Pasó otro año y como todos los abriles desde 1999, el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires volvió a abrir sus puertas. El honor de dar comienzo al BAFICI le tocó esta vez a El último Elvis, ópera prima del joven Armando Bo, nieto del mítico director e hijo de Víctor Bo. Pero antes de eso, la noche de apertura estuvo signada por las demoras de un estricto operativo de seguridad que incluyó patovicas en los pasillos mismos del teatro 25 de Mayo, para evitar que se colara cualquier manifestación contraria al Gobierno de la Ciudad, como ocurrió en la apertura de la pasada edición. La película de Bo, que pronto tendrá su estreno comercial, era esperada con expectativa, no sólo por lo que la película misma pudiera representar, sino por el linaje y portación de apellido de su director. La historia narra la vida de Carlos Gutiérrez, un cuarentón que vive, entre otras cosas, de imitar al Elvis Presley en eventos de todo tipo. El problema de Carlos es que vive como si realmente fuera Elvis, pero con los dramas de cualquier proletario del conurbano bonaerense. El film tiene virtudes y defectos que no pueden soslayarse. En el haber puede mencionarse la calidad con que el film fue realizado y, sobre todo, el hallazgo de un personaje protagónico que a pesar de su sino trágico resulta tan atractivo como encantador. Para ello es fundamental el trabajo y la gran voz del actor John McInerny, que parece poner su vida en cada escena. Como punto negativo debe mencionarse un excesivo preciosismo puesto al servicio de retratar las miserias de personajes para los que parece no haber piedad en el universo de la película. Las escenas finales son un ejemplo acabado de todo lo afortunado y desafortunado que El último Elvis tiene para ofrecer y, con todo, no deja de ser un film recomendable.
Ya en competencia, Dromómanos, nuevo trabajo de Luis Ortega, dio inicio a la contienda nacional. Retrato de un mundo desquiciado, el film se asemeja a una pesadilla habitada de personajes que transitan por fuera de todo margen, e incluso más allá. Decididamente onírica en muchos momentos, prendida con crudeza a lo más doloroso de la realidad por otros, Dromómanos no escatima recursos para representar su universo de miserias y angustias. Allí dentro una pareja de enanos, una niña que sigue a un puerquito sin saber que va tras la muerte, un psiquiatra más psicótico que su paciente, y los feligreses de una iglesia evangélica, son apenas detalles de una película que parece pintada por El Bosco y que recién sobre el final, tarde, se permite el lujo de la esperanza.
En cambio La chica del Sur, también en Competencia Argentina, es otra cosa: la segunda película de José Luis García resulta un mecanismo documental tan riguroso como delicado. El director narra su experiencia como participante en una convención de juventudes socialistas de todo el mundo en 1989, en la entonces impenetrable Corea del Norte, un par de meses después de la masacre de la plaza Tiananmen, algunos antes de la caída del muro. Ahí fue testigo del caso de una joven surcoreana que consiguió franquear la estricta frontera que divide Corea, para compartir su alegato en pro de la unificación del país. Luego de convertirse en heroína en el norte, es detenida como traidora en su regreso al sur. Fascinado, el director vuelve a Corea 20 años después para saber qué pasó con ella, pero en ese regreso quizá se conjuran otras cuestiones: tal vez sin saberlo García este viajando a buscar en el pasado respuestas que él mismo necesite para el presente. La entrevista final entre el director y la chica del sur ahora convertida en señora, en el barrio coreano de Buenos Aires, es tan graciosa como emotiva. Aunque por momentos su narración peque de excesivamente formal (una elección estética que no necesariamente es un defecto), La chica del Sur representa un trabajo documental impecable, por el material que ofrece y la sutil carga emocional que esconde entre sus pliegues.
Continuará...
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Cobertura publicada originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
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