Difícil decir de qué se trata Alunizar, ópera prima de Pepa Astelarra y Lucas Larriera, ya no de manera sinóptica sino como objeto cinematográfico en sí mismo. La película se presenta como un documental de investigación, pero la sensación que se tiene al dejarse arrastrar dentro de la narración es la de ser testigos privilegiados de una enorme farsa. Una farsa de múltiples dimensiones en tanto que, como un juego de muñequitas rusas, es posible ir encontrando una cadena de artificios ocultos unos dentro de otros, sin saber nunca hacia dónde se disparará el relato con cada sucesivo eslabón. En ese mecanismo hay un evidente carácter lúdico que la sostiene y al mismo tiempo consigue salvarla de la intrascendencia que todo el tiempo amenaza con sepultarla en el cajón de las películas olvidables. En ese aceptarse como juego –que a veces parece un gesto voluntario y otras no tanto— está el mérito de un documental elíptico como Alunizar, que se atreve a elegir un tema que se encuentra sobre el límite del absurdo y al que aborda sin temor a cruzar del otro lado de esa frontera.
Desde el principio queda claro que hay algo de desencajado en la propuesta de Astelarra y Larriera, quienes a partir de un intento de reconstruir cinematográficamente la breve secuencia del primer paso dado en la Luna por el astronauta Neil Armstrong en 1969, concluyen que esa imagen mítica que desde entonces se ha dado por cierta es en realidad falsa. Pero no en el sentido megalómano de las teorías conspirativas tradicionales, aquellas que niegan la llegada del hombre al satélite terrestre vía Apolo XI y hasta arriesgan que en realidad se trata de un trabajo extraoficial realizado por Stanley Kubrick para el gobierno estadounidense.
Lo de estos dos chicos argentinos es más sencillo: que en realidad lo que se transmitió supuestamente en vivo y en directo como el primer paso de un hombre en la Luna es en realidad el segundo. Es decir, que aquel pequeño paso para un hombre que todos han visto alguna vez no es el de Armstrong, sino el que dio su compañero Buzz Aldrin un rato después. Los directores intentan demostrar que aquella transmisión no fue en vivo sino un montaje posterior y que el registro original del descenso de Armstrong permanece inédito. Todo eso desde la Argentina, sin consultar a ninguna fuente realmente confiable en el tema y por momentos más cerca de la ficción pura que del documental. Decisiones que los llevan a recoger testimonios inusuales (algunos de ellos al borde mismo de lo razonable) que motorizan esa sensación juguetona de deriva narrativa, que los empuja por los caminos menos sensatos pero ciertamente más entretenidos. Todo empaquetado en el formato del documental más riguroso y con una buena banda sonora de aires carpenterianos, que se atreve a dialogar de manera abierta con la ciencia ficción clásica. Un final con doble fondo parece indicar que Astelarra y Larriera ganaron el juego.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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