Cuando durante 1999 los hermanos Larry (hoy convertida en Lana) y Andy Wachowski terminaron de rodar su opus dos, seguro imaginaban un éxito; lo que no podían saber es que esa película, Matrix, representaría el desembarco definitivo de la tecnología digital en la industria cinematográfica. Estrenada poco más de un siglo después de que otros hermanos, los Lumière, echaran a andar el tren del cine como ya no se lo conoce (es decir: fílmico y físico), Matrix encarnó el triunfo de lo digital y lo virtual, marcando un hito estético y sobre todo tecnológico que trasciende la obra. Tres lustros después, los Wachowski construyeron una carrera que incluye dos secuelas de Matrix (2003), una psicodélica versión del clásico del manga y el animé Meteoro (2008) y la complicada antes que compleja Cloud Atlas: La red invisible (2012), firmada en trío junto al alemán Tom Tykwer. Con ninguna de ellas consiguieron siquiera rozar lo generado con Matrix. Su nuevo trabajo, El destino de Júpiter, no es la excepción y viene a poner otra vez en duda la solvencia de los Wachowski como cineastas.
Difícil afirmar que se trata de su peor película, porque tanto Recargado como Revoluciones, las secuelas de Matrix, eran tan malas que no es fácil decidirse por una de las tres. Ciencia ficción de nuevo, El destino de Júpiter es la historia de la Cenicienta pero sobreproducida y llevada al formato de una saga espacial en la que todo es desmesurado, barroco e inverosímil. Su preocupación por contar historias donde una fachada virtual enmascara la realidad –recurrencia que hasta puede vincularse al cambio de identidad transgénero de Larry a Lana–, acá termina convirtiendo drama en impostura y afectándolo todo, empezando por las actuaciones. Que Mila Kunis no es una gran actriz no es novedad, pero Channing Tatum venía dando muestras alentadoras tanto en el drama como en la comedia y ahora en cambio parece una marioneta perdida en un aquelarre digital. Pero el asunto está lejos de ser un problema aislado. Eddie Redmayne, ganador de un Globo de Oro y nominado al Oscar como mejor actor por su interpretación de Stephen Hawking en La teoría del todo (que también se estrena hoy), está tan insoportablemente afectado en el papel de un vengativo rey del espacio, que no dan ganas de ir a averiguar si tanto reconocimiento es justo o si, como siempre, la Academia distingue a cualquiera que interprete a un tullido.
El rubro sobreactuación tiene su correlato en la musicalización, que no deja escena sin saturar con orquestaciones épicas carentes de personalidad. Y qué decir del diseño de arte, que abusa de un monumentalismo tan recargado y rococó que las naves parecen el escenario ideal para un Almorzando con Mirtha Legrand intergaláctico. Si a eso se suma que ningún personaje genera empatía, que se abusa de los homenajes a otros clásicos de la ciencia ficción, que el argumento es tan básico como una telenovela pero con pretensiones de fábula social, que las partes graciosas no son graciosas, que las de acción aburren y que todo costó 175 millones de dólares, es fácil concluir que la tecnología podrá haber cambiado al cine, pero que todavía no se inventó un photoshop que disimule la falta de talento.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Totalmente de acuerdo en todo. Argumento sin pies ni cabeza, mala interpretación, pero, eso si, chicas y chicos guapos, efectos especiales en cada escena, vestuario y ambientación maravillosos. En otras palabras, tienen dinero, pero no saben como gastarlo.
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