Si hubiera que diagnosticar trastorno bipolar a alguna película, esa sería Una noche en el museo 2. No porque se sostenga en dos columnas narrativas paralelas bien definidas, una en el género de aventuras y otra en la comedia, sino porque a partir de esos soportes se derivan de manera inevitable dos series de consecuencias siempre enfrentadas. Tal vez hasta debiera hablarse de esquizofrenia cinematográfica.
Han pasado algunos años y Larry, el ex guardia nocturno del Museo de New York, se ha convertido en un exitoso empresario del “¡llame ya!”, famoso por inventar la linterna fluorescente. Pero él extraña su viejo empleo de sereno y a sus amigos, aquellas figuras de cera que todas las noches cobran vida, gracias a una piedra mágica perteneciente a las reliquias funerarias del faraón Ahkmenrah. La novedad es que a partir de una remodelación del museo, la mayoría de estos personajes han ido a parar a los depósitos del Museo Smithsoniano, en Washington. Y desde allí, la misma noche de su traslado, le pedirán ayuda a Larry por teléfono. Considerado el museo más grande del mundo, el Smithsoniano es el ámbito ideal para esta secuela. Sin embargo, comedia y aventura comienzan a tomar distancia. Mientras los gags en general se sostienen y algunos son realmente buenos, la aventura es apenas convencional. La mera persecución de la que es objeto Larry por parte del hermanastro celoso de Ahkmenrah, por diferentes espacios del colosal museo, sólo es una excusa para disparar situaciones o simplemente mostrar con vida famosas obras de arte, entre ellas El pensador de Rodin o el cuadro Gótico americano, de Grant Wood.
Más graves parecen dos manías que, por opuestas, muestran otra vez las dos caras de esta película. Aunque la línea de la comedia sea la más sólida del film, no deja de llamar la atención que los mejores chistes sean aquellos que se presentan de forma aislada, sin demasiada importancia estructural. El mejor ejemplo es el fabuloso duelo cómico que sostienen Ben Stiller y Jonah Hill, el ya famoso protagonista obeso de Supercool, que aquí interpreta a un guardia novato del Smithsoniano. Por qué la química natural que surge entre estos dos actores no es explotada a fondo, es uno de los misterios de Una noche en el museo 2. No sería extraño, conociendo la taimada filosofía del Hollywood actual, que los reserven para completar la trilogía. Contrario a esto, la película desperdicia dos grandes comediantes como Christopher Guest y el francés Alain Chabat, limitándolos a un Iván el Terrible injustificado y un Napoleón de receta, que con mayor peso en la historia (vaya paradoja) nunca terminan de resultar graciosos y son apenas utilitarios. Lo peor es el suicidio ideológico que comete la película abusando de la figura de Abe Lincoln. Presentado como el hombre que encarna los ideales norteamericanos más nobles, llama la atención que su gran aporte sea la maquiavélica sentencia “Divide y reinarás”, poco apropiada en boca de este prócer. En fin, toda herramienta es útil para ir formando a los George Bush del futuro.
Artículo publicado originalmente en el diario Página 12.
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