Teniendo en cuenta el papel de herramienta de penetración cultural y comercial con que muchas veces se utiliza al cine, no es raro que una película sobre los orígenes de la cadena de comida rápida McDonald’s y el hombre tras su crecimiento pueda generar suspicacias. Como Ray Croc –ese hombre, paradigma del selfmade man--, Hambre de poder representa una metáfora que puede aplicarse tanto al capitalismo, sus valores y mecanismos, como a los Estados Unidos, su principal promotor. Dirigida por John Lee Hancock, la película retrata el ascenso de Croc en el mundo de los negocios, cuando con poco más de 50 años pasó de simple viajante de comercio a artífice de una de las marcas más exitosas del mundo. Una de esas que junto a Coca-Cola, Nike, Apple o Marlboro (ahora ensombrecida por las políticas anti-tabaco) lograron convertirse no sólo en la crema de la heráldica comercial de los Estados Unidos, sino en mascarón de proa de la cultura del híper consumo global.
El relato comienza dándole la razón a quienes abriguen sospechas. Durante la primera mitad, Croc aparece como un viajante convencido de que la voluntad es el motor del éxito, quien recorre las rutas de Estados Unidos tratando de vender máquinas para preparar leches malteadas. Así llega hasta la hamburguesería que los hermanos Mac y Dick McDonald abrieron en 1948 en San Bernardino, California, donde conoce el sistema de fast food inventado por ellos. Maravillado por el concepto y la estética, Croc se ofrece a dirigir un sistema de franquicias que expanda la marca por el país. El alegato con que logra convencer a los hermanos de que sus Arcos Dorados pueden erigirse en un símbolo de reunión para todos los norteamericanos, junto con la bandera y la cruz cristiana, es el clímax de esa primera mitad en que la película amenaza con convertirse en una oda a los ideales del american dream y el american way of life.
Pero las diferencias entre Croc y los McDonald acerca de cómo llevar adelante el negocio acaban generando una brecha. Es ahí donde Croc muestra su otra cara, menos amable, donde aquel idealismo se revela como mero discurso tras el cual se oculta un pragmatismo que pone a la rentabilidad por encima de las personas. Lejos del panegírico, en su segunda parte Hambre de poder expone la crueldad, el oportunismo y la ambición del hombre, y a un sistema que tolera la rapiña y las trampas (que no por contar con un soporte legal dejan de ser trampas) por sobre el trabajo y la honestidad. El relato deviene en paradoja acerca de la dificultad de retratar al capitalismo y sus reglas sin exponer los peligros de dejarlo librado al individuo y al laissez faire. Y tal vez no exista un actor más oportuno que Michael Keaton para ponerle cuerpo a esa ambigüedad y a la dualidad de un personaje con una historia como la de Croc.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
viernes, 31 de marzo de 2017
jueves, 30 de marzo de 2017
CINE - "La vigilante del futuro" (Ghost in the Shell), de Rupert Sanders: ¿Sueñan o no sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Parece que después de tantos años la pregunta sigue sin respuesta: ¿sueñan o no los androides con ovejas eléctricas? Tal el dilema que Philip K. Dick –uno de los vértices del triángulo fundamental de la ciencia ficción estadounidense del siglo XX, junto a Isaac Asimov y Ray Bradbury– planteaba desde el título de su novela más popular en buena medida gracias a Blade Runner, adaptación al cine realizada por Ridley Scott en 1981. La cosa renueva su pertinencia con el estreno de La vigilante del futuro: Ghost in the Shell, de Rupert Sanders, cuyo fondo vuelve a ser más o menos el mismo: ¿qué es una persona? ¿Cómo se constituye un sujeto de derecho? O más en profundidad, ¿qué es y cómo se construye la identidad? Temas que también abordaron el inglés Brian Aldiss en el cuento “Los superjuguetes duran todo el verano” que Stanley Kubrick planeaba llevar al cine, proyecto que heredó y finalmente concretó en 2001 Steven Spielberg con Inteligencia Artificial, o el ahora redescubierto Paul Verhoeven en su clásico Robocop (1986).
