En el Olimpo de los grandes libros, aquellos cuya materia son los diálogos suelen ocupar un lugar destacado. En principio porque invariablemente tienen como protagonista al menos a un personaje que no sólo debe ser lo suficientemente importante en aquella área en la que se destaque, sino que además debe cumplir con los requisitos de ser inteligente, ingenioso y, sobre todo, un gran conversador. El mejor ejemplo en la Argentina de este tipo de libros son los volúmenes que reproducen una serie de charlas radiales que Jorge Luis Borges mantuvo en 1984 y 85 con el periodista y también escritor Osvaldo Ferrari. Pero si aquellos libros, publicados originalmente por Editorial Sudamericana durante la segunda mitad de la década de 1980 y luego reeditados a la vera del siglo XXI, inmortalizan la genialidad de Borges ya no como escritor sino como conversador consumado, se debe no sólo a una capacidad propia sino a la habilidad de Ferrari para ocupar el rol de interlocutor. Un lugar nada menor, porque de él dependía no sólo el proponer los temas indicados para que el gran escritor argentino desplegara el babélico universo de sus conocimientos, sino que también sabía encauzar con mano firme el carácter digresivo y arbóreo del Borges oral.
Algo de eso también habita de manera parcial en Mis almuerzos con Orson Welles, extraordinario volumen que acaba de publicar Editorial Anagrama. Sus páginas agrupan, con curaduría del periodista Peter Biskind, una serie de diálogos que el actor y cineasta Henry Jaglom mantuvo entre 1983 y 1985 con Orson Welles, de cuya muerte se cumplen hoy 30 años. Las mismas tuvieron lugar durante una serie de almuerzos que ambos mantenían con regularidad en el restaurante Ma Maison de Hollywood. Se habían conocido a principios de los ’70 cuando Jaglom, 20 años menor, convenció a Welles de actuar en su primera película sin tener siquiera el esbozo de un guión. Bastó con que le ofreciera hacer el papel de un mago y permitiera que el personaje usara una capa para que Orson, que por entonces ya tenía el aspecto de un oso gordo y peludo, aceptara de inmediato. Desde entonces fueron amigos. Con el tiempo Jaglom acabó convirtiéndose además en el único promotor de la obra de Welles durante sus últimos años, en los que, debido a su carácter y a la fama de maldito que tenía en el ambiente de la industria del cine, casi no había podido filmar.
Percibiendo el entusiasmo de su amigo joven, Welles le propuso a Jaglom grabar las animadas conversaciones que sostenían durante aquellos almuerzos, pero con una condición que tiene algo de absurdo: le pide que esconda el grabador y que nunca le diga cuándo está grabando. Welles sabía que el sólo hecho de ver un micrófono haría que su parte actor se hiciera cargo de la conversación, convirtiendo aquellas charlas en una puesta en escena. Puede decirse entonces que Welles no sólo fue un consumado actor y director de cine y teatro, sino además un notable editor, ya que de no mediar el truco del micrófono escondido este libro no hubiera sido posible. De otro modo no caben dudas de que su protagonista nunca se hubiera permitido contar muchas de las anécdotas que se multiplican en sus páginas.
Un ejemplo notable al respecto es aquella acerca de Laurence Olivier, considerado de forma unánime como uno de los actores más grandes del siglo XX. “¡Siempre quiso ser tan guapo, tan bello!”, recuerda Welles a Olivier, con quien había compartido unos cuantos espectáculos teatrales. “Una vez bajé a su camerino después de una función y le sorprendí mirándose al espejo. Y lo hacía con tanto amor, con tanta pasión…Me vio y le entró vergüenza de haber sido sorprendido en un momento tan íntimo. Sin vacilar ni un segundo, sin embargo, y sin dejar de mirarse, me dijo que cuando se miraba al espejo, se enamoraba tanto de su propia imagen que casi no podía resistir la tentación de chupársela. Esa era su mayor pena, me dijo, que no podía chupársela ¡a sí mismo!” Con el mismo descaro cuenta intimidades que involucran a Humphrey Bogart, Tennessee Williams, Greta Garbo, Charles Chaplin, Rita Hayworth (con quien estuvo casado y de quien siguió enamorado aún después de separados) y Marilyn Monroe (con la que él mismo se atribuye una aventura previa al estrellato de la diva).
Pero los diálogos recogidos en Mis almuerzos con Orson Welles no se reducen a un inventario de chismes que nunca se sabe cuánto tienen de real y cuánto de una extraordinaria combinación de gracia, malicia y fantasía, sino que muchas veces se convierten en interesantes discusiones estéticas que abarcan el teatro, el cine e incluso la crítica. Nunca deja de sorprender que para cada tema Welles siempre tuviera una respuesta precisa y oportuna. Por su ácido sentido del humor, la calidad de su pensamiento y la velocidad para el retruecano ingenioso, Welles parece un digno representante de una dinastía de conversadores fabulosos como Oscar Wilde, Bernard Shaw o el propio Borges.
Es interesante notar que tanto las charlas entre Jaglom y Welles como las de Borges y Ferrari tuvieron lugar casi de manera simultánea: unas en alguna mesa de Ma Maison, en Los Ángeles; las otras en el estudio de Radio Municipal en Buenos Aires. Lo que pocos habrán notado es el portal que es posible abrir al poner en paralelo ambos diálogos: la entrada a un mundo conjetural en el que Borges y Welles –que no llegaron a conocerse en persona, aunque sentían mutua admiración— establecen un diálogo virtual en torno a El ciudadano (Citizen Kane, 1941), la primera película del estadounidense como director, considerada una de las mejores de la historia del cine. En el libro de Biskind, Welles le cuenta a Jaglom la mala recepción que tuvo su película al estrenarse en Inglaterra. “A algunos les pareció un refrito de Borges, y la criticaron mucho”, dice el cineasta. “También me dijeron que al propio Borges no le gustó. Decía que [El ciudadano] era pedante, lo cual me resulta muy extraño, no me parece que ese adjetivo case bien con la película. Y que era laberíntica. Y que lo peor de un laberinto es no encontrar la salida. Y que Kane era una película laberíntica que no tiene salida”, resume Welles, para terminar con una ironía con la que intenta dejar a salvo su honor y su orgullo (y su ego): “Borges es medio ciego, no te olvides.” Por su parte, el volumen Reencuentro. Diálogos inéditos reproduce una charla en la que Ferrari le propone a Borges recordar su época como crítico de cine en la revista Sur. Ahí el escritor –que no era medio ciego, como comenta Welles con gracia maliciosa, sino ciego del todo—, lejos del tono burlón que transmite la última frase de Welles, recuerda con algo de vergüenza que, a caballo de la libertad que la revista le daba para escribir lo que se le ocurriera, solía equivocarse bastante seguido. “Por ejemplo, yo escribí un comentario del todo indigno de un excelente film que se llamaba Citizen Kane de Orson Welles”, reconoce el escritor. “Y escribí ese comentario adverso no sé por qué, un capricho”, concluye como dándole la razón a Welles. Con ese acto de reparación concluye este diálogo imposible en el que los dos genios parecen abrazarse, cerrando un círculo que les hace justicia a ambos, amigándolos estéticamente, aún sin ellos saberlo, como un acto reparador justo antes de la muerte de ambos. Al fin y al cabo charlando se entiende la gente y así lo prueban estos libros.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
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