por qué elegiste construir la banda sonora con punk rock y heavy metal, dos ritmos que no tienen que ver con las raíces del Brasil, pero que tienen una fuerte tradición dentro de su país?
–La idea era que, como la historia transcurre en un pueblo chiquito y aislado geográficamente, la película contextualizara la distancia que el pueblo tiene de cualquier instancia oficial como parte de un estado. Pero no tan aislado que se convirtiera en intocable. Un lugar que conserva sus raíces pero contemporáneo, abierto al mundo; geográficamente distante pero de ninguna manera aislado culturalmente. Traté de que los personajes tuvieran el deseo de dialogar contemporáneamente con otras culturas. Por eso para mí el personaje de la chica joven es muy significativo: maneja un tractor, escucha punk y heavy metal, quiere ser tatuadora. Tiene un devenir culturalmente distinto, pero la película no trata esa diferencia como algo chistoso o exótico, sino que los deseos de ese personaje también son orgánicos dentro de su propio universo. La música también me sirvió para quebrar la atmósfera de un paisaje idealizado, y eso evita que la película acabe siendo apenas naïf.
–La aparición del personaje que se dedica a grabar el sonido del viento también produce un quiebre dentro del relato, que además parece un salto en el tiempo entre dos realidades cuyas diferencias no son sólo sociales sino también culturales, tecnológicas y hasta históricas.
–También personifica una paradoja, porque siendo tan distinto, tan ajeno y tan extranjero, sin embargo su materia prima es la misma que la de los pescadores. Ese viento que él viene a registrar es el mismo que para los pescadores representa una herramienta de trabajo. Este personaje llega para percibir esos mismos vientos pero desde una perspectiva distinta. La idea era crear una ruptura: cómo un mismo elemento en común puede ser tan distinto para uno y para otro y cuán grande puede ser la distancia entre las formas en que cada quien lo percibe.
–Al principio del film una anciana le dice a la chica que para ella los sueños son una puerta para atravesar el velo de la muerte. ¿Es posible que este chico que escucha el viento represente una forma de sueño para Jeison?
–Sí, pero la fascinación es doble. Porque es cierto que a Jeison lo seducen esa tecnología y la labor extraña que lleva adelante el otro, pero también el otro se fascina con Jeison, un chico curioso que le habla de los pulmones del mundo. Que en una película sobre el viento un personaje que se dedica a escucharlo y otro que afirma conocer en dónde están esos pulmones del mundo, acaben fascinados el uno con el otro es casi una cuestión de lógica. El intercambio cultural que se produce entre ellos se genera a partir de esa fascinación, pero paradójicamente también expone sus diferencias.
–¿No es ese mismo deslumbramiento lo que acaba generando en Jeison una suerte de desprecio por su propia realidad?
–A Jeison lo atrae lo diferente de una manera amplia. Por eso se relaciona con esta chica que quiere ser tatuadora, que escucha heavy metal y en el fondo es tan distante y distinta como el chico que escucha el viento. Además Jeison es un personaje con una identidad más débil, menos fuerte que la de los otros dos, y siempre está vinculándose con otras personas que puedan darle una experiencia del mundo diferente de la que él es capaz de tener por sí mismo. Y cuando por fin se fascina con ese cadáver que encuentran en el mar, que se va descomponiendo, Jeison termina desconectado de la chica y de su propia comunidad: se admira de ese cuerpo que se pudre, quiere cuidarlo y defenderlo. Y su actitud trae a la superficie el dilema filosófico de su comunidad acerca de qué hacer con sus muertos y el vínculo con el mar, que tiene que ver con la idea de la eternidad.
–El periplo que realiza Jeison con ese cadáver que encuentra en el mar tiene algo de El proceso, de Franz Kafka. Una versión amazónica de ese laberinto burocrático del que Jeison recién encuentra una salida forzada sobre el final.
–Es casi como la burocracia extrema de Kafka, pero en un lugar por completo tranquilo, casi idílico, ideal (aunque tal vez sería más correcto decir idealizado), en el que la presencia del estado es nula y en el que nadie nunca imaginaría que puede tener lugar un proceso kafkiano. Un espacio de aparente libertad absoluta, pero que sin embargo es lo opuesto.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
–Según parece el límite del mar no viene a marcar un final, sino que representa una continuidad de la vida cotidiana, pero también el comienzo de una dimensión nueva. ¿Cómo fue construyendo esa idea?
–Traté de no pensar en Brasil al imaginarlo, sino en un espacio mítico. Una zona casi mitológica que se mezcla con un perfil geográfico casi surrealista. Ahí tiene lugar una realidad muy cotidiana y sencilla, pero también casi intangible. Entonces la película está inmersa en la cultura de la playa y la naturaleza, pero sin que sea posible identificarla de manera nacionalista. Pero el pueblito y su cementerio en la playa son reales. Ahí pude oír historias de cómo el mar de- sentierra los huesos y el gran dilema de los pobladores es si deben enterrar una vez más esos cuerpos ahora dispersos o bien dejar que el mar haga su trabajo.
–Por eso no es extraño que sea ahí, en el fondo del mar, en donde Jeison, uno de los protagonistas, tiene su primer encuentro con la muerte.
–Absolutamente. Ellos tienen un gran dilema existencial: si no- sotros encontramos algunos huesos en la arena, ¿se trata de huesos que se están yendo al mar o de huesos que están volviendo, devueltos por él? Me pareció que era interesante ver el lugar que esa cuestión ocupa para los habitantes de este pueblo, porque la forma en que ellos perciben el mar es incluso más importante que la cultura de enterrar los cuerpos. El mar es como una ultra entidad filosófico existencial, casi divina. Entonces si el mar se los lleva, esos cuerpos, esas almas, esos sueños no están ni en el infierno ni en el paraíso, sino en otro lugar quizá mundano. Igual que nosotros, pero libres.
–¿Por qué elegiste construir la banda sonora con punk rock y heavy metal, dos ritmos que no tienen que ver con las raíces del Brasil, pero que tienen una fuerte tradición dentro de su país?
–La idea era que, como la historia transcurre en un pueblo chiquito y aislado geográficamente, la película contextualizara la distancia que el pueblo tiene de cualquier instancia oficial como parte de un estado. Pero no tan aislado que se convirtiera en intocable. Un lugar que conserva sus raíces pero contemporáneo, abierto al mundo; geográficamente distante pero de ninguna manera aislado culturalmente. Traté de que los personajes tuvieran el deseo de dialogar contemporáneamente con otras culturas. Por eso para mí el personaje de la chica joven es muy significativo: maneja un tractor, escucha punk y heavy metal, quiere ser tatuadora. Tiene un devenir culturalmente distinto, pero la película no trata esa diferencia como algo chistoso o exótico, sino que los deseos de ese personaje también son orgánicos dentro de su propio universo. La música también me sirvió para quebrar la atmósfera de un paisaje idealizado, y eso evita que la película acabe siendo apenas naïf.
–La aparición del personaje que se dedica a grabar el sonido del viento también produce un quiebre dentro del relato, que además parece un salto en el tiempo entre dos realidades cuyas diferencias no son sólo sociales sino también culturales, tecnológicas y hasta históricas.
–También personifica una paradoja, porque siendo tan distinto, tan ajeno y tan extranjero, sin embargo su materia prima es la misma que la de los pescadores. Ese viento que él viene a registrar es el mismo que para los pescadores representa una herramienta de trabajo. Este personaje llega para percibir esos mismos vientos pero desde una perspectiva distinta. La idea era crear una ruptura: cómo un mismo elemento en común puede ser tan distinto para uno y para otro y cuán grande puede ser la distancia entre las formas en que cada quien lo percibe.
–Al principio del film una anciana le dice a la chica que para ella los sueños son una puerta para atravesar el velo de la muerte. ¿Es posible que este chico que escucha el viento represente una forma de sueño para Jeison?
–Sí, pero la fascinación es doble. Porque es cierto que a Jeison lo seducen esa tecnología y la labor extraña que lleva adelante el otro, pero también el otro se fascina con Jeison, un chico curioso que le habla de los pulmones del mundo. Que en una película sobre el viento un personaje que se dedica a escucharlo y otro que afirma conocer en dónde están esos pulmones del mundo, acaben fascinados el uno con el otro es casi una cuestión de lógica. El intercambio cultural que se produce entre ellos se genera a partir de esa fascinación, pero paradójicamente también expone sus diferencias.
