lunes, 1 de septiembre de 2008
CINE - Jumper: Saltar sin propósito
“Un gran poder implica una gran responsabilidad”: el tío Ben dixit pertenece a la trilogía del Hombre Araña, y contiene una cuota de sabiduría que acaba por hacer de Peter Parker un tipo agobiado por su propio don. Aunque en realidad refiere un concepto bastante elemental, nada demasiado profundo, alcanza para darle a la saga un alma moral que le otorga al héroe una plusvalía ética que sostiene a la historia más allá de lo anecdótico. Para una cultura como la norteamericana, cuyo máximo apetito parece ser la obtención de cierto confort sostenido en el dominio, la conquista y el consumo, esta convicción cobra una dimensión casi revolucionaria, noble a pesar de lo básico del argumento. En un mundo de castas cada vez más rígidas, siempre hay alguien debajo del propio zapato, y en algún momento todos tienen cierto grado de responsabilidad en la administración del poder. El dilema deja de ser así privativo de superhéroes o gobernantes, para convertirse en una disyuntiva incómoda para cada individuo, y la pregunta a responder es ¿qué se debe hacer con él? El protagonista de Jumper también es depositario de un don fabuloso, aunque al contrario de Parker, se encuentre a años luz de que esto le genere algún tipo de conflicto.
Adolescente traumatizado por el abandono materno, David (Hayden Christensen) descubre a partir de un accidente que es capaz de teletransportarse sobre el eje espacial de la realidad; algo similar al concepto de los viajes en el tiempo, pero en lugar de deslizarse entre el pasado y el futuro David puede ir de un sitio a otro sólo con un paso. Como viajar, pero evitando la parte aburrida: un salto, paseo por Roma; salto y turismo sexual por Londres; otro y a tomar mate en las pirámides; y a casa otra vez de un salto. Ante esas posibilidades, David decide escapar de un hogar y un padre difíciles, para mudarse a la ciudad, saquear las bóvedas de algunos bancos y vivir la vida loca. Pero no tarda en aparecer un grupo de hombres misteriosos que irán tras él.
Hasta acá podría ser el comienzo de una historia de ciencia ficción algo convencional, pero todavía con posibilidades de ser entretenida. Sin embargo la trama se vuelve un despropósito de calles cerradas y puentes rotos, en el que las contingencias comienzan a explicarse con argumentos que no se coligen de lo anterior, ni cobrarán sentido con nada de lo que venga después. Simplemente se mezcla la inquisición con los termotanques -aggiornado mejunje discepoliano- y dios es una máquina. Por desgracia, en este contexto se hace complicado alabar los aciertos técnicos de Jumper, impactante y muy efectiva en lo visual, o rescatar alguna actuación, como la de Jamie Bell, cada vez más lejos de Billy Elliot pero casi igual de efectivo en la piel de su personaje hosco e idealista. Al comienzo de la película se lo ve a David sentado en su lujoso y mal habido piso en Manhattan, viendo por televisión las imágenes de una catástrofe que bien podrían ser las del Katrina. Cuando el cronista se pregunta en off cómo sería posible ayudar a tanta gente desesperada, David se encoje de hombros y “salta” para no perderse de surfear las olas gigantes con que ese mismo huracán acaricia las playas de una lejana isla de los sueños. La legitimación del poder como otro mero instrumento de escapismo, en el peor de los sentidos que esa palabra puede tener Y aunque Jumper pretenda que el camino del héroe en algo ha cambiado a David, nada de esto sucede. La película termina dejando varios chicotes sueltos y sólo consigue que él se preocupe por sí mismo o por su novia: poco, pero al menos ya es algo.
(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página 12)
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