En un utópico mañana, la humanidad se ha recluido en un edén futurístico donde todos son iguales; los males –los físicos y los morales– han sido erradicados, los sentimientos –los positivos y los negativos–, suprimidos, y los recuerdos del mundo anterior, borrados. Y cada quien ocupa un rol determinado y fundamental para la sociedad, roles que los mayores (los sabios/el Estado) reparten entre los chicos al dejar la adolescencia, en un ritual iniciático muy parecido a una ceremonia de graduación. Pero, claro, cuando una sociedad se define a sí misma como perfecta, siempre hay alguien que no es feliz, porque la justicia a costa de la libertad no es justicia.
La historia que cuenta El dador de recuerdos, del experimentado director australiano Philip Noyce, no es nueva, pero ése podría no ser un problema. El asunto es que se la ha escrito y filmado mejor. Lo han hecho Aldous Huxley, George Orwell y Ray Bradbury en sus novelas más famosas, y también Michael Bay en La isla (2005), Shyamalan en La aldea (2004), Kurt Wimmer en Equilibrium (2002) o Michael Anderson en Fuga en el siglo XXIII (1976), un clásico de la ciencia ficción clase B más influyente de lo que se cree. Todos ellos cuentan, con ligeras o profundas modificaciones, pero siempre de un modo más fino, original y rico, la historia que Noyce filmó adaptando el homónimo best seller para adolescentes de Lois Lowry. Como en los ejemplos dados, esta sociedad igualitaria se basa en un rígido control que prohíbe hasta el contacto físico en público. Y en donde las memorias ancestrales reprimidas han pasado a ser custodiadas por un único hombre (Jeff Bridges), cuyos recuerdos debe transmitir a un joven sucesor, quien pronto notará la injusticia que sostiene la igualdad de su mundo amnésico y se rebelará contra el sistema. Ese trabajo sobre la memoria histórica como derecho y soporte de la libertad es lo único más o menos novedoso de un tópico tan extensamente abordado (aunque la quema de libros de Farenheit 451 también tenía que ver con eso).
Es que se trata de un tema inagotable, de un dilema moral aún vigente y que por eso se sigue filmando: poner en conflicto los valores de la justicia y la libertad, ver cuál de ellos debe ser considerado el más alto y cuya concreción es deseable. En el mundo que proponen El dador de recuerdos y la mayoría de los antecedentes mencionados, la justicia y la igualdad son ilusorias, porque responden invariablemente a los intereses de una casta controladora. En ese contexto, la película toma una posición, pero de un modo un poco infantil, recurriendo permanentemente a ideas expresadas de manera epigramática y, peor todavía, sin vuelo cinematográfico, creando un universo en el que ni siquiera las actuaciones de dos fenómenos como Jeff Bridges y Meryl Streep, que hacen lo suyo de taquito, escapan a la chatura estética de lo políticamente correcto.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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