–¿No es ese mismo deslumbramiento lo que acaba generando en Jeison una suerte de desprecio por su propia realidad?
–A Jeison lo atrae lo diferente de una manera amplia. Por eso se relaciona con esta chica que quiere ser tatuadora, que escucha heavy metal y en el fondo es tan distante y distinta como el chico que escucha el viento. Además Jeison es un personaje con una identidad más débil, menos fuerte que la de los otros dos, y siempre está vinculándose con otras personas que puedan darle una experiencia del mundo diferente de la que él es capaz de tener por sí mismo. Y cuando por fin se fascina con ese cadáver que encuentran en el mar, que se va descomponiendo, Jeison termina desconectado de la chica y de su propia comunidad: se admira de ese cuerpo que se pudre, quiere cuidarlo y defenderlo. Y su actitud trae a la superficie el dilema filosófico de su comunidad acerca de qué hacer con sus muertos y el vínculo con el mar, que tiene que ver con la idea de la eternidad.
–El periplo que realiza Jeison con ese cadáver que encuentra en el mar tiene algo de El proceso, de Franz Kafka. Una versión amazónica de ese laberinto burocrático del que Jeison recién encuentra una salida forzada sobre el final.
–Es casi como la burocracia extrema de Kafka, pero en un lugar por completo tranquilo, casi idílico, ideal (aunque tal vez sería más correcto decir idealizado), en el que la presencia del estado es nula y en el que nadie nunca imaginaría que puede tener lugar un proceso kafkiano. Un espacio de aparente libertad absoluta, pero que sin embargo es lo opuesto.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 17 de marzo de 2016
CINE - "Kung Fu Panda 3", de Jennifer Yuh Nelson y Alessandro Carloni: Otro golpe certero del Panda
La saga del oso panda experto en el tradicional arte marcial chino, vuelve a dar un golpe eficaz. El tercero para mayor precisión. Con Kung Fu Panda 3, el ala de animación de los estudios Dreamworks redondea la más pareja de sus sagas animadas pensadas para todo público. Si bien nunca consigue alcanzar los picos que significaron el episodio original de Shrek o Madagascar 3: Los fugitivos, que sin duda representan lo mejor que han dado esos estudios, las tres películas protagonizadas por Po, el oso panda que soñaba con aprender kung fu pero que tenía destino de gran maestro, logran mantener sus virtudes y aciertos, confiriéndole a la serie una armonía estética y una coherencia narrativa inusuales. Dicho logro quizás se encuentre relacionado con el hecho de que el equipo creativo se haya mantenido casi intacto desde la primera película, estrenada en 2008.
A diferencia de Shrek, cuyos directores y equipos de guionistas difícilmente se mantenían de un episodio a otro, en Kung Fu Panda la idea parece ser la opuesta. Los guionistas siempre han sido Jonathan Aibel y Glenn Berger, quienes comenzaron sus carreras como dupla en los ‘90, escribiendo para el show televisivo del comediante George Carlin y otras series, para luego trabajar en los guiones de películas como Monstruos vs. Aliens (2009) o Bob Esponja: Un héroe fuera del agua (2015). Del mismo modo sus directores tampoco son ajenos al universo de la saga. Por un lado, la surcoreana Jennifer Yuh Nelson dirigió en solitario el episodio número dos, pero en la película original ya había desempeñado algunos roles importantes dentro del departamento de animación. Entre ellos, el de directora de la secuencia onírica en la que el protagonista visualiza sus deseos, que está entre lo mejor de esa película y de toda la saga, y en donde utiliza una estética con sutiles referencias al dibujo chino antiguo y una técnica más cercana a la animación clásica en dos dimensiones. Por el otro, Alessandro Carloni debuta acá como co-director, aunque también tuvo una creciente participación como animador en los films anteriores.
Y a diferencia de la mencionada Madagascar 3, este tercer episodio de Kung Fu Panda abreva menos en un humor con tendencia al descontrol y al absurdo, que en un tipo de comedia física más tradicional que encaja muy bien con el perfil de Jack Black, el actor que le presta su voz al protagonista en la versión original. En cuanto a la historia, esta se desarrolla sobre dos líneas paralelas que acabarán cruzándose al final; ambas tienen que ver con distintas fuerzas que retornan desde el pasado para modificar el presente. La primera de ellas sigue la llegada de un antiguo maestro del kung fu, que luego de 500 años vuelve desde el mundo de los espíritus dispuesto a derrotar y absorber el chi (la fuerza, no sólo física sino mental y, sobre todo, espiritual) de otros grandes maestros vivos. De los cuales, por supuesto, el más importante es Po, a pesar de su torpeza y volumen físico. La otra, por su parte, está representada por la aparición del padre natural de Po, quien siendo huérfano de pequeño fue criado por un ganso cocinero, especialista en fideos y bollos chinos. La entrada en escena de ambos personajes obliga al protagonista a revisar su memoria, su historia personal, para por un lado cuestionarse su destino de guerrero elegido y, por el otro, reconstruir su propia identidad. Por fortuna la película maneja ambas situaciones con solvencia, sin tomarlas a la ligera, pero sin abrumarlas con esa solemnidad en la que suelen caer las películas infantiles cuando se ponen didácticas sin necesidad.
Claro que resulta imposible que un mensaje no se cuele entre las grietas de la narración, aunque se agradece que lo haga de manera natural, libre de todo subrayado. El desenlace de la película viene a confirmar que la mayor fuerza está en la unión y que permanecer juntos es la mejor forma de vencer a un enemigo más poderoso. Un principio que tanto puede aplicarse al pequeño ejército griego que resistió cuanto pudo a la armada persa en las Termópilas, o a un grupo de empleados despedidos, en conflicto gremial con sus patrones. Porque a fin de cuentas, ya lo decía mejor el Martín Fierro: “Los osos panda sean unidos / porque esa es la ley primera...”
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
A diferencia de Shrek, cuyos directores y equipos de guionistas difícilmente se mantenían de un episodio a otro, en Kung Fu Panda la idea parece ser la opuesta. Los guionistas siempre han sido Jonathan Aibel y Glenn Berger, quienes comenzaron sus carreras como dupla en los ‘90, escribiendo para el show televisivo del comediante George Carlin y otras series, para luego trabajar en los guiones de películas como Monstruos vs. Aliens (2009) o Bob Esponja: Un héroe fuera del agua (2015). Del mismo modo sus directores tampoco son ajenos al universo de la saga. Por un lado, la surcoreana Jennifer Yuh Nelson dirigió en solitario el episodio número dos, pero en la película original ya había desempeñado algunos roles importantes dentro del departamento de animación. Entre ellos, el de directora de la secuencia onírica en la que el protagonista visualiza sus deseos, que está entre lo mejor de esa película y de toda la saga, y en donde utiliza una estética con sutiles referencias al dibujo chino antiguo y una técnica más cercana a la animación clásica en dos dimensiones. Por el otro, Alessandro Carloni debuta acá como co-director, aunque también tuvo una creciente participación como animador en los films anteriores.
Y a diferencia de la mencionada Madagascar 3, este tercer episodio de Kung Fu Panda abreva menos en un humor con tendencia al descontrol y al absurdo, que en un tipo de comedia física más tradicional que encaja muy bien con el perfil de Jack Black, el actor que le presta su voz al protagonista en la versión original. En cuanto a la historia, esta se desarrolla sobre dos líneas paralelas que acabarán cruzándose al final; ambas tienen que ver con distintas fuerzas que retornan desde el pasado para modificar el presente. La primera de ellas sigue la llegada de un antiguo maestro del kung fu, que luego de 500 años vuelve desde el mundo de los espíritus dispuesto a derrotar y absorber el chi (la fuerza, no sólo física sino mental y, sobre todo, espiritual) de otros grandes maestros vivos. De los cuales, por supuesto, el más importante es Po, a pesar de su torpeza y volumen físico. La otra, por su parte, está representada por la aparición del padre natural de Po, quien siendo huérfano de pequeño fue criado por un ganso cocinero, especialista en fideos y bollos chinos. La entrada en escena de ambos personajes obliga al protagonista a revisar su memoria, su historia personal, para por un lado cuestionarse su destino de guerrero elegido y, por el otro, reconstruir su propia identidad. Por fortuna la película maneja ambas situaciones con solvencia, sin tomarlas a la ligera, pero sin abrumarlas con esa solemnidad en la que suelen caer las películas infantiles cuando se ponen didácticas sin necesidad.
