lunes, 1 de septiembre de 2008
CINE - El jardinero (Dialogue avec mon jardinier): Amistad en tiempos de cólera
La amistad, junto al amor, el odio, la venganza y otras pasiones, se encuentra entre los tópicos más comunes del cine (y de la vida), aquellos que los guionistas más que revisitar suelen repetir. Piedra angular de viejos clásicos como Amigos míos, de Mario Monicelli, o las más recientes Cuenta conmigo, Thelma y Louise o la cómica y nada superficial Supercool, el culto a la amistad ha sido objeto de diversas ofrendas cinematográficas. Aunque en un registro diferente, la historia que se narra en El jardinero, del francés Jean Becker, encaja perfectamente en esa lista algo apresurada y esquemática de películas, y hasta se puede decir que la amistad no es el único punto de cruce con ellas.
Cansado de la ciudad, o quizá obligado por una esposa que amistosamente le pide el divorcio, un pintor ya cincuentón se muda de París a un pueblo de la campiña francesa en el cual creció. Deseoso de transformar al viejo hogar paterno, ahora vacío, en un lugar más cercano a su recuerdo, el pintor contrata a un jardinero para rehacer el huerto que su madre cultivaba en el solar delantero de la casa. El destino hará que este jardinero sea un viejo compañero de travesuras escolares, y como si se tratara de una semilla que consiguió pasar el invierno al abrigo de su propia cáscara, aquel lazo de la infancia volverá a crecer de inmediato, estimulado por los diálogos cálidos y sencillos con que estos dos chicos grandes comienzan a ocupar sus tardes en mutua compañía. Rebautizados Jardinero y Pincel, los amigos harán memoria, hablarán del pasado y de sus expectativas, de sus mujeres -esposas, hijas, amantes- y claro, de jardinería y pintura. Simple contra complejo, casi como manifestaciones opuestas de lo humano, la película dejará entrever que esta dicotomía, como otras, no necesariamente es real, y que hasta es posible explicar y entender el arte desde el llano, sin excesos de intelectualización.
Igual que la libertad en Thelma y Louise, la inocencia en Cuenta conmigo y Supercool, o la juventud en Amigos míos, en El jardinero la pérdida y sus consecuencias cobrarán relevancia, hasta convertirse en un filtro obligado con el cual los protagonistas podrán tamizar la experiencia o aclarar la imagen a veces difusa que tienen de sí mismos. El film avanza echando mano al juego de las figuras y los símbolos, pero allí donde en otros casos estos suelen volverse mamarrachos, en El jardinero, sin alejarse demasiado del trazo grueso, el retrato de la amistad se hace convincente y la perdida en ciernes gana potencia en las composiciones de Auteuil y sobre todo de Darroussin; pero también en la sutileza de una musicalización medida, sin dobles intenciones, y de una fotografía pictórica, casi impresionista. Luminosa aun cuando más subterránea se va tornando, sobre el final El jardinero parece sugerir, como el Cándido de Voltaire, que cultivar el huerto sea tal vez el único fin trascendente de los hombres sobre la tierra.
(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página 12)
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