domingo, 16 de marzo de 2014

CINE - Terminó el 17° Festival de Internacional de Cine de Punta del Este: ¡Vamo arriba, Uruguay!

Tras una semana de cine llegó a su fin el Festival Internacional de Cine de Punta del Este, que ha última hora de ayer entregó sus premios en una competencia integrada por producciones latinoamericanas. Dentro de la misma, la presencia más fuerte fue la de Brasil, con tres películas, a las que se sumaron otras seis provenientes de la Argentina, Perú, México, Chile, Venezuela y Paraguay, estas dos últimas realizadas respectivamente en coproducción con España y Argentina. De gran variedad estética, las películas mostraron predilección por algunos tópicos como la problemática política e histórica de la región, la temática de género y las miradas sobre las diferentes idiosincrasias nacionales. Sin grandes favoritas, el film Tatuaje del brasileño Hilton Lacerda se terminó alzando sin embargo con tres de los cuatro premios oficiales del festival, los correspondientes a la mejor película, dirección y actor. Curiosamente el jurado decidió entregar una mención en el rubro Actuación Masculina, que recibió Diego Ruiz, protagonista del film de origen chileno I am from Chile de Gonzalo Díaz Ugarte, y declarar desierto el rubro de Actuación Femenina, en una decisión cuestionable que llamó la atención de todos los presentes. 
Ante el paisaje por lo menos gris de una competencia que apenas superó la media, la gran estrella de esta edición fue el cine uruguayo. Sin películas dentro de la categoría principal ni de los panoramas, los trabajos locales se limitaron a la función de apertura y a exhibiciones especiales que terminaron siendo el inesperado y bienvenido plato principal. El festival comenzó con Maracaná, documental dirigido por la dupla integrada por Sebastián Bednarik y Andrés Varela, que reconstruye la leyenda del campeonato mundial de fútbol obtenido por la selección uruguaya en el torneo que se disputó en Brasil, en 1950, cuando derrotó inesperadamente al equipo local. Hito no sólo de orden deportivo, el Maracanazo –nombre con el que se conoce a aquella gesta que sacudió como pocas al deporte más popular del mundo– es un acontecimiento central de la cultura uruguaya y parte fundamental del ser nacional al otro lado del Río de la Plata. 
Aunque los directores eligieron abordar el tema a partir de los recursos tradicionales del género, de las cabezas parlantes a un uso copioso del material de archivo (dentro del que se supone se encuentran buena cantidad de imágenes nunca antes vistas), saludablemente el relato dista de ser aséptico. Cargado de pasión futbolera y sobre todo de un espíritu heroico que no desentona con el carácter de patriada que aquel acontecimiento aún tiene para los uruguayos, puede definirse a Maracaná como un film épico. Al estilo de 300, la película de Zack Znyder basada en la historieta de Frank Miller que ya se ha vuelto un clásico a pesar de sus limitaciones, este documental es una versión futbolera de la batalla de las Termópilas, en la que la figura del inolvidable Negro Jefe, Obdulio Varela, prócer del fútbol uruguayo, es la reencarnación del espartano Leónidas. 
Con acierto la película pone en paralelo los contextos sociales y sobre todo deportivos de ambos países. Se opone así la fastuosidad con que Brasil se preparó para recibir el primer mundial de fútbol de pos guerra, a la gran crisis del fútbol uruguayo que por entonces venía de una huelga de jugadores, que había durado varios años y generado divisiones entre huelguistas y “carneros”. Por el contrario, Brasil era por primera vez en la historia el favorito excluyente a ganar la copa, privilegio que han mantenido desde entonces hasta la actualidad. Con inteligencia, Maracaná traza las parábolas inversas que recorrieron ambas selecciones: de cenicientas a héroes olímpicos los de celeste; de campeones consumados a genocidas de un sueño colectivo en el caso de los brasileños. Una curiosidad: la proyección contó con la presencia en sala de Alcídes Ghiggia, el otro gran héroe de aquella hazaña, único sobreviviente de aquel equipo y autor del gol que le valió a Uruguay su segundo título del mundo y al mismo tiempo dio vida a la leyenda más grande de la historia del fútbol. Su presencia, sumada al emotivo (y algo patriotero) montaje imaginado por Bednarik y Varela, crearon el ambiente perfecto. Eso explica que la secuencia que culmina en el 2 a 1, tras la corrida interminable de Ghiggia por la banda derecha, desatará el grito de gol de los 500 espectadores, convirtiendo a la sala Cantegrill en una tribuna, algo que en el siglo XXI es muy difícil de ver.
Otra de las producciones uruguayas proyectadas fue El lugar del hijo del montevideano Manolo Nieto, que fuera parte de la programación del último Festival de Cine de Toronto. La misma cuenta con la presencia del prestigioso director argentino Lisandro Alonso entre sus productores y algunos puntos de contacto estéticos y narrativos con el Nuevo Cine Argentino post Mariano Llinás. La película sigue contra viento y marea a Ariel Cruz, un joven militante universitario que ante la repentina muerte de su padre debe volver a su pueblo, en el interior uruguayo, para hacerse cargo de algunas cuestiones pendientes. Con notorias incapacidades físicas cuyo origen, con acierto, el relato no se ocupa de aclarar, Ariel Cruz realizará un itinerario con tres paradas que es a la vez uno y muchos, y que de alguna manera puede leerse como el descenso del Dante hacia el infierno. Por un lado el viaje lo llevará de la ciudad al pueblo y de ahí al campo, formando un triángulo social cuyos vértices se superponen con el recorrido que el personaje realiza entre sus vínculos con la política, el empresariado terrateniente y los trabajadores, espacios cuya credibilidad el guión de Nieto se encarga de demoler a golpes de ironía y sarcasmo. Nadie queda bien parado en el retrato escéptico que el director hace del Uruguay a través de su protagonista, una suerte de Forrest Gump que, como aquel, se va encontrando casi azarosamente ante situaciones puntuales que terminan por trazar un mapa ácido de la historia reciente de su país.
La presencia uruguaya en el festival se completó con los documentales Carretilleros de Aiguá, de Camila Rijo, el divertido Manual del macho alfa, en el que Guillermo Kloetzer asimila las conductas de humanos y lobos marinos, y El padre de Gardel, documental de corte clásico y fondo engañoso realizado por el director Ricardo Casas. Engañoso porque desde el título parece que sólo se trata de un trabajo que pretende aportar pruebas acerca del probable origen uruguayo del más grande artista popular argentino, pero en realidad es mucho más. Se trata de profundizar en la historia del coronel Carlos Escayola, uno de los hombres que forjaron el Uruguay decimonónico. Personaje fascinante, en Escayola confluían las figuras del señor feudal, del mecenas y benefactor de la vida cultural de la ciudad de Tacuarembó, del militar despiadado con los opositores y una vida familiar turbulenta, plagada de secretos de alcoba. La revisión de semejante figura histórica, de quién la película sospecha con bastante certeza que pudiera ser el padre del Zorzal, es también una mirada a una parte silenciada de la historia uruguaya que sirve para comprender mejor toda una época. En la charla posterior, Casas reveló que los descendientes de Escayola, obligados durante más de un siglo a callar la historia del hijo secreto del Coronel, están dispuestos a pedir los estudios de ADN que podrían ponerle (o no) un punto final a la discusión acerca del origen de Carlos Gardel.

Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de página/12. Para acceder al texto original, hacer click ACÁ.

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