Claro que resulta imposible que un mensaje no se cuele entre las grietas de la narración, aunque se agradece que lo haga de manera natural, libre de todo subrayado. El desenlace de la película viene a confirmar que la mayor fuerza está en la unión y que permanecer juntos es la mejor forma de vencer a un enemigo más poderoso. Un principio que tanto puede aplicarse al pequeño ejército griego que resistió cuanto pudo a la armada persa en las Termópilas, o a un grupo de empleados despedidos, en conflicto gremial con sus patrones. Porque a fin de cuentas, ya lo decía mejor el Martín Fierro: “Los osos panda sean unidos / porque esa es la ley primera...”
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Me casé con un boludo", de Juan Taratuto: Comedia a la medida de Adrián Suar
De a poco, Adrián Suar se ha convertido en lo más parecido que hay en el cine argentino a un comediante estrella. Si hubiera que compararlo con los paradigmas del omnipresente cine estadounidense, se diría que uno tirando a clásico, para nada en la línea descontrolada de la Nueva Comedia Americana. Lejos de las altisonancias de Ben Stiller, Adam Sandler o Seth Rogen y mucho más todavía del híper histrionismo de Jim Carrey o Jack Black, lo de Suar está más ligado al humor de situaciones, a los enredos de alcoba o la comedia romántica vintage, pero con un enfoque aggiornado, adaptado a las costumbres locales. Su último trabajo es todo eso. Me casé con un boludo, tal el poco ortodoxo título de la película, representa además una nueva colaboración con el equipo de Un novio para mi mujer, uno de sus trabajos más exitosos, incluyendo a Valeria Bertuccelli, Juan Taratuto y Pablo Solarz, coprotagonista, director y guionista por orden de aparición.
Más allá de las coincidencias generales, esta es, de sus películas, la que menos apunta a la carcajada, al gag con remate, sino que se concentra más en la construcción del vínculo entre su pareja protagónica. Por eso llama la atención el efectismo del título, que remite a un tipo de humor que no es, en líneas generales, el que utiliza la película en su desarrollo. La sinopsis es sencilla: Fabián Brando es una estrella de cine que comienza a filmar una película cuya coprotagonista es una actriz con poca experiencia. La pareja comienza un romance inesperado y, un poco apurados por Fabián, acaban casándose enseguida. No pasará mucho tiempo para que ella se arrepienta, convencida de que no se enamoró del hombre sino del personaje que el actor interpretaba en la película que rodaron juntos.
Como la mayoría de los films de Suar, Me casé con un boludo está construido sobre una estructura de guión clásica, con los tres actos, los puntos de quiebre y de giro, el clímax y todas esas cosas perfectamente marcadas. El largo primer acto, en el que se desarrolla el vínculo inicial de la pareja, está más preocupado por crear el clima que por causar gracia. La comedia en el sentido más estricto, aunque siempre dentro de un tono moderado, abarca gran parte del segundo acto. Ahí, cuando Fabián trata de actuar como lo haría el personaje del cual se enamoró su mujer, para reconquistarla, se concentra lo más atractivo del film.
Pero llegando al final hay un extraño cambio en el tono del humor y, sobre todo, en la actuación de Bertuccelli. Sin mayores avisos, la historia entra en una fase de humor físico recargado (morisquetas de manual incluidas), que de algún modo resquebraja el verosímil que se venía construyendo con paciencia. Aunque se trata de apenas un par de se secuencias, esa irrupción/interrupción fuera de registro que marca el comienzo del desenlace resulta un poco tirada de los pelos y hasta puede incomodar al espectador que venía disfrutando de una historia de amor bien contada. Justo antes de eso, la película se demora en un par de escenas en las que, a partir de una serie de cameos de figuritas famosas de la televisión, se entrega al juego torpe de enhebrar una sucesión de chistes demasiado internos y elementales. En ese momento la película abandona el cine para ponerse a dialogar con la industria del chimento, otra intrusión inoportuna, y lo hace sin necesidad, como si desconfiara de sus propios méritos. Porque más allá de estos dos momentos y de su título, que parecen recortados y pegados de lo peor del costumbrismo local, Me casé con un boludo representa un aporte válido al amplio abanico del cine argentino.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Más allá de las coincidencias generales, esta es, de sus películas, la que menos apunta a la carcajada, al gag con remate, sino que se concentra más en la construcción del vínculo entre su pareja protagónica. Por eso llama la atención el efectismo del título, que remite a un tipo de humor que no es, en líneas generales, el que utiliza la película en su desarrollo. La sinopsis es sencilla: Fabián Brando es una estrella de cine que comienza a filmar una película cuya coprotagonista es una actriz con poca experiencia. La pareja comienza un romance inesperado y, un poco apurados por Fabián, acaban casándose enseguida. No pasará mucho tiempo para que ella se arrepienta, convencida de que no se enamoró del hombre sino del personaje que el actor interpretaba en la película que rodaron juntos.
Como la mayoría de los films de Suar, Me casé con un boludo está construido sobre una estructura de guión clásica, con los tres actos, los puntos de quiebre y de giro, el clímax y todas esas cosas perfectamente marcadas. El largo primer acto, en el que se desarrolla el vínculo inicial de la pareja, está más preocupado por crear el clima que por causar gracia. La comedia en el sentido más estricto, aunque siempre dentro de un tono moderado, abarca gran parte del segundo acto. Ahí, cuando Fabián trata de actuar como lo haría el personaje del cual se enamoró su mujer, para reconquistarla, se concentra lo más atractivo del film.
Pero llegando al final hay un extraño cambio en el tono del humor y, sobre todo, en la actuación de Bertuccelli. Sin mayores avisos, la historia entra en una fase de humor físico recargado (morisquetas de manual incluidas), que de algún modo resquebraja el verosímil que se venía construyendo con paciencia. Aunque se trata de apenas un par de se secuencias, esa irrupción/interrupción fuera de registro que marca el comienzo del desenlace resulta un poco tirada de los pelos y hasta puede incomodar al espectador que venía disfrutando de una historia de amor bien contada. Justo antes de eso, la película se demora en un par de escenas en las que, a partir de una serie de cameos de figuritas famosas de la televisión, se entrega al juego torpe de enhebrar una sucesión de chistes demasiado internos y elementales. En ese momento la película abandona el cine para ponerse a dialogar con la industria del chimento, otra intrusión inoportuna, y lo hace sin necesidad, como si desconfiara de sus propios méritos. Porque más allá de estos dos momentos y de su título, que parecen recortados y pegados de lo peor del costumbrismo local, Me casé con un boludo representa un aporte válido al amplio abanico del cine argentino.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
lunes, 14 de marzo de 2016
CINE - Se reestrena "La historia oficial", de Luis Puenzo: Cuando la historia se mide en nietos recuperados
A 30 años de haber obtenido el primer Oscar que recibió el cine argentino, el regreso a las salas comerciales de La historia oficial, de Luis Puenzo, es un ejemplo extraordinario de cuál es el lugar del cine en tanto expresión cultural. Porque no caben dudas de que su reestreno, que tendrá lugar el jueves 24 de marzo, cuando también se cumplan cuatro décadas exactas del último golpe militar que marcó el comienzo de la era más oscura y trágica de la Argentina, es un acontecimiento cultural que excede el ámbito cinematográfico. Aunque tal vez hasta sea posible discutir algunas de las decisiones estéticas o narrativas que entonces tomó Puenzo (sin que ello signifique negar ninguno de sus méritos), es indiscutible que se trata de una de las cuatro o cinco películas más importantes de la historia del cine nacional. Por el alcance de su recorrido internacional; por la trascendencia de su tema; por el inigualable desempeño de su elenco completo; pero, sobre todo, por el momento histórico en el que se escribió, rodó y estrenó. La combinación de todos esos elementos teniendo lugar apenas un año después de la asunción del doctor Raúl Alfonsín como primer presidente de la nueva democracia argentina, el 10 de diciembre de 1983 (La historia oficial se estrenó en abril de 1985), convierten a la película de Puenzo en un acontecimiento político e histórico imposible de soslayar.
