jueves, 16 de septiembre de 2010

CINE - Sofía cumple 100 años, de Hernán Belón: La memoria y el amor a primeras vistas

No es una idea descabellada pensar que muchas veces es posible acercarse a una película como a una mujer (las mujeres tal vez puedan pensarlas en masculino, como films). La belleza formal es apenas una primera capa superficial que encanta en lo inmediato, pero que no necesariamente conseguirá deslumbrar ni llegará a generar esa necesidad de más que permite a ese primer nivel desbordar hacia el siguiente. Es ese estado que a veces se llama amor (pero que también tiene otros nombres, menos solemnes, más pragmáticos) e implica una comunión más profunda, íntima, en la cual las fibras sensibles de un individuo y otro alcanzan un estrecho nivel de armonía. En el cine también hay algo físico, formal, que puede resultar atractivo a primeras vistas, pero que nunca alcanza por sí mismo para conquistar al espectador. Es necesario mucho más para que una película consiga penetrar hasta el hueso; pero cuando lo hace –como en el amor o como se llame–, hasta lo formal deviene accesorio.
El documental de Hernán Belón, Sofía cumple 100 años –que no por casualidad tiene nombre de mujer– es uno de esos casos donde no se necesita de una estampa de top model para sentir que es mucho lo que se ofrece, que hay tanto por compartir. Desde la primera escena se percibe que hay en ella sentidos secretos, un significado que sobrepasa lo dicho, lo filmado, lo editado. Un sentido más allá del primer nivel superficial de la mera sinopsis. Es por eso que enseguida aparecen preguntas, éstas u otras, que cada quien deberá tratar de responder. ¿Qué es lo que quiere contar una película que retrata a una mujer que está a punto de cumplir 100 años? ¿Qué pueden significar los 100 años de Sofía para una nación que apenas ha cumplido 200? Y sí, tal vez se trate de eso, de la memoria. Pero no de los recuerdos petrificados de la letra escrita, del bronce o del óleo. Se trata de la memoria todavía viva, en construcción, esa que requiere estar atento para no permitir que todo se escurra hasta el fondo del mar del tiempo.
Eso parece querer decir la mencionada primera escena. Todo ocurre en un comedor, frente a una mesa de desayuno, con el sonido de los pájaros mañaneros muy de fondo. Sentada de frente a la cámara, Sofía se pone sus audífonos. Primero el de su derecha y así sucede el milagro: también sube para el espectador el volumen a la izquierda del estéreo y los pájaros se escuchan ahí más fuerte. Lo mismo ocurre cuando se calza el aparato en la otra oreja: con ese truco simple se presenta un nuevo mapa sonoro, más nítido, más claro, más rico. Sólo se necesita atención y las herramientas adecuadas para que los detalles de la vida no se pasen así, opacos y sin huella. Y la memoria comienza a cobrar sentidos diversos, que vienen a entrelazarse en tres dimensiones para ir ganando cada vez más profundidad. Primero Sofía le dice a su médico, en una revisión casi rutinaria, que ha comenzado a tomar Memorex porque siente que viene “más o menos con los recuerdos”. Sin embargo, a partir de allí Sofía, más lúcida a sus 100 que cualquiera de los críticos de este diario, comienza a demostrar que su memoria funciona perfectamente. Recordará cómo conoció a su marido en 1932; la traumática muerte de su padre durante el terremoto de San Juan en 1944; su casamiento en el ’45; los nacimientos de sus hijos, de sus nietos; revivirá como una adolescente viejas disputas infantiles con Berta, su hermana menor, a partir del sentido de tal o cual foto tomada durante la niñez de ambas.
Entra en escena entonces la desaparición de uno de sus hijos, el exilio de toda la familia en Brasil, entre 1977 y 1984, y con todo eso llega el dolor, un motivo válido para no querer perder esa memoria que funciona bien, aunque no gracias al Memorex. Será que en realidad lo que más teme es olvidar, que el olvido es peor que la muerte, esa desmemoriada amiga de Sofía, que para alegría de todos se olvidó de pasarla a buscar. Otra de las historias de Sofía vuelve sobre el tema de la mejor manera posible: hablando de otra cosa. Cuando una de sus nietas le pide que revele cuál era el secreto para seguir teniendo relaciones sexuales con su marido, hasta que él murió a los 88 años, ella responde intencionada: “Será que con tu abuelo no hablábamos de sexo. Lo practicábamos”. No alcanza entonces con hablar para sostener la memoria; tampoco con Memorex: la memoria se practica todos los días. Como amar a una mujer, aunque tenga 100 años.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12.

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