La humanidad ha dado un salto evolutivo hacia un mestizaje cibernético, en el que las personas son un híbrido entre lo humano y lo robótico. El hecho no sólo implica una mejora científica de las facultades propias de lo humano, sino la ampliación radical de lo que un cuerpo es capaz, reuniendo lo mejor de su naturaleza (la inteligencia y su eventual aplicación) con el potencial de la tecnología. En ese contexto, una corporación industrial ejerce el monopolio del negocio de la biotecnología, recogiendo los beneficios comerciales de la nueva realidad, convirtiéndose así en un peligroso actor político. En un universo distópico como los que suele presentar este tipo de ciencia ficción, la apuesta de llevar al extremo los presupuestos del capitalismo siempre incluye un grado de crítica social, haciendo que el malo de la película sea el propio sistema, incapaz de poner límites a la ambición humana.
En medio, una mujer de cuerpo robótico cuya única parte humana es el cerebro, fusión que representa la extensión ilimitada de la vida o la conciencia, en tanto dicha conciencia –el ghost (o fantasma; o alma) del título– habita un cuerpo que puede ser reparado o mejorado a perpetuidad, encarnando la aspiración máxima de dicha tecnología. Que esta mujer sea la agente estrella de un comando de élite que trabaja para el gobierno, aunque sigue siendo propiedad de Hanka, la corporación que la hizo posible, permite que las cuestiones existenciales queden subsumidas a una trama más interesada en aprovechar la espectacularidad visual del cine de acción, el policial y el thriller.
La película está basada en el manga (historieta japonesa) homónimo, género dentro del cual constituye un clásico de su era dorada, la década de 1980, junto con títulos como Appleseed, ambas del artista Masamune Shirow, o Akira de Katsuhiro Otomo, las tres adaptadas al cine como animés. Aquella versión de Ghost in the Shell, dirigida por Mamoru Oshii y estrenada en 1995, acabó convirtiéndose en una influencia estética fundamental para la ciencia ficción cinematográfica contemporánea. De hecho es posible que al reconocer los múltiples puntos de contacto entre la película de Sanders y, por ejemplo, Matrix (1999), lo primero que se piense es en el influjo de la película dirigida por los entonces hermanos Wachowski (hoy hermanas), cuando en realidad ambas responden al diseño y la puesta en escena del film de Oshii.
La búsqueda de la identidad perdida (o la constitución de una nueva) por parte de la protagonista, va cobrando peso a medida que el relato avanza. Lo mismo ocurría en la citada Blade Runner, ineludible fuente de inspiración para esta versión de Ghost in the Shell, aunque acá lo estético acabe ganándole la pulseada a lo narrativo. La utilización de la tecnología digital para la creación de personajes virtuales hace que en muchos pasajes la película se parezca más a un videojuego que a un producto cinematográfico, demostrando que aún se está ante los primeros pasos de un lenguaje que, es de prever, seguirá conquistando cada vez más espacio en el cine industrial. En este contexto de supremacía estética, la elección de Sacrlett Johansson para el rol protagónico es perfecta. Aunque en este caso no sea por sus virtudes dramáticas, sino porque su cuerpo y sus rasgos encajan de manera inmejorable en el molde estético del manga y el animé.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La humanidad ha dado un salto evolutivo hacia un mestizaje cibernético, en el que las personas son un híbrido entre lo humano y lo robótico. El hecho no sólo implica una mejora científica de las facultades propias de lo humano, sino la ampliación radical de lo que un cuerpo es capaz, reuniendo lo mejor de su naturaleza (la inteligencia y su eventual aplicación) con el potencial de la tecnología. En ese contexto, una corporación industrial ejerce el monopolio del negocio de la biotecnología, recogiendo los beneficios comerciales de la nueva realidad, convirtiéndose así en un peligroso actor político. En un universo distópico como los que suele presentar este tipo de ciencia ficción, la apuesta de llevar al extremo los presupuestos del capitalismo siempre incluye un grado de crítica social, haciendo que el malo de la película sea el propio sistema, incapaz de poner límites a la ambición humana.