En efecto, el lugar que este film ocupa en la Historia trasciende al cine. Protagonizada por Norma Aleandro, Héctor Alterio y la increíble Analía Castro (que durante el rodaje en 1984 tenía apenas 4 años), La historia oficial narra el proceso de una mujer que durante el final de la dictadura comienza a sospechar que Gabi, la nena que adoptaron con su marido, gerente de una empresa vinculada tanto al ejército como a capitales estadounidenses, es en realidad hija de desaparecidos. Pero lo narra ahí mismo, menos de un año después de aquellos años de terror, cuando todavía no era posible saber si se trataba de un verdadero final o, apenas, de un nuevo oasis democrático en medio de la larga cronología de dictaduras que violaron las instituciones republicanas desde 1930. Sin embargo basta recordar la desaparición de Julio López, ocurrida hace apenas diez años (apenas pero nada menos), para hacerse una idea mínima de lo que pudo haber representado participar de este proyecto en aquel momento de la historia argentina.
Ayer, durante la presentación a la prensa de la nueva copia restaurada y digitalizada de su película, Puenzo afirmó que la historia no se mide en años, sino en períodos más largos y que seguimos dentro de la misma era histórica de la dictadura que secuestró, torturó, asesinó e hizo desaparecer a decenas de miles de personas. Sin embargo, agregó, hay otras formas de medir cuánto se hizo desde entonces por la memoria y la justicia en la Argentina. Cuando Puenzo escribió el guión de La historia oficial junto a Aída Bortnik y la filmó, entre 1983 y 1984, las Abuelas de Plaza de Mayo recién habían conseguido restituir la identidad de tres de sus niños apropiados. Hoy van por el 119 y no es descabellado afirmar que La historia oficial ha sido una herramienta fundamental en esa lucha. 30 años y 116 nietos recuperados después.
Artículo publicado en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino, en lucha por falta de pagos desde hace tres meses y medio, y realizado únicamente con el esfuerzo de sus trabajadores y la colaboración solidaria de miles de personas.
En efecto, el lugar que este film ocupa en la Historia trasciende al cine. Protagonizada por Norma Aleandro, Héctor Alterio y la increíble Analía Castro (que durante el rodaje en 1984 tenía apenas 4 años), La historia oficial narra el proceso de una mujer que durante el final de la dictadura comienza a sospechar que Gabi, la nena que adoptaron con su marido, gerente de una empresa vinculada tanto al ejército como a capitales estadounidenses, es en realidad hija de desaparecidos. Pero lo narra ahí mismo, menos de un año después de aquellos años de terror, cuando todavía no era posible saber si se trataba de un verdadero final o, apenas, de un nuevo oasis democrático en medio de la larga cronología de dictaduras que violaron las instituciones republicanas desde 1930. Sin embargo basta recordar la desaparición de Julio López, ocurrida hace apenas diez años (apenas pero nada menos), para hacerse una idea mínima de lo que pudo haber representado participar de este proyecto en aquel momento de la historia argentina.
Ayer, durante la presentación a la prensa de la nueva copia restaurada y digitalizada de su película, Puenzo afirmó que la historia no se mide en años, sino en períodos más largos y que seguimos dentro de la misma era histórica de la dictadura que secuestró, torturó, asesinó e hizo desaparecer a decenas de miles de personas. Sin embargo, agregó, hay otras formas de medir cuánto se hizo desde entonces por la memoria y la justicia en la Argentina. Cuando Puenzo escribió el guión de La historia oficial junto a Aída Bortnik y la filmó, entre 1983 y 1984, las Abuelas de Plaza de Mayo recién habían conseguido restituir la identidad de tres de sus niños apropiados. Hoy van por el 119 y no es descabellado afirmar que La historia oficial ha sido una herramienta fundamental en esa lucha. 30 años y 116 nietos recuperados después.
Artículo publicado en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino, en lucha por falta de pagos desde hace tres meses y medio, y realizado únicamente con el esfuerzo de sus trabajadores y la colaboración solidaria de miles de personas.
sábado, 12 de marzo de 2016
CINE - "Magallanes", de Salvador del Solar: Puesta en escena de un trauma colectivo
Nominada al premio de Mejor Película Iberoamericana en la reciente entrega de los premios Goya (que terminó recayendo en El clan, de Pablo Trapero), Magallanes es una de esas clásicas películas latinoamericanas que suelen ser bien recibidas en el resto del mundo, principalmente en Europa y sobre todo en su poderoso circuito de festivales de cine. Y aunque eso de alguna manera funciona como argumento para explicar no sólo el lugar que el film se ganó dentro de la grilla de los Goya 2016, sino también un itinerario extenso de premios y nominaciones en festivales como los de San Sebastián, Huelva, Chicago o Mannheim, en realidad no le hace justicia al debut como director del actor peruano Salvador del Solar. Porque si bien no deja de ser estrictamente cierto que la película cumple con todos los requisitos tácitos del cine latinoamericano for export (temas sociales propios de la región; revisión de las traumáticas historias recientes que comparten sus países; expresión de las identidades culturales autóctonas que resultan exóticas para la mirada ajena; retrato más o menos sórdido de todo lo anterior), también lo es que Magallanes cuenta con méritos que la sostienen más allá de los prejuicios.
Ambientada en la ciudad de Lima, presumiblemente en la actualidad, Magallanes tiene su nudo central, sin embargo, en un trauma del pasado peruano: las atrocidades cometidas contra la población civil durante en enfrentamiento de las fuerzas armadas con la agrupación extremista Sendero Luminoso. Un momento histórico recurrente en la cinematografía peruana. Para confirmarlo, basta recordar los que tal vez sean los dos títulos más reconocidos del cine reciente de ese país en la Argentina, como Las malas intenciones (2011), de Rosario García-Montero, y La teta asustada, de Claudia Llosa, ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín en 2009 y primer film peruano nominado a los premios Oscar. Justamente, con está última Magallanes comparte protagonista, la actriz Magaly Solier, quien en ambas producciones encarna a una víctima de aquella violencia.
Sin embargo, esta vez el protagonista principal es un hombre, Magallanes, un ex soldado que continúa trabajando como acompañante del mismo coronel para el que sirvió durante las campañas contra Sendero Luminoso, a quien, ya anciano, el Alzheimer ha afectado gravemente. El conflicto de Magallanes, hasta entonces presente sólo en su conciencia, se manifiesta al llevar en su taxi a Celina, una joven campesina de etnia quechua, a quien durante su adolescencia el Coronel (interpretado por Federico Luppi) mantuvo cautiva en su habitación en aquel cuartel durante más de un mes. Con la potencia de lo reprimido, junto con Celina llegan los remordimientos y un deseo de venganza que Magallanes busca aliviar chantajeando al hijo del Coronel, un empresario exitoso, al que amenaza con revelar a la prensa una foto en la que se ve a su padre joven, sentado en un catre con Celina sobre sus rodillas, casi una niña, ambos semidesnudos. Magallanes es el relato de un trauma colectivo y acerca de la conciencia con que el conjunto de la sociedad lo percibe a través de la historia. Una película sobre la memoria que, sin quitarle el peso a los culpables, se reserva una mirada piadosa para aquellos a quienes el destino les reservó un lugar ambiguo, mucho más amargo: el de ser a la vez víctimas y victimarios.
Magallanes tiene momentos de buen thriller, otros en los que se convierte en un drama íntimo potente y algunas escenas de alto impacto, al mismo tiempo que expresa una mirada válida de las cicatrices de la historia peruana. Pero también recurre a elementos estéticos algo anacrónicos (fundidos encadenados; excesos en el uso dramático de la música), se reserva algunos elementos más efectistas que efectivos, y ciertos giros de guión que intervienen de manera demasiado evidente sobre el destino del protagonista. Ahí se trasluce la necesidad de Del Solar por darle a la historia de su personaje un final determinado, como si fuera necesario que el asunto se vuelva todavía más penoso, haciendo que la metáfora sobre la justicia se torne un poco endeble.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Ambientada en la ciudad de Lima, presumiblemente en la actualidad, Magallanes tiene su nudo central, sin embargo, en un trauma del pasado peruano: las atrocidades cometidas contra la población civil durante en enfrentamiento de las fuerzas armadas con la agrupación extremista Sendero Luminoso. Un momento histórico recurrente en la cinematografía peruana. Para confirmarlo, basta recordar los que tal vez sean los dos títulos más reconocidos del cine reciente de ese país en la Argentina, como Las malas intenciones (2011), de Rosario García-Montero, y La teta asustada, de Claudia Llosa, ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín en 2009 y primer film peruano nominado a los premios Oscar. Justamente, con está última Magallanes comparte protagonista, la actriz Magaly Solier, quien en ambas producciones encarna a una víctima de aquella violencia.
