miércoles, 12 de enero de 2011

CINE - El retrato de Dorian Gray, de Olivier Parker: Un clásico en su justa medida

Las adaptaciones de clásicos de la literatura al cine suelen ser un tema en el que pocas veces se ponen de acuerdo quienes defienden el respeto a ultranza del original y quienes conceden al adaptador el derecho a operar sobre la obra, a fin de lograr que el paso de un género a otro resulte una experiencia positiva. El caso de El retrato de Dorian Gray, la novela del irlandés Oscar Wilde con una veintena de adaptaciones declaradas, es paradigmático. Esta versión de 2009 del inglés Oliver Parker, encaja más en la última de esas dos facciones. No porque se aleje mucho de la novela, sino porque introduce pequeñas variantes que para nada complotan contra su eficacia.
Tampoco es que haya muchas vueltas para darle al conocido relato del joven inocente y virtuoso, quien tras ser retratado por un artista plástico se encuentra con la sorpresa de que ese cuadro que tan genuinamente captura su belleza, comienza a corromperse en la misma medida en que él se inclina hacia vicios y pecados, liberándolo del ocaso de la vejez. Como en la novela, todo el asunto gira en la relación triangular que liga al joven Dorian (Ben Barnes) con el pintor Basil (Ben Chaplin) y el aristócrata lord Wotton (el gran Colin Firth). Basil adora la transparencia del carácter de Dorian, que parece permitir que sus dones interiores se trasluzcan, y su cuadro es una metáfora de su intento por preservar inmaculada esa pureza. Por el contrario, Wotton es un disipado hombre de mundo, deseoso de entregarse a los placeres de la vida sin remordimientos, quien inculcará a Dorian sus valores.
Como en la novela, existe una tensión muy fuerte entre el acatamiento a la estrictas moral victoriana y la liberación de los deseos más allá de la culpa que imponían las normas de aquel tiempo. Tensión que de diferentes formas fue un tópico reiterado en la obra del irlandés. Sin embargo, fuera de época, en pleno siglo XXI es difícil ver vicios o lisa y llana maldad en las inclinaciones del joven Dorian Gray, sino la declinación de una época que cultivó la estética de la decadencia frente a una modernidad que lo avasallaba todo. Las supuestas aberraciones de Dorian no pasan de una potente inclinación hedonista, incluyendo cierta afición a las fiestitas y la diversidad sexual. Nada que hoy en día cualquier swinger del montón no practique por deporte en el living de su casa.
Tal vez el peor error al adaptar El retrato de Dorian Gray al cine, es insistir en el capricho de convertirlo en un relato de terror y esta versión no está libre, hablando de vicios, de esa licencia. Aunque la progresiva monstruosidad que va degradando la imagen de Dorian en el cuadro es descrita en el libro con notorio horror, la novela no pasa de ser una fábula moral, signo de esos tiempos decadentes, que no hace más que reflejar la adhesión de Wilde a las rígidas normas del puritanismo victoriano que, años más tarde, acabarían volviéndose en su contra. En cambio ha resultado un acierto extender la narración hasta entrado el siglo XX, recurso con el cuál acentúa el efecto de la juventud de Dorian entre sus avejentados contemporáneos. Y de paso permite un giro final, de algún modo shakespeareano, que le sienta bien y no es ajeno al trabajo de Oliver Parker. Es sabido que el inglés debutó como director con una versión de Otelo, protagonizada por Laurence Fishburne y Kenneth Branagh, y que sus siguientes películas fueron sendas adaptaciones de Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto, dos conocidas piezas teatrales de Wilde. Parece que Parker también probó y le gustó.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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