“¡Maten a Borges!” Esa orden, se dice, fue revoleada por Witold Gombrowicz a sus discípulos en 1963 desde la cubierta del barco que lo llevaba de regreso a Europa tras un largo exilio porteño. Desde entonces, la frase ha sido negada por quienes estuvieron presentes en esa despedida, pero la mitología suele ser más potente que la suma de mil realidades. Quizá el gran escritor polaco y el propio Jorge Luis Borges acordarían, cosa que hasta ahora no han hecho nunca, en que esa autenticidad mítica hace prescindible cualquier otro tipo de prueba material de la existencia de aquel anatema. “¡Maten a Borges!” es, entonces, un mandato concreto que deja abierta la posibilidad de un parricidio lacaniano. Uno de los consejos más oportunos que han recibido los escritores condenados a la gracia de compartir con Borges el campo fértil de la literatura argentina. Porque “matarlo” es la única forma en que cualquier otro escritor argentino puede trabajar con libertad, sin la pesada carga de tener que escribir en castellano como nunca nadie lo hizo antes. “Como escribirían los ángeles si supieran escribir “, según las palabras que eligió el eminente científico Mario Bunge para dar cuenta del carácter divino de la obra borgeana. Gombrowicz, mal que le pese, reconocía con aquella orden de Corleone literario la genialidad indiscutible del viejo ciego.
Treinta y cinco son los años que han pasado desde el 14 de junio de 1986, cuando el tiempo, el más piadoso de los sicarios, se tomó al pie de la letra aquella sugerencia y le puso punto final a la vida de Borges. Desde ese mismo día su obra no ha dejado de crecer, como si un oportuno Pierre Menard se encargara de volver a escribirla cada año, construyendo catedrales distintas siempre con las mismas columnas y enviando nuevas naves para unir una vez más la eternidad con lo infinito. Como si treinta y cinco años tampoco fueran nada, hoy todos siguen hablando de él como si todavía estuviera acá: los vivos y los muertos; los fantasmas y los libros; los que lo admiran de forma genuina y los que no pueden hacer más que resignarse a su genialidad. “De lo que estoy seguro es de que su prosa es la más notable que hoy se escribe en castellano. Pero es demasiado preciosista para ser un gran escritor. ¿Lo imagina usted a Tolstoi tratando de deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida o la muerte de uno de sus personajes?” El fragmento anterior hace referencia a Borges y pertenece a la novela Sobre héroes y tumbas. A través del mismo, su autor, Ernesto Sabato, aprovechaba para declararle a Borges su amor y su odio. Que en este caso, todos lo saben, son la misma cosa. Juntos de nuevo, ahora los dos tal vez estén volviendo locos a Dios y al Diablo con sus disputas metafísicas, al fin libres de las prisiones del tiempo y del espacio. Quién sabe.
Paradigma del escritor total, Borges se pasó la vida escribiendo, incluso cuando no escribía. César Aira anotó en su Diccionario de autores latinoamericanos que “lo mejor de Borges en su vejez había pasado a lo oral, a sus conferencias y, sobre todo, a las réplicas siempre ingeniosas, nunca obvias, casi siempre geniales, que prodigaba en los infinitos reportajes a los que era sometido.” Si hasta es responsable de historias ajenas que sin él carecerían de encanto. Abelardo Castillo cuenta en su libro Ser escritor que en los años ‘60 Bernardo Kordon afirmaba “haberle dicho a los escritores comunistas polacos: ¿Cómo van a publicar ustedes a Borges, si Borges es un escritor conservador?, y los polacos contestaron: Por favor, ni lo mencione, acá nadie se ha dado cuenta.” Nada mejor para destacar su genio que la pasión que despierta su obra en quienes, fuera de las letras, caminan por la vereda de enfrente. Seguro que a Borges le haría gracia que hoy lo lean y lo admiren y lo defiendan hasta los incorregibles. Quién sabe.
Deliberadamente solo –o casi solo, para no ser más injustos de lo necesario- la calma de un pueblito medieval convertido en ciudad resultó para él la antesala de todas las paces. Fue allá en Ginebra, Suiza, donde Borges dejó de escribir su vida hace treinta y cinco años. Se fue dejando atrás a sus amigos más queridos, a los amores desdichados, a las memorias infinitas y las bibliotecas capaces de contener al universo mismo. La muerte le dio cita en el norte a los 86 años, pero su brújula literaria no ha dejado de señalar siempre hacia el sur.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Soy muy poco original...¡Excelente!
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