Sin embargo, esta vez el protagonista principal es un hombre, Magallanes, un ex soldado que continúa trabajando como acompañante del mismo coronel para el que sirvió durante las campañas contra Sendero Luminoso, a quien, ya anciano, el Alzheimer ha afectado gravemente. El conflicto de Magallanes, hasta entonces presente sólo en su conciencia, se manifiesta al llevar en su taxi a Celina, una joven campesina de etnia quechua, a quien durante su adolescencia el Coronel (interpretado por Federico Luppi) mantuvo cautiva en su habitación en aquel cuartel durante más de un mes. Con la potencia de lo reprimido, junto con Celina llegan los remordimientos y un deseo de venganza que Magallanes busca aliviar chantajeando al hijo del Coronel, un empresario exitoso, al que amenaza con revelar a la prensa una foto en la que se ve a su padre joven, sentado en un catre con Celina sobre sus rodillas, casi una niña, ambos semidesnudos. Magallanes es el relato de un trauma colectivo y acerca de la conciencia con que el conjunto de la sociedad lo percibe a través de la historia. Una película sobre la memoria que, sin quitarle el peso a los culpables, se reserva una mirada piadosa para aquellos a quienes el destino les reservó un lugar ambiguo, mucho más amargo: el de ser a la vez víctimas y victimarios.
Magallanes tiene momentos de buen thriller, otros en los que se convierte en un drama íntimo potente y algunas escenas de alto impacto, al mismo tiempo que expresa una mirada válida de las cicatrices de la historia peruana. Pero también recurre a elementos estéticos algo anacrónicos (fundidos encadenados; excesos en el uso dramático de la música), se reserva algunos elementos más efectistas que efectivos, y ciertos giros de guión que intervienen de manera demasiado evidente sobre el destino del protagonista. Ahí se trasluce la necesidad de Del Solar por darle a la historia de su personaje un final determinado, como si fuera necesario que el asunto se vuelva todavía más penoso, haciendo que la metáfora sobre la justicia se torne un poco endeble.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "#Exorcismo" (Exeter), de Marcus Nispel: Mala, barata y encima aburrida
Se está volviendo difícil escribir una crítica sobre una película de terror. Se está volviendo muy difícil no caer en el lugar común de decir que el 90% de ellas (tal vez más) son una sucesión de lugares comunes, de escenas repetidas, ya vistas no en una, sino en ese 90 por ciento de las películas de terror estrenadas previamente. Se está volviendo difícil y por eso mismo es un desafío. Dentro de esa gran bolsa de productos indefendibles está #Exorcismo, una película cuyo único y modestísimo mérito, si hubiera que esforzarse en encontrar alguno, sería quizá la locación en la que fue filmada, un edificio enorme y abandonado que ofrece una gran variedad de espacios, ideales para dar atmósfera a una película que en principio se propone asustar. En qué medida lo consigue o no, ya es otro tema. Justamente, esa riqueza de espacios hace pensar que este film dirigido por Marcus Nispel cuenta con un presupuesto muy superior al que seguramente tuvo, porque está claro que se trata de una película barata. Es decir: mala y barata.
#Exorcismo es un clásico exponente de lo que a esta altura se podría bautizar como “Diabloxploitation”, una más de una lista infinita de títulos que vuelven sobre el tema de las posesiones demoníacas y los exorcismos. Por eso para los seguidores del género de terror no será difícil ir adelantándose a los pasos que la trama vaya dando. Hay un único momento en que parece que el relato se saldrá del molde a través de la comedia, cuando el adolescente grupo de protagonistas intente sacarle el diablo del cuerpo al poseído de turno, siguiendo las instrucciones de una página web que ofrece un tutorial de “Cómo hacer tu propio exorcismo”. Sin embargo, la cosa naufraga enseguida al volverse evidente que el humor es apenas un accidente y que en realidad no está dentro de los planes de Nispel aquello de tomarse las cosas a la ligera, con menos seriedad, algo que habría mejorado (y mucho) el film. Repasando, entonces, ya se ha dicho que #Exorcismo es mala, barata y también aburrida. Y eso ya es imperdonable, porque el cine (y sobre todo el cine de terror) está lleno de ejemplos de películas malas y baratas que son entretenidas de ver. Pero contra el aburrimiento no hay antídotos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
#Exorcismo es un clásico exponente de lo que a esta altura se podría bautizar como “Diabloxploitation”, una más de una lista infinita de títulos que vuelven sobre el tema de las posesiones demoníacas y los exorcismos. Por eso para los seguidores del género de terror no será difícil ir adelantándose a los pasos que la trama vaya dando. Hay un único momento en que parece que el relato se saldrá del molde a través de la comedia, cuando el adolescente grupo de protagonistas intente sacarle el diablo del cuerpo al poseído de turno, siguiendo las instrucciones de una página web que ofrece un tutorial de “Cómo hacer tu propio exorcismo”. Sin embargo, la cosa naufraga enseguida al volverse evidente que el humor es apenas un accidente y que en realidad no está dentro de los planes de Nispel aquello de tomarse las cosas a la ligera, con menos seriedad, algo que habría mejorado (y mucho) el film. Repasando, entonces, ya se ha dicho que #Exorcismo es mala, barata y también aburrida. Y eso ya es imperdonable, porque el cine (y sobre todo el cine de terror) está lleno de ejemplos de películas malas y baratas que son entretenidas de ver. Pero contra el aburrimiento no hay antídotos.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 10 de marzo de 2016
CINE - "Divergente la serie: Leal" (The Divergent Serie: Allegiant), de Robert Schentcke: Sentarse a ver qué pasa
Muchas y buenas sorpresas habían ofrecido los dos episodios previos de la saga Divergente. Sin ser original, la serie que comenzó con la película que le da nombre y siguió con Insurgente había conseguido construir un universo y una aventura posibles y, sobre todo, narrarlo de una manera entretenida y eficaz. Tampoco era un mérito menor la aparición de Shailene Woodley, desconocida y joven actriz que se hacía cargo de la heroína adolescente de turno y daba por acá y por allá algunas muestras que permitían imaginarla como una estrellita en potencia. Ambas películas, basadas en los dos primeros libros de la saga literaria de ciencia ficción homónima escrita por la estadounidense Verónica Roth, parecían haber logrado en líneas generales construir y mantener la atención, despertando curiosidad por saber de qué manera continuarían las andanzas y cuál sería el destino de sus protagonistas. Pero llegó Leal, tercer episodio de la serie, y tal como ya pasó con las dos últimas entregas de Los juegos del hambre, una saga que aparece como referencia ineludible al hablar de Divergente, la cosa se desmorona y parece que no habrá forma de levantarla.
Si bien no se trata de una experiencia cinematográfica bochornosa ni nada de eso, es cierto que algunas de las virtudes que las primeras películas habían mostrado, sin llegar a evaporarse, se presentan diluidas entre una buena cantidad de obviedades y convenciones. Que, es cierto, también se encontraban presentes en las dos entregas previas, pero subsumidas dentro de la eficacia general del relato. Entonces cabe preguntarse, como ya ocurrió con la mencionada Los juegos del hambre: ¿cuál es la verdadera dimensión de esta distopía? ¿Aquella de Divergente y de Insurgente, en la que el buen criterio narrativo le imponía sus condiciones a una historia que no dejaba de ser un rejunte de convenciones bien contadas? ¿O esta otra de Leal, en donde una narración a reglamento hace que todo se vuelva predecible y evidente? Porque aunque es cierto que la saga no llegó hasta acá siendo un prodigio de originalidad, tampoco se percibía de manera tan vulgar como ahora su apego por las estructuras dramáticas prefabricadas o los protocolos de evolución y cambios “sorpresivos” de los personajes.
Si hubiera que definir con una palabra el retroceso que representa Leal para la saga, esa palabra sin dudas sería comodidad. Una comodidad en la que se da por sentado que para hacer que la cosa funcione alcanza con efectos especiales decentes (no buenos, sino apenas decentes) y dejar que la historia avance en piloto automático. Una comodidad que les permitió a sus responsables creer que sembrar dos buenas semillas en las entregas previas los autorizaba a sentarse a mirar por la ventana, viendo qué crecía de ellas, en lugar de calzarse las botas y meterse en el barro del cine a regar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculo de Página/12.