En medio, una mujer de cuerpo robótico cuya única parte humana es el cerebro, fusión que representa la extensión ilimitada de la vida o la conciencia, en tanto dicha conciencia –el ghost (o fantasma; o alma) del título– habita un cuerpo que puede ser reparado o mejorado a perpetuidad, encarnando la aspiración máxima de dicha tecnología. Que esta mujer sea la agente estrella de un comando de élite que trabaja para el gobierno, aunque sigue siendo propiedad de Hanka, la corporación que la hizo posible, permite que las cuestiones existenciales queden subsumidas a una trama más interesada en aprovechar la espectacularidad visual del cine de acción, el policial y el thriller.
La película está basada en el manga (historieta japonesa) homónimo, género dentro del cual constituye un clásico de su era dorada, la década de 1980, junto con títulos como Appleseed, ambas del artista Masamune Shirow, o Akira de Katsuhiro Otomo, las tres adaptadas al cine como animés. Aquella versión de Ghost in the Shell, dirigida por Mamoru Oshii y estrenada en 1995, acabó convirtiéndose en una influencia estética fundamental para la ciencia ficción cinematográfica contemporánea. De hecho es posible que al reconocer los múltiples puntos de contacto entre la película de Sanders y, por ejemplo, Matrix (1999), lo primero que se piense es en el influjo de la película dirigida por los entonces hermanos Wachowski (hoy hermanas), cuando en realidad ambas responden al diseño y la puesta en escena del film de Oshii.
La búsqueda de la identidad perdida (o la constitución de una nueva) por parte de la protagonista, va cobrando peso a medida que el relato avanza. Lo mismo ocurría en la citada Blade Runner, ineludible fuente de inspiración para esta versión de Ghost in the Shell, aunque acá lo estético acabe ganándole la pulseada a lo narrativo. La utilización de la tecnología digital para la creación de personajes virtuales hace que en muchos pasajes la película se parezca más a un videojuego que a un producto cinematográfico, demostrando que aún se está ante los primeros pasos de un lenguaje que, es de prever, seguirá conquistando cada vez más espacio en el cine industrial. En este contexto de supremacía estética, la elección de Sacrlett Johansson para el rol protagónico es perfecta. Aunque en este caso no sea por sus virtudes dramáticas, sino porque su cuerpo y sus rasgos encajan de manera inmejorable en el molde estético del manga y el animé.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 25 de marzo de 2017
LIBROS - Rodolfo Walsh y sus Cuentos de los Irlandeses: Postales de una escuela
Diseño de postales: Pablo de los Santos y Julio Jiménez
Descendiente de una familia de sangre irlandesa, Rodolfo Walsh asistió entre 1937 y 1940 a varios colegios de pupilos dedicados a recibir a los huérfanos y los hijos de las familias más pobres de dicha colectividad. Ya grande Walsh recuperó la experiencia de aquellos años en tres cuentos, hoy célebres, a los que se suele agrupar bajo el rótulo informal de Serie de los Irlandeses. En ellos cuenta la vida y supervivencia de aquellos chicos parcos en el ambiente hostil de una escuela católica conservadora, rígida, muchas veces cruel, en donde los vínculos de agresión suelen signar sus relaciones, pero también las que los adultos, sobre todo los celadores, establecen con ellos.Narrados con un tono épico, dichos relatos recrean el sentimiento casi de exiliados que compartían esos alumnos “condenados” a vivir en la escuela. Basta hacer memoria e imaginar la propia infancia para entender que no es posible atravesar una experiencia semejante sino como un castigo desmedido, aunque no necesariamente lo sea. Así lo certifican los cuentos “Irlandeses detrás de un gato”, “Los oficios terrestres” y “Un oscuro día de justicia”, publicados por Walsh entre 1967 y 1970.
