lunes, 9 de febrero de 2015

LIBROS - "Cartas de Rodez" (Lettres de Rodez), de Antonin Artaud: El Flaco, el Indio y el Loco

A veces a la realidad le gusta alinear determinados hechos independientes entre sí, creando constelaciones cuya nueva unidad resignifica a cada una de las partes, confiriéndoles un nuevo sentido. Pero la realidad, que es traviesa, lo hace en voz baja y con cara de otra cosa, fingiendo no tener nada que ver con el asunto y esforzándose por dejar claro que todo ocurrió porque sí, justo cuando ella miraba para otro lado. Pero todos saben que miente y que la casualidad, aunque el diccionario de la Real Academia se empeñe en definirla, no existe. No hay otra forma de entender que ayer, justo cuando se cumplieron tres años de la muerte de Luis Alberto Spinetta, el Flaco, primer artista proveniente del rock en ser homenajeado por la Biblioteca Nacional, esa misma casa abriera las puertas de la muestra El tesoro de los inocentes, dedicada a la obra de Carlos Solari, el Indio, otro rockero mítico. Uno de los hechos más interesantes que tienen lugar en ella, es la revelación de las lecturas e influencias literarias que el propio Indio reconoce a través de una carta, que la curaduría recoge en el estupendo catálogo de la muestra. Ahí menciona entre sus escritores favoritos a Kurt Vonnegut, Gerorge Gurdjieff, los integrantes de la generación beatnik, Tom Wolfe y Truman Capote entre otros. Pero el autor que más llama la atención en esa lista es uno al que el Indio menciona sólo por el apellido, haciendo una oportuna elipsis de nombre: Artaud. Sí, el mismo poeta y dramaturgo francés al que Spinetta homenajeó en un disco de 1973, bautizado simplemente así: Artaud. ¿Casualidad? No: constelación.
Hablando de Antonin Artaud, la editorial Descierto, dedicada a la publicación de poesía y textos vinculados de alguna manera con ese género, acaba de editar el libro Cartas de Rodez. Se trata de un volumen inédito en la Argentina, que recoge cinco cartas que el poeta escribió en 1945 desde su encierro en una institución mental en la ciudad de Rodez a Henri Parisot, uno de sus editores. No es mala idea hablar de un libro de Artaud el día después del aniversario de la muerte de Spinetta y de la apertura de la muestra de Solari, sólo para no estropear esta curiosa cadena de sentido, que tal vez el Flaco y el Indio preferirían definir como ciclo cósmico. 
Estas Cartas de Rodez son inmediatamente anteriores a ese notable ensayo que es Van Gogh, el suicidado por la sociedad, con el que guardan un vínculo íntimo. Es que gran parte la obra de Artaud, aún en su amplitud y variedad, tiene uno de sus ejes temáticos más desarrollados en la idea de la locura como enfermedad de encarnación social. Artaud, que pasó la mayor parte de su vida encerrado en manicomios y hospitales, se encargó de explorar los vínculos de la demencia con el arte; el papel que juegan las instituciones –religiosas, políticas y sanitarias- y sus miembros, ya no en la cura de la enfermedad sino en su sostén y demonización; y la utilización del estigma de la locura para mantener enajenados de la comunidad a aquellos miembros que, por ser difíciles de comprender, son sometidos al encierro y al olvido. Ese contacto paradojal con la realidad, que es a la vez lúcido y delirante, convierten a Artaud en una de las voces más potentes de un siglo como el XX, en el que el mundo antiguo reventaba en pedazos frente al empuje incontenible de la civilización occidental. 
En el prólogo de Cartas de Rodez, su traductor, Carlos Riccardo, reflexiona acerca de la necesidad incluso física que Artaud manifestaba respecto de su vínculo con la poesía y el teatro, a los que utilizaba como herramientas de contacto con el otro. “Cuando recito no lo hago para que me aplaudan, sino para sentir cuerpos de hombres y de mujeres”, dice Artaud, sometido a un encierro del que culpa a todos. “Si hace ocho años fui internado y desde hace ocho años me mantienen internado es a causa de una acción evidente de mala voluntad general que a ningún precio quiere que Antonin Artaud, escritor y poeta, pueda realizar en vida las ideas que manifiesta en los libros”. Artaud se sabía condenado y sus cartas destilan esa rabia. En una de ellas escribe: “Son las memorias de los poetas muertos las que se leen, pero, vivos, no se les haría llegar una taza de café o un vaso de opio para reconfortarlos”.
Heredero de los grandes poetas malditos de la Francia decimonónica, como Rimbaud, Baudelaire o Verlaine, Antonin Artaud se convirtió a sí mismo, aunque de manera no del todo voluntaria, en un experimento vivo de las vanguardias. La sociedad se encargó de transformar su vida en una pesadilla surrealista. No es casual que la primera generación de rockeros en la Argentina, que durante la segunda mitad de la década de 1960 se sentían ellos mismos atrapados dentro de una realidad que sólo les ofrecía las opciones del encierro o la expulsión, tomaran a Artaud como una referencia estética tan fuerte. Cartas de Rodez es una excusa oportuna para quienes quieran volver a leerlo y una puerta abierta para los que no conozcan su obra. El Flaco y el Indio estarían contentos de que hoy se hable de él gracias a ellos. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.

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