Si bien no se trata de una experiencia cinematográfica bochornosa ni nada de eso, es cierto que algunas de las virtudes que las primeras películas habían mostrado, sin llegar a evaporarse, se presentan diluidas entre una buena cantidad de obviedades y convenciones. Que, es cierto, también se encontraban presentes en las dos entregas previas, pero subsumidas dentro de la eficacia general del relato. Entonces cabe preguntarse, como ya ocurrió con la mencionada Los juegos del hambre: ¿cuál es la verdadera dimensión de esta distopía? ¿Aquella de Divergente y de Insurgente, en la que el buen criterio narrativo le imponía sus condiciones a una historia que no dejaba de ser un rejunte de convenciones bien contadas? ¿O esta otra de Leal, en donde una narración a reglamento hace que todo se vuelva predecible y evidente? Porque aunque es cierto que la saga no llegó hasta acá siendo un prodigio de originalidad, tampoco se percibía de manera tan vulgar como ahora su apego por las estructuras dramáticas prefabricadas o los protocolos de evolución y cambios “sorpresivos” de los personajes.
Si hubiera que definir con una palabra el retroceso que representa Leal para la saga, esa palabra sin dudas sería comodidad. Una comodidad en la que se da por sentado que para hacer que la cosa funcione alcanza con efectos especiales decentes (no buenos, sino apenas decentes) y dejar que la historia avance en piloto automático. Una comodidad que les permitió a sus responsables creer que sembrar dos buenas semillas en las entregas previas los autorizaba a sentarse a mirar por la ventana, viendo qué crecía de ellas, en lugar de calzarse las botas y meterse en el barro del cine a regar.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculo de Página/12.
viernes, 4 de marzo de 2016
CINE - "Soleada", de Gabriela Trettel: Sola, solita, soleada
Como ya ocurrió hace muy poco con Mi amiga del parque, último y gran trabajo de la directora y actriz Ana Katz, Soleada propone un recorrido por el mundo privado de lo femenino y permite que la mitad del universo se asome de un modo casi voyeurista a aquello que le sería difícil ver si no fuera de esta manera. Es posible que muchas espectadoras consigan identificarse o reconocer como hechos muy próximos a su propia experiencia todo aquello que es puesto en escena por esta película escrita y dirigida por la directora cordobesa Gabriela Trettel. Pero para los espectadores será distinto, porque Soleada representa la oportunidad de apreciar el reverso de una moneda que por lo general conocen de un solo lado. Cine mediante, y dicho de un modo general, Trettel realiza una representación muy vívida y verosímil del modo particular en que las mujeres perciben y se vinculan con la realidad. Pero si fuera necesario ser más específico, tal vez debería decirse que esa representación apenas se corresponde con el modo en que una única mujer reacciona ante sus propias y peculiares circunstancias.
Esa mujer es Adriana, que junto a su marido y sus dos hijos llega a una casita en las sierras para pasar algunas semanas de vacaciones. A partir de un registro naturalista muy preciso, la película exhibe el modo extraño en que Adriana va asumiendo que bien puede tomarse un descanso de su trabajo, pero que no hay forma de tomarse vacaciones de la fatalidad de ser mujer. Por supuesto que nada de esto es expresado de forma literal, sino a partir de la acumulación de hechos en los que aquellas responsabilidades de las que la protagonista no puede desentenderse, ni siquiera cuando duerme, comienzan a dejarla sin aire y sin espacio. Porque para Adriana –tal como les ocurre a otras– ser mujer es un hecho indivisible de las contingencias de ser madre y esposa. Y cuando Juan, su marido, deba volver a la ciudad por problemas en su trabajo, Adriana empezará a entender que aún casada y con dos hijos, en realidad se encuentra cada vez más sola.
Claro que se trata de una soledad paradójica, porque si bien por un lado ella padece esa carencia de compañía, incluso cuando está rodeada y hasta agobiada por los suyos, por el otro nunca tiene oportunidad de estar sola de verdad, para ocuparse de lo que realmente quisiera: de sí misma. Aunque la progresión de situaciones va dando forma a un drama, no deja de haber algo de comedia en la ópera prima de Trettel, cuya estructura se encuentra atravesada por un sentido del humor seco que hace equilibrio entre la ternura, la compasión y lo patético. Aunque la sensación inicial de agobio ante las demandas familiares de pronto le hace lugar a un aire liberador, tampoco sorprende que al final lo que se impone sea cierta inevitable amargura ante la sensación de que el mundo bien pudiera ser de otro modo. En la forma en que esa duda es puesta en escena radica el mayor éxito del trabajo de Trettel.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esa mujer es Adriana, que junto a su marido y sus dos hijos llega a una casita en las sierras para pasar algunas semanas de vacaciones. A partir de un registro naturalista muy preciso, la película exhibe el modo extraño en que Adriana va asumiendo que bien puede tomarse un descanso de su trabajo, pero que no hay forma de tomarse vacaciones de la fatalidad de ser mujer. Por supuesto que nada de esto es expresado de forma literal, sino a partir de la acumulación de hechos en los que aquellas responsabilidades de las que la protagonista no puede desentenderse, ni siquiera cuando duerme, comienzan a dejarla sin aire y sin espacio. Porque para Adriana –tal como les ocurre a otras– ser mujer es un hecho indivisible de las contingencias de ser madre y esposa. Y cuando Juan, su marido, deba volver a la ciudad por problemas en su trabajo, Adriana empezará a entender que aún casada y con dos hijos, en realidad se encuentra cada vez más sola.
Claro que se trata de una soledad paradójica, porque si bien por un lado ella padece esa carencia de compañía, incluso cuando está rodeada y hasta agobiada por los suyos, por el otro nunca tiene oportunidad de estar sola de verdad, para ocuparse de lo que realmente quisiera: de sí misma. Aunque la progresión de situaciones va dando forma a un drama, no deja de haber algo de comedia en la ópera prima de Trettel, cuya estructura se encuentra atravesada por un sentido del humor seco que hace equilibrio entre la ternura, la compasión y lo patético. Aunque la sensación inicial de agobio ante las demandas familiares de pronto le hace lugar a un aire liberador, tampoco sorprende que al final lo que se impone sea cierta inevitable amargura ante la sensación de que el mundo bien pudiera ser de otro modo. En la forma en que esa duda es puesta en escena radica el mayor éxito del trabajo de Trettel.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 3 de marzo de 2016
CINE - "Cuando despierta la bestia" (Når dyrene drømmer), de Jonas Alexander Arnby: Monstruo con aroma de mujer
Ambientada en un pequeño pueblito de pescadores en algún lugar perdido geográfica y temporalmente de la costa de Dinamarca, Cuando despierta la bestia, debut como director del danés Jonas Alexander Arnby, es una de las películas de terror más delicadas que hayan pasado por las salas locales en mucho tiempo. Aunque para eso primero habría que ver si realmente se trata de una película de terror y nada más. Drama familiar; relato de las intrigas y miserias de un pueblo chico; ensayo acerca del deseo y su fatalidad; diario íntimo de una adolescente que vive de manera conflictiva y trágica su propio proceso de maduración. En Cuando despierta la bestia todo eso convive con un cuento de terror que se afirma con fuerza en el terreno tradicional de las supersticiones medievales europeas. Porque aun cuando el relato transcurre claramente en un contexto contemporáneo, la anécdota central replica la vieja historia de la maldad anidando en un cuerpo femenino al que los hombres a la vez desean y temen (y las mujeres envidian), y cuya mala influencia debe ser destruida para que la comunidad pueda continuar con su vida. Pero también se trata de la historia de un padre que intenta comprender y proteger, y de una hija que se siente abrumada, incomprendida y, como cualquier adolescente, sólo quiere que la dejen ser.