Los tres relatos están ambientados en el Instituto Fahy, una de esas escuelas a las que el escritor asistió como alumno, fundada por la comunidad irlandesa en la ciudad de Moreno, que por entonces era el medio del campo y hoy representa el confín oeste del conurbano. Su construcción monumental se presenta como una especie de laberinto abierto para los niños que protagonizan los cuentos, de donde podrían salir cuando quisieran, pero simplemente no pueden. Uno de esos cuentos, "Los oficios terrestres", aborda justamente el sentimiento de reclusión y la ansias de libertad a través de uno de esos chicos, que siente a la vida en el internado como una instancia de opresión y tristeza. El colegio es percibido como un espacio casi gótico, incluso como anterior al tiempo histórico en el que se supone que los hechos relatados tienen lugar.
"Un oscuro día de justicia" es el último de los tres cuentos de la serie. Ahí un celador psicótico al borde del delirio místico manipula a los alumnos para organizar peleas en el dormitorio, antes de irse a dormir. Su objetivo es claro: maltratar de manera indirecta, a través de los puños de otro, a uno de los chicos que están a su cargo. Pero luego de varias palizas, que recibe con valentía y sin dejarse intimidar, el niño le escribe a su tío en busca de ayuda y este promete ir hasta el colegio un domingo, para poner al celador en su lugar. A través de la pluma de Walsh, esa promesa equivale a la liberación del yugo de poderoso. Los chicos comienzan a imaginar la llegada del tío, hasta convertirlo en héroe. Pero si en algo coinciden los tres textos que conforman esta serie es en el fondo de amargura que, como pus encapsulado, siempre acaba supurando al final de cada texto.
Walsh no dudaba en definir a "Un oscuro día de justicia"como el más político de los tres cuentos. En una entrevista realizada por Ricardo Piglia en 1970 y que hoy forma parte del libro Un oscuro día de justicia / Zugzwang, publicado como la totalidad de su obra por Ediciones de la Flor, Walsh reflexiona acerca de su propio texto:
“En este cuento se empieza a hablar del pueblo y de sus expectativas de salvación representadas por un héroe, es un héroe externo, es decir, no deposita sus expectativas en sí mismo, sino en algo que es externo, por admirable que pueda ser... creo que la clave de la iluminación, de la comprensión sobre la relación política de este caso entre el pueblo, por un lado, y sus héroes, por el otro, está en el final, cuando dice '...mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió...', y después, más adelante, cuando dice '...el pueblo aprendió que estaba solo...', y más adelante '...el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza...'. Creo que ese es el pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo e inclusive a las expectativas revolucionarias que aquí se despertaban o se despertaron con respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara, que murió en esos días, te das cuenta, la agente que te decía: 'si el Che Guevara estuviera aquí entonces yo me meto y todos nos metemos y hacemos la revolución...'. Concepto totalmente místico, es decir, el mito, la persona, el héroe haciendo la revolución en vez de ser el conjunto del pueblo cuya mejor expresión es sin duda el héroe, en este caso el Che Guevara, pero que ningún tipo aislado por grande que sea puede absolutamente hacer nada, es decir, cuando se delega en él lo que es una cosa de todos no se da el proceso, no se puede dar. Creo que ésa es la lección que ellos aprenden ese día; no es un tipo venido de afuera porque no hay ninguna connotación peyorativa para el tipo que viene de afuera, que pelea, se juega y es un héroe. No deja de ser un héroe por el hecho de que el otro lo cague a patadas, pero lo que ellos aprenden es que ellos, en una segunda instancia, si es que ellos se la quieren cobrar con respecto al celador, se tienen que combinar entre ellos y ellos cagarlo a patadas entre todos. Esa es la lección."
