Noah y Emma son hermanos y su único gran problema son dos padres demasiado ocupados: él en sus negocios; ella, vaya a saber en cuál de las desesperaciones que suelen abrumar a las amas de casa del primer mundo. Un día los chicos encuentran en la playa una caja cargada con extrañas piedras, cristales y otros artefactos de utilidad desconocida, junto a un rústico conejito de peluche de nombre Mimzy. El contacto con esos elementos liberará en ellos cualidades sobrenaturales: él será capaz de intuir la estructura del universo y ella recibirá de Mimzy complejas revelaciones. Los padres no verán el cambio hasta que el maestro de Noah, profesor hippie con sueños recurrentes y novia haciendo juego, les revele que algunos dibujos de Noah no son sino milenarias representaciones del universo, y sus hijos, niños iluminados. La película llega al extremo de incluir una publicidad grotesca - un chivo- con la excusa de dar a la trama un giro tan arbitrario como las conclusiones que sacan algunos de los personajes.
Hay que reconocerle a Shaye cierta habilidad narrativa para que todo esto y mucho más, se resuelva de manera más o menos amena y comprensible en una escueta hora y media, aunque a veces dios sea una máquina. En el camino intenta ser metáfora de algunos miedos y males en boga al norte del río Grande, sin agregar nada que ya no hayan dicho Michael Moore o Al Gore en sus promocionados documentales. Suerte de fantasía new age, especie que comparte con la fallida La dama en el agua, de Shyamalan, o el abominable docu- drama ¿Y tú qué sabes?, y cuya mejor cara se vio en E.T. o Encuentros cercanos, en manos de Steven Spielberg, Mimzy no es una película infantil, pero puede resultar entretenida para chicos de 10 a 15 años todavía no iniciados en este subgénero. Para el resto, apenas la voz siempre herida de Roger Waters sobre los títulos finales, preguntando esta vez si hay alguien ahí adentro. Bob Shaye lo hizo.
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