Foto por SERENA CINELLI GARCÍA
El cine es un arte joven. Unos 120 años apenas, que parecen muchos en términos de una vida humana, pero apenas un suspiro si se los compara con los miles de años de desarrollo que llevan la literatura, la pintura, la música o la escultura. Como en toda familia, el cine ha heredado un poco de cada uno de sus parientes mayores. Incluso de la escultura: alcanza con recordar la célebre ocurrencia del cineasta ruso Andrei Tarkovski, quien lo definió como el arte de esculpir el tiempo. Nacido oficialmente durante el último lustro decimonónico, sin embargo es el arte más representativo del siglo XX, período en el que se convirtió al mismo tiempo en usina y reservorio del relato mítico. Una fuente que alimentó con sus universos y personajes la cultura popular alrededor del mundo, sin hacer distinciones. Todo el mundo sabe quiénes son Charlie Chaplin, el ratón Mickey, Scarlett O’Hara, Don Corleone, los Minions o Darth Vader y sus hijos. Todos conocen los leitmotivs musicales de Psicosis o Tiburón y los nombres de Hitchcock y Spielberg, pero también el de Woody Allen, aunque no hayan visto ninguna de sus películas. En esa capacidad para convertir a sus historias y protagonistas en parte de la vida cotidiana de millones de personas está no sólo el gran poder del cine industrial estadounidense, sino también su gran valor cultural. De todo eso (y de mucho más) escribe el crítico de cine Leonardo D’Espósito en su libro 50 películas que conquistaron el mundo (Paidós), que acaba de presentarse durante la trigésima edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En sus páginas el autor aborda uno a uno los cincuenta títulos más recaudadores de la historia del cine en los Estados Unidos. Para ello toma como plataforma una lista de las recaudaciones históricas ajustadas por la inflación, un catálogo que recorre la historia del cine sonoro estadounidense y, a la vez, auténticos hitos de la cultura global. Enumerar los cinco primeros puestos de esa lista alcanza para probar su eclecticismo y universalidad: Lo que el viento se llevó (1939), La guerra de las galaxias (1977), La novicia rebelde (1965), E.T. (1982) y Titanic (1997). La pregunta surge sola: ¿qué representan estas películas, que las distingue? ¿Se trata de un criterio estético o simplemente económico? ¿Es una categoría que habla de la manera en que se hace el cine o de la manera en que fue visto a lo largo de la historia? “Diría que el criterio es más numérico que económico”, reflexiona D’Espósito. “Por alguna razón estas películas recaudaron más que otras y la clave está en que fueron a verlas quienes siempre iban al cine y mucha gente más que no iba casi nunca, pero quería participar del evento que cada uno de estos films representa”. Sin embargo, hay una serie de elementos comunes que pueden ayudar a entender por qué llegaron a convertirse en hitos. “Siempre hay una apelación a la fantasía; sentimientos o emociones exacerbados; la resolución de una historia con una secuencia de acción donde las fuerzas morales cobran forma física; la intención de sumergir al espectador en el espectáculo. Todo eso habla de cómo se percibe el cine, de qué significa para los espectadores y de cómo se usa a las películas”. El autor explica que el criterio numérico de la lista le permitió “ir más allá del gusto propio” para “tratar de entender qué tienen en común obras tan distintas y entender a las sociedades que las volvieron éxito.”
50 películas que conquistaron el mundo es además una guía que toma al cine como excusa para hablar sobre otros temas: la percepción y representación de la realidad; la fantasía como símbolo y síntoma; la transmisión de las ideas, etc. Lo interesante es que, a medida que avanza, el lector puede darse cuenta de que este es sólo uno de los innumerables caminos a través de los cuales se puede recorrer el territorio del cine. D’Espósito sostiene que la idea del libro es sugerir al lector la búsqueda de un recorrido propio. “Eso es la verdadera crítica: establecer una conclusión personal y provisoria para que otro la discuta o busque las propias, coincida o no”. Para él es importante “demostrar que el crítico no es el control de calidad infalible de un film, sino alguien que comparte una mirada posible”. “Me resultaba interesante ir además por el Hollywood más popular posible y de ahí la adopción del criterio económico para la selección, porque resulta que estas películas, de manera infalible, son las que conoce todo el mundo, incluso quienes no las vieron. No son ‘las mejores’, pero sí las que, por alguna razón a veces inasible, cuajaron en el imaginario global”, explica el autor. “Pensar eso es también preguntarse qué tenemos los espectadores para fijar estas películas en la memoria.”
A lo largo del libro aparece de manera repetida la idea del cine como un arte popular, una mirada que contrasta con otra que alguna vez sugirió Lucrecia Martel, quien lo definió como un arte pequeñoburgués, dos miradas que contrastan pero que sin embargo no parecen oponerse. El cine bien puede definirse como una forma de expresión propia de quien puede sostener sus grandes costos económicos, pero que a la vez es consumida de forma popular. Pero cuál de estos dos puntos de vista se impone para definir al cine: ¿El del hacedor o el del espectador? “El libro toma el concepto de “pueblo” en el sentido más amplio y estrictamente etimológico posible: formar parte de una comunidad humana. Y en ese sentido todo arte es popular: busca que una comunidad encuentre y adopte un imaginario común”, sostiene D’Espósito. “Es cierto que el cine es un arte carísimo, incluso hoy. Pero hay algo que quienes rechazan a Hollywood nunca toman en cuenta: el hecho de que los hacedores del cine en serie ponían mucha atención a las reacciones del público. Es cierto, necesitaban vender para que la maquinaria siguiera funcionando, pero estas películas -y el libro busca demostrarlo - se hacían pensando en los deseos, necesidades, sueños y temores del público”, agrega y completa la idea. “Uno olvida que Dumas escribía por entregas y modificaba su narrativa muchas veces en pos de la reacción del público. El desarrollo de los géneros también proviene de esa interactividad. Y si bien el cine es el arte de la era industrial (el que requería de la industria para ser, el que se construye de acuerdo con la lógica industrial), también es el arte que refleja la mentalidad del ser moderno, del ‘pueblo’ que ha nacido y se ha educado en la sociedad industrial y luego digital”, concluye. Pero aclara que “ningún autor puede reclamar que su obra es ‘popular’, porque la popularidad en el sentido en el que hablamos se lo otorga el público. Lo ‘popular’ no es ni una categoría política ni una categoría económica y el gran cine clásico comprendió eso de manera clarísima y por eso es, fue y será popular en el sentido más amplio posible”.
El trabajo de rever estas cincuenta películas emblemáticas representó un desafío para un crítico de cine con la trayectoria y la experiencia de D’Espósito. “Empecé a verlas como capítulos de una novela que narra el romance del público con el cine. Y sí, me hizo más tolerante con algunas películas que antes odiaba, y menos con otras que amaba. Solo fui intransigente con La novicia rebelde, pero porque sentí que, aun con sus excelencias y todo, me parecía un desesperado intento de retroceso tanto formal como ideológico y estético. Pero digamos que, viéndolas como esa ‘novela’ imaginaria, las sentí mucho mejores, más lindas, más queribles”. Sin embargo aclara que esa mirada también tiene un riesgo: “que te gusten demasiado todas las películas que ves. Pero creo que quedé inmunizado: por nada del mundo me va a gustar La novicia rebelde.”
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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