El Instituto Fahy sigue activo, pero ya no como escuela de pupilos exclusiva para varones. Esta modalidad se mantuvo hasta mediados de la década de 1990, cuando el colegio se reconvirtió en escuela mixta para alumnos externos del nivel primario y un secundario con especialización agraria. Los cuentos de Walsh no solamente recrean de manera vívida y detallada la vida dentro del colegio, sino también su arquitectura, que es descripta por él con sumo detalle a través de sus narradores. Esta producción gráfica de Tiempo Argentino busca ilustrar aquellos relatos con estas postales que sirven como avatar fotográfico de varios de los espacios aludidos en los textos de Walsh.
Él mismo confesó en su momento que la idea era forjar a partir de esos tres cuentos, a los que luego le sumaría por lo menos otros dos, una novela fragmentaria que respondiera a ese formato primitivo en el que una serie de textos unitarios, pero organizados en torno de un eje que los atraviesa a todos, acaba convirtiéndose en una unidad narrativa con vida propia. Aunque su militancia y su trágica muerte nunca le permitieron concretar ese objetivo, los tres cuentos bien pueden ser leídos de forma independiente o como capítulos de una breve novela inconclusa. Así se refería a su proyecto en aquella misma entrevista firmada por Piglia:
“En la Serie de los Irlandeses, que por ahora son estos tres cuentos, evidentemente hay una recreación autobiográfica pero, quizá, no tan estrecha como podría parecer. Lo autobiográfico es nada más que un punto de partida, una anécdota y a veces ni siquiera una anécdota entera sino media anécdota. Porque yo estuve en dos colegios irlandeses, uno en Capilla del Señor, que era un colegio de monjas irlandesas en el año ‘37 y después en el ‘38, ‘39 y ‘40 estuve en este otro, el Instituto Fahy de Moreno, que era un colegio de curas irlandeses. En este sentido hay una realidad mixta, ¿no es cierto?, porque hay un mundo de irlandeses pero al mismo tiempo es la Argentina, y es indudablemente en la Argentina, es decir, hay una burla acerca de uno de los personajes, no sé si en este cuento o en cuál de los cuentos, que dice que uno de los personajes pretendía ser descendiente de reyes y no de humildes chacareros de Suipacha. Cada tanto eso está, está porque estaba, el mundo se vivía así, doblemente...”
Hace no mucho la biblioteca del Instituto Fahy fue bautizada con el nombre de Rodolfo Walsh y está ubicada en lo que antiguamente era uno de los dormitorios descriptos en sus cuentos. Sin dudas en esa decisión habita un modesto acto de justicia, luminoso, para nada oscuro.
Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar
viernes, 24 de marzo de 2017
DISCOS - 10 Canciones con mar de fondo: Extrañando las vacaciones
La temporada ya atravesó el meridiano de su primera mitad y de a poco se va cerrando. Con el final del verano llega también la sensación de que recién ahora el nuevo año se dispone a comenzar de manera oficial, porque el tiempo de las vacaciones siempre es percibido más como una continuidad del año anterior que como inicio de un nuevo período. Como sea, las vacaciones se terminan y junto con ellas es posible sentir
que también es la juventud la que se va yendo un poco, en una sangría
mansa que durará toda la vida. Por eso añoramos las vacaciones, deseando
que vuelvan pronto: para engañarnos, para volver a creer, en contra de
toda evidencia y toda lógica, que la juventud nunca se acaba. Pero el
verano pasa sus páginas finales y la nostalgia por lo que ya nunca más
tendremos no se hace esperar.
La música es uno de los mecanismos de evocación más efectivos, muy útil a la hora de rescatar de la memoria las emociones más caras y su poder puede ser de gran utilidad en momentos como este. No suena nada mal la idea de buscar algunas canciones que incluyan en sus mezclas las sonoridades del mar, paisaje vacacional por excelencia, y funcionen como placebo. Canciones que nos permitan volver a oír cuando querramos el sonido del agua rompiendo sobre la arena de una playa; el de las gaviotas al planear por encima de las olas; el del viento arremolinándose en los oídos para producir un eco similar al del interior de aquellos caracoles en donde, como nos enseñaron de chicos, todos sabemos que habita el sonido del mar. Desde este espacio nos atrevemos a sugerir diez de ellas, de la más variada extracción estética. Diez canciones con mar de fondo que nos ayudarán a no olvidarlo y, es posible, a extrañarlo todavía más. Este será el riesgo a correr.