El cuento “Pájaros en la boca”, incluido en el libro homónimo de la argentina Samanta Schweblin, cuenta la historia de un padre angustiado porque no entiende qué pasa con su hija, una adolescente que ha cambiado de manera para él inesperada. De golpe ya no es la nena luminosa y vivaz que criaron junto a su ex esposa, sino una mujercita apagada que casi ha dejado de hablar y se limita a responder con palabras mínimas, a mirar de manera melancólica por las ventanas y, sin explicación, a comer pajaritos vivos. El cuento, que como la película de Arnby combina de manera soberbia un enrarecido tono fantástico con una sequedad realista apenas sacada de eje, no habla de otra cosa que de la dificultad de los adultos para percibir los pormenores del fin de la infancia (y de la inocencia). Momento crítico en el vínculo de padres e hijos en que todas las líneas de comunicación son dinamitadas, obligando a la ardua tarea de reconstruirlo. Pero ya no del modo desigual en que un adulto se relaciona con un chico, porque el chico ya no existe y ahora se trata de dos adultos obligados a aceptarse. Narrado desde el punto de vista del padre y atravesado por una clara atmósfera de duelo, en “Pájaros en la boca”, Schweblin consigue captar, tal vez como ningún otro escritor lo haya hecho antes, algo que usualmente es pasado por alto: el doloroso sentimiento de pérdida que implica el crecimiento de los hijos. Porque ningún padre está preparado para perder un hijo y eso es lo que ocurre cuando los chicos se convierten en hombres o en mujeres. Aunque acá la protagonista es la hija y no el padre, algo de ese espíritu habita en Cuando despierta la bestia, en el que la adolescente Marie literalmente empieza a convertirse en otra cosa sin que su padre pueda entenderlo ni hacer nada para evitarlo.
También hay algo de fatal actualidad en la historia que aquí se cuenta. Algo que desde lo fantástico interpela a esta realidad en la que, por ejemplo, una mujer no puede viajar sola sin que ello la convierta en artífice de una supuesta provocación y digna de un destino de violencia. Y Cuando despierta la bestia lo explicita de manera tan sutil como clara. En un mundo en que lo femenino aún es percibido por muchos como el huevo de la serpiente, el origen del mal, no es arbitrario que a los ojos de la comunidad que integran Marie herede de su madre ese carácter monstruoso, que parece haber despertado en ella tras sufrir un abuso atroz del que, nada casualmente, volverá a ser víctima Marie. Para sus vecinos, tanto Marie como su madre son culpables de su propia aberración y así justifican los ataques que ambas han debido y deben seguir soportando. Por eso la secuencia final, en la que la monstruosidad surge en auxilio de lo femenino, resulta tan poderosa tanto en lo cinematográfico como en lo simbólico. Con inteligencia dramática, Arnby pone en escena todos estos elementos y los hace convivir en armonía, para contar una fábula que también es una historia de amor trágica más allá de los prejuicios. Pero sin olvidar nunca que, al menos desde lo formal, ha elegido narrarla a partir de las herramientas del cine de terror.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
El cuento “Pájaros en la boca”, incluido en el libro homónimo de la argentina Samanta Schweblin, cuenta la historia de un padre angustiado porque no entiende qué pasa con su hija, una adolescente que ha cambiado de manera para él inesperada. De golpe ya no es la nena luminosa y vivaz que criaron junto a su ex esposa, sino una mujercita apagada que casi ha dejado de hablar y se limita a responder con palabras mínimas, a mirar de manera melancólica por las ventanas y, sin explicación, a comer pajaritos vivos. El cuento, que como la película de Arnby combina de manera soberbia un enrarecido tono fantástico con una sequedad realista apenas sacada de eje, no habla de otra cosa que de la dificultad de los adultos para percibir los pormenores del fin de la infancia (y de la inocencia). Momento crítico en el vínculo de padres e hijos en que todas las líneas de comunicación son dinamitadas, obligando a la ardua tarea de reconstruirlo. Pero ya no del modo desigual en que un adulto se relaciona con un chico, porque el chico ya no existe y ahora se trata de dos adultos obligados a aceptarse. Narrado desde el punto de vista del padre y atravesado por una clara atmósfera de duelo, en “Pájaros en la boca”, Schweblin consigue captar, tal vez como ningún otro escritor lo haya hecho antes, algo que usualmente es pasado por alto: el doloroso sentimiento de pérdida que implica el crecimiento de los hijos. Porque ningún padre está preparado para perder un hijo y eso es lo que ocurre cuando los chicos se convierten en hombres o en mujeres. Aunque acá la protagonista es la hija y no el padre, algo de ese espíritu habita en Cuando despierta la bestia, en el que la adolescente Marie literalmente empieza a convertirse en otra cosa sin que su padre pueda entenderlo ni hacer nada para evitarlo.
También hay algo de fatal actualidad en la historia que aquí se cuenta. Algo que desde lo fantástico interpela a esta realidad en la que, por ejemplo, una mujer no puede viajar sola sin que ello la convierta en artífice de una supuesta provocación y digna de un destino de violencia. Y Cuando despierta la bestia lo explicita de manera tan sutil como clara. En un mundo en que lo femenino aún es percibido por muchos como el huevo de la serpiente, el origen del mal, no es arbitrario que a los ojos de la comunidad que integran Marie herede de su madre ese carácter monstruoso, que parece haber despertado en ella tras sufrir un abuso atroz del que, nada casualmente, volverá a ser víctima Marie. Para sus vecinos, tanto Marie como su madre son culpables de su propia aberración y así justifican los ataques que ambas han debido y deben seguir soportando. Por eso la secuencia final, en la que la monstruosidad surge en auxilio de lo femenino, resulta tan poderosa tanto en lo cinematográfico como en lo simbólico. Con inteligencia dramática, Arnby pone en escena todos estos elementos y los hace convivir en armonía, para contar una fábula que también es una historia de amor trágica más allá de los prejuicios. Pero sin olvidar nunca que, al menos desde lo formal, ha elegido narrarla a partir de las herramientas del cine de terror.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
miércoles, 2 de marzo de 2016
CINE - Concluyó el 19° Festival Internacional de Cine de Punta del Este: Alto cine, bajo presupuesto
La jornada final de la decimonovena edición del tradicional Festival Internacional de Cine de Punta del Este (FIC Punta) transcurrió sin sorpresas desde lo artístico y con una destacada participación del cine argentino. Por un lado, el honor de la proyección de clausura le correspondió al último trabajo de Ana Katz, Mi amiga del parque, sin dudas uno de los mejores, sino el mejor film argentino de la temporada 2014, cuyo rol protagónico estuvo a cargo de Julieta Zylberberg, interpretando a una joven madre primeriza que se ve envuelta en una extraña red de situaciones en torno a un grupo de mujeres que se reúnen en la placita del barrio. Debe destacarse que Mi amiga del parque es una coproducción con Uruguay, lo que aportó un condimento extra a su lugar de película de cierre. Asimismo, la designación de los premios Mauricio Litman respondió a criterios de selección que, se puede decir, coinciden de manera amplia con el consenso general y que también ubicaron al cine argentino en un lugar destacado.
Que el gran premio a la Mejor Película haya sido para La luz incidente, de Ariel Rotter, resulta una decisión difícil de discutir. Y una buena noticia para el cine nacional: está claro que el tercer largometraje del director argentino ya se perfila como uno de los grandes títulos del año, habiendo ganado también el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci) en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Tal como ocurrió en el encuentro marplatense, en Punta del Este su protagonista, la actriz Erica Rivas, también fue distinguida con el premio a la Mejor Actuación Femenina. Un reconocimiento que tampoco puede sorprender a nadie, en tanto Rivas viene dando desde hace años sobradas muestras de su talento, tanto en cine como en teatro y televisión, respondiendo con idéntica solvencia tanto al drama como a la comedia. Una versatilidad que La luz incidente expone en su justa magnitud. Rivas interpreta a una joven viuda, madre de dos bebas gemelas, que en los todavía no tan liberados años 60 intenta reconstruir su vida sentimental, pero a quien la trágica ausencia de su marido parece pesarle demasiado. Drama sutil pero con pincelazos muy precisos de comedia que atraviesan la historia con un humor ácido e incómodo, cuenta con el guión de Rotter que es un vehículo inmejorable para que el capacidad de Rivas se ponga de manifiesto de la manera más amplia. Dichos méritos, combinados con los estupendos trabajos de fotografía, arte y vestuario, hacen que los premios recibidos parezcan una cuestión de destino manifiesto. Por el momento La luz incidente tiene previsto su estreno en la Argentina para el mes de junio. Hasta entonces continuará con un itinerario a través de algunos de los festivales más prestigiosos del mundo, entre ellos el de Rotterdam.
