Cody es un pingüino antártico fanático del surf y de Gran Z, el surfista más famoso, desaparecido durante una competencia, en circunstancias trágicas, y su sueño es competir profesionalmente. Cuando un scouting llega al sur reclutando nuevos talentos para el torneo memorial Gran Z, Cody no deja pasar la oportunidad. En el viaje hará amistad con Pepe el pollo, prototipo del sedado surfista norteamericano, y ya en el trópico se opondrá al temible campeón, el Tanque Evans. En el camino lo sorprenderá el amor por Lani, una pingüina Baywatch que le salvará la vida cuando en un imprudente desafío al campeón, caiga desde lo alto de una ola gigante. Lani llevará al maltrecho Cody hasta la guarida de un pingüino entre ermitaño y despreocupado, con quien lo unirá una relación que será clave en la transformación del héroe.
Reyes de las olas simula ser un documental tipo reality, en el que una cámara sigue a los protagonista todo el tiempo, lo cual da pie a la utilización del efecto de inestabilidad propio de la cámara en mano, infrecuente en este tipo de films; eso, más un ritmo algo acelerado puede llegar a marear un poco, como algunos programas de TV, y eso no es un elogio. Como la mayoría de las películas de este tipo, parte de un guión que intenta ganar al espectador a partir de la acumulación de gags y, aunque con lo justo, en eso cumple. Pero el gran defecto de Reyes de las olas, es la predicha reiteración argumental. Porque el inexperto pero emprendedor Cody no es sino otra versión del Rayo McQueen, o de Rodney en Robots, que necesita de la experiencia de un veterano deprimido y autorecluido, que en este caso puede llamarse Gran Z, pero que antes fue Gran Soldador o Doc Hudson, en Cars, para derrotar al malvado de turno. Un abuso de la fórmula que marca sin dudas que el límite está muy cerca. Y dos expertos como Ash Brannon y Chris Buck, codirector de Toy Story 2 el primero y director de Tarzán el segundo, eso ya lo saben (o deberían).
(Artículo publicado originalmente en Página 12)
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