Es verdad que los primeros minutos de la película hacen olvidar por un rato el espantoso nombre que sus creadores le pusieron, porque esta vez no hay forma de echarle la culpa al señor que se encarga de rebautizarlas en castellano. Héctor, en busca de la felicidad es la traducción casi literal del título original, que a su vez replica el de la novela del francés François Lelord en la que está basada, y que de entrada se ocupa de dejar todo claro. No hay nada que adivinar: solamente, basándose en la torpeza de un nombre tan transparente, sentarse a esperar que todos los miedos de una historia bien pensante, llena de la luz artificial de la buena onda de laboratorio, empalagosa y, por supuesto, ultraconservadora, finalmente se hagan realidad. Por eso es una sorpresa encontrarse con que el breve primer acto de la película se dedica a dinamitar esos miedos, empezando a contar la vida de Héctor, un psiquiatra inglés muy atado al deber ser, a través de uno de sus sueños. Ahí se lo ve volar feliz en un biplano amarillo junto a su perrito, al que por desgracia pierde en uno de sus loops acrobáticos, para enseguida despertarse angustiado en las manos de su linda novia. Que ella esté interpretada por la británica Rosamund Pike, que se las hizo pasar negras al torpe marido que interpretaba Ben Affleck en Perdida, de David Fincher, provoca un escozor que tarda algunas escenas en desaparecer.
El asunto es que ella lo tiene a Héctor como a un chico: lo levanta, le prepara el desayuno, le hace el nudo de la corbata y lo despide en la puerta del departamento que comparten con las llaves en la mano. Con ayuda de un montaje muy dinámico, algunos recursos narrativos infrecuentes y un sentido del humor que parece no atarse a límites y convenciones, esos quince o veinte minutos consiguen crear una buena base para que, cuando el pobre Héctor decida irse de viaje a tratar de descubrir de qué se trata la felicidad en lugar de aceptar de inmediato la propuesta de su mujer de tener un hijo, todo sea perfectamente verosímil. Hasta acá la cosa se parece a una mesa bien servida, pero ahí se queda. Porque a partir del momento en que el protagonista, interpretado por el inglés Simon Pegg –un buen comediante que no siempre elige bien sus proyectos-, se sube al avión que lo llevará a China, la película empieza a caer, uno tras otro, en la lista de los miedos enumerados más arriba. Una especie de La increíble vida de Walter Mitty, parte 2, pero sin siquiera la pretensión de acceder, nunca jamás, a un nivel fantástico dentro de sus limitadas capas narrativas. Ramplona pero pretenciosa; preciosista y kitsch; Héctor, en busca de la felicidad realiza un retrato del mundo paternalista, condescendiente, moralista y zumbónamente bienintencionado, pero bajo la piel de cordero de una comedia desprejuiciada. Una máscara que le dura apenas un cuarto de hora.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
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