La secuencia de títulos iniciales realizada con dibujos animados, adscribiendo a una estética muy de finales de los 60 y un aire lejano a los títulos de ciertas películas de Blake Edwards, no puede ser más promisoria. Desde allí, con sugerente música al tono, se adelanta con eficiencia cuáles serán las principales líneas que articularán el relato de Amor a mares, una historia En cubierta, debut cinematográfico del director Ezequiel Crupnicoff. Hay un escritor atribulado, un lujoso crucero con exóticos destinos, mujeres hermosas, hombres de dudosas intenciones, escarceos furtivos entre unos y otros, y un beso final que da comienzo a la película propiamente dicha. Que arranca cumpliendo lo prometido.
Luciano Castro (el bombero boxeador de la novela televisiva Sos mi hombre) es Javier, un joven y muy famoso escritor de novelas, algo fóbico luego de un desengaño amoroso, en plena crisis creativa. Andrés (Miguel Ángel Rodriguez), su agente literario, desesperado por la demora de su estrella en entregar siquiera el boceto de una novela decente, busca rescatarlo del alcohol y la carencia de musas embarcándolo en un transatlántico a todo trapo, convencido de que rodeándolo de lujo y exotismo conseguirá despertar el talento dormido de Javier. Y si no, al menos hacer que le robe alguna idea a Matesutti (Pompeyo Audivert), un escritorsucho, suerte de Salieri de Javier, pero que esta vez le ha ganado de mano con la idea del crucero.
Es sabido que el cine da changüín, que no hace falta ser demasiado original para de todas formas hacer una buena película, y que no hay que ser Peter Sellers (o Guillermo Francella, para establecer un estándar más o menos alto pero aun accesible) para hacer reír a la platea. Y con un elenco eficiente, dos o tres ideas rescritas con astucia y un poco de oficio, se puede hacer una comedia digna. Casi nada de eso ocurre en Amor a mares. Y si en algún sitio puede ubicarse el epicentro de sus problemas, es en la pretensión de escribir una comedia de personajes donde lo que justo no funcionan son sus personajes.
Porque, sí, es verdad que el elenco mayormente está. Pero a Miguel Ángel Rodríguez no le queda más que sobreactuar un puto fino para tratar de hacer reír desde el exceso. Pompeyo Audivert, talentoso hombre de teatro y probadas dotes para la farsa, debe minimizarse a un conjunto de mohines y morisquetas para ni siquiera redondear algo parecido a un personaje. Y Castro, a cargo del rol de galán, apenas aporta su galanura, porque no alcanza con un par de anteojos, una mirada huidiza y un persistente tartamudeo para hacer de Woody Allen. Ni hablar de los dos trolos (no hay otra forma de describirlos) que interpretan Germán Krauss y Santiago Ríos, que no tienen ninguna razón para estar en esta película. Apenas Gabriel Goity y Nacho Gadano, consiguen darle algo de carne a sus creaciones, más por conocer de antes los papeles que les han tocado en suerte, que por aciertos de la película.
Amor a mares quiere aportar al cine argentino una comedia de intención popular, pero lo hace desde una mirada cinematográfica perimida. Alcanza como prueba una apabullante banda sonora que no deja un solo segundo sin musicalizar, con melodías que sobrecargan el sentido obvio de las escenas y algunas hasta desvían la atención. Si en algo es eficiente la película es en promocionar los lujosos servicios de la MSC (Mediterranean Shipping Company), conocida compañía de cruceros. Si eso era lo importante, se cumple desde aquí en hacer llegar el chivo a los lectores.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
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