Además de los premios a la película de Rotter, el jurado integrado por el actor y la directora argentinos Jean Pierre Noher y Paula de Luque; el actor y director brasileño Nelson Diniz; el escritor uruguayo Hugo Burel y el español Juan María Villar Betancort, decidió entregar el correspondiente a la categoría Mejor Director al portugués radicado en Brasil Ruy Guerra, quien participó del festival con su último trabajo, Casi memoria. Este drama construido a partir de elementos fantásticos, propone un recorrido por la vida de Carlos a través de su propia memoria, que va siendo expuesta a partir del encuentro del protagonista, ya grande, consigo mismo pero cuando aún era joven. De esa improbable reunión y merced un paquete de cartas de su propio padre, Carlos va reencontrando aquellos recuerdos que los caprichos de la memoria se empecinaron en ir desvaneciendo. Más allá de los méritos de la película, la lógica de este galardón parece sostenerse en la carrera de Guerra como cineasta, quien en su juventud formó parte de la generación que dio vida al llamado Cinema Novo, que encabezado por Glauber Rocha sacudió las estructuras del cine brasileño y latinoamericano en la década de 1960. Casi memoria también fue distinguida con una mención a la mejor fotografía. Por su parte, el mexicano Damián Alcázar obtuvo el premio al Mejor Actor de la competencia por su labor protagónica en La delgada línea amarilla, dirigida por su compatriota Celso García. También recibió una mención especial la producción uruguaya Clever, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro (Uruguay), destacada como Mejor Opera Prima, en tanto que el voto popular ungió al film argentino La patota, de Santiago Mitre, con el Premio del Público.
FIC Punta cierra así una edición con altibajos. Desde lo estrictamente cinematográfico, el festival presentó una programación acotada pero potente en apariencia, a cargo del crítico uruguayo Jorge Jellinek, en la que además de la competencia también se incluyeron breves pero interesantes secciones especiales. Entre ellas se destaca la que se dedicó a la música, dentro de la cual pudo verse el documental Samba & Jazz, del brasileño Jefferson Melo. Con inteligencia, Melo se encarga de trazar las líneas que vinculan a ambos ritmos de raíces afroamericanas, poniendo relevancia en las evidentes pero poco mencionadas coincidencias culturales entre las comunidades negras de Río de Janeiro y Nueva Orleans, que tanto incluyen lo musical como la tradición del carnaval. También resultó positiva la incorporación de una sección nocturna de cine fantástico que intentó capturar la atención del público más joven y aportó bienvenida variedad a la programación.
Sin embargo, el 19 FIC Punta también padeció dificultades extra cinematográficas. En primer lugar las de orden técnico, sobre todo durante las tres primeras jornadas, todas ellas evitables y que causaron no pocos contratiempos en algunas proyecciones. Esta edición también ofreció a la prensa un marco de trabajo parcial, acotado sólo a algunas jornadas, que impidió realizar una evaluación más orgánica y justa del encuentro. Ambas objeciones tienen origen en un déficit de presupuesto que los organizadores se encargaron de subrayar desde la jornada inaugural, bajo las máscaras de la austeridad y la falta de tiempo. Tiempo y dinero: dos elementos insustituibles a la hora de organizar no sólo un festival de cine con la historia y la tradición del de Punta del Este, sino cualquier evento cultural. Ahora hay todo un año por delante para que la vigésima edición tenga la calidad artística y el nivel de producción que FIC Punta se merece.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Que el gran premio a la Mejor Película haya sido para La luz incidente, de Ariel Rotter, resulta una decisión difícil de discutir. Y una buena noticia para el cine nacional: está claro que el tercer largometraje del director argentino ya se perfila como uno de los grandes títulos del año, habiendo ganado también el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci) en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Tal como ocurrió en el encuentro marplatense, en Punta del Este su protagonista, la actriz Erica Rivas, también fue distinguida con el premio a la Mejor Actuación Femenina. Un reconocimiento que tampoco puede sorprender a nadie, en tanto Rivas viene dando desde hace años sobradas muestras de su talento, tanto en cine como en teatro y televisión, respondiendo con idéntica solvencia tanto al drama como a la comedia. Una versatilidad que La luz incidente expone en su justa magnitud. Rivas interpreta a una joven viuda, madre de dos bebas gemelas, que en los todavía no tan liberados años 60 intenta reconstruir su vida sentimental, pero a quien la trágica ausencia de su marido parece pesarle demasiado. Drama sutil pero con pincelazos muy precisos de comedia que atraviesan la historia con un humor ácido e incómodo, cuenta con el guión de Rotter que es un vehículo inmejorable para que el capacidad de Rivas se ponga de manifiesto de la manera más amplia. Dichos méritos, combinados con los estupendos trabajos de fotografía, arte y vestuario, hacen que los premios recibidos parezcan una cuestión de destino manifiesto. Por el momento La luz incidente tiene previsto su estreno en la Argentina para el mes de junio. Hasta entonces continuará con un itinerario a través de algunos de los festivales más prestigiosos del mundo, entre ellos el de Rotterdam.
Además de los premios a la película de Rotter, el jurado integrado por el actor y la directora argentinos Jean Pierre Noher y Paula de Luque; el actor y director brasileño Nelson Diniz; el escritor uruguayo Hugo Burel y el español Juan María Villar Betancort, decidió entregar el correspondiente a la categoría Mejor Director al portugués radicado en Brasil Ruy Guerra, quien participó del festival con su último trabajo, Casi memoria. Este drama construido a partir de elementos fantásticos, propone un recorrido por la vida de Carlos a través de su propia memoria, que va siendo expuesta a partir del encuentro del protagonista, ya grande, consigo mismo pero cuando aún era joven. De esa improbable reunión y merced un paquete de cartas de su propio padre, Carlos va reencontrando aquellos recuerdos que los caprichos de la memoria se empecinaron en ir desvaneciendo. Más allá de los méritos de la película, la lógica de este galardón parece sostenerse en la carrera de Guerra como cineasta, quien en su juventud formó parte de la generación que dio vida al llamado Cinema Novo, que encabezado por Glauber Rocha sacudió las estructuras del cine brasileño y latinoamericano en la década de 1960. Casi memoria también fue distinguida con una mención a la mejor fotografía. Por su parte, el mexicano Damián Alcázar obtuvo el premio al Mejor Actor de la competencia por su labor protagónica en La delgada línea amarilla, dirigida por su compatriota Celso García. También recibió una mención especial la producción uruguaya Clever, de Federico Borgia y Guillermo Madeiro (Uruguay), destacada como Mejor Opera Prima, en tanto que el voto popular ungió al film argentino La patota, de Santiago Mitre, con el Premio del Público.
FIC Punta cierra así una edición con altibajos. Desde lo estrictamente cinematográfico, el festival presentó una programación acotada pero potente en apariencia, a cargo del crítico uruguayo Jorge Jellinek, en la que además de la competencia también se incluyeron breves pero interesantes secciones especiales. Entre ellas se destaca la que se dedicó a la música, dentro de la cual pudo verse el documental Samba & Jazz, del brasileño Jefferson Melo. Con inteligencia, Melo se encarga de trazar las líneas que vinculan a ambos ritmos de raíces afroamericanas, poniendo relevancia en las evidentes pero poco mencionadas coincidencias culturales entre las comunidades negras de Río de Janeiro y Nueva Orleans, que tanto incluyen lo musical como la tradición del carnaval. También resultó positiva la incorporación de una sección nocturna de cine fantástico que intentó capturar la atención del público más joven y aportó bienvenida variedad a la programación.
Sin embargo, el 19 FIC Punta también padeció dificultades extra cinematográficas. En primer lugar las de orden técnico, sobre todo durante las tres primeras jornadas, todas ellas evitables y que causaron no pocos contratiempos en algunas proyecciones. Esta edición también ofreció a la prensa un marco de trabajo parcial, acotado sólo a algunas jornadas, que impidió realizar una evaluación más orgánica y justa del encuentro. Ambas objeciones tienen origen en un déficit de presupuesto que los organizadores se encargaron de subrayar desde la jornada inaugural, bajo las máscaras de la austeridad y la falta de tiempo. Tiempo y dinero: dos elementos insustituibles a la hora de organizar no sólo un festival de cine con la historia y la tradición del de Punta del Este, sino cualquier evento cultural. Ahora hay todo un año por delante para que la vigésima edición tenga la calidad artística y el nivel de producción que FIC Punta se merece.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.