Porque el mar no ha sido siempre ni todo el tiempo la representación del placer lúdico y el descanso, sino más bien la de sentimientos románticos como la soledad, el desengaño o la pérdida. Alcanza con quitarle el sol a ese paisaje e imaginarlo gris (se puede incluir en la fórmula una garúa vaporosa), para que de inmediato se convierta en un avatar de la nostalgia, la tristeza y la pesadumbre. Si hiciera falta evidencia para apoyar la teoría, se pueden traer a colación el nombre de Alfonsina y el recuerdo de su caminata marina y final, para que se entienda a qué nos referimos. Las canciones elegidas acá responden más a este desasosiego que al retrato feliz de niños chapoteando, de chicas en bikini o de señoras con capelinas jugando al tejo.
El orden elegido para presentar dichas canciones tiene que ver con el grado de explicitud con que el mar aparece en ellas. Es decir, partiendo de aquellas en las que la alusión es gráfica y directa, para terminar en el otro extremo con las que apelan a una bienvenida elipsis, en las que el imaginario marino es apenas aludido de maneras cada vez más indirectas. Que, como sugería Borges, es siempre la forma más oportuna para referirse a algunas cosas. Corramos entonces a meter las patas en estos diez mares de melancolía.
1-“Welcome to de World of the Plastic Beach” - Gorillaz
El disco Plastic Beach de Gorillaz no anda con vueltas. Comienza directamente con el mar rompiendo y unas gaviotas entrando a plano justo después de que un arreglo de cuerdas emprende su avance hasta hacer desaparecer por completo el sonido de las olas. Se trata de un fragmento de apenas un minuto que sirve de preludio para la canción propiamente dicha, que detrás de una cadencia relajada y fumona, muy “cool” (como todo lo que toca Damon Albarn), esconde un discurso pesimista apenas velado. Como la mayoría de las composiciones de hip hop, que someten el contenido de la lírica a la tiranía de la rima y la aliteración, “Welcome to the World of the Plastic Beach” puede parecer en principio un poco vacía y superficial, pero en realidad se trata de la descripción desesperanzada de un mundo artificial. “La revolución será televisada y la contaminación del océano, ahora con devoción, crea paz y la mantiene en movimiento”, dice Snoop Dog, la voz invitada e indicada para terminar de crearle a la canción su espíritu neblinoso, dando cuenta de una alienación que no se conmueve ni ante la destrucción de la madre mar. “Chicos, júntense acá, necesito su atención. Sé que parece que el mundo es desesperanzador. Como el país de las maravillas”, continúa el rapero para, pocos versos después, darle a esos chicos la bienvenida al mundo de la playa plástica.
2 – “Cherish” – Kool and the Gangs
El mar vuelve a ser el pie que la música aprovecha para echarse a andar. Esta vez contando una clásica historia de amor, aunque tal vez esa no sea la mejor palabra para describir a “Cherish” de Kool and the Gang. Porque si se la piensa en términos poéticos, hay que reconocer que la canción es bastante pueril y remanida (que para nada es lo mismo que clásico). “Demos un paseo juntos, cerca de la orilla del océano, tomados de la mano tu y yo. Atesoremos cada momento que nos haya sido dado, porque el tiempo está pasando.” Aunque lo interesante no pase justamente por su letra, mientras que en lo compositivo sigue paso a paso el patrón de lo que se espera de un lento típico de finales de los ’70 o de los ’80, hay que reconocerle a “Cherish” cierta gracia pegajosa que consigue transmitir ese deseo de estar abrazado con alguien a orillas del mar. En ese sentido, la canción consigue hacernos cómplices de sus lugares comunes y en este caso uno se lo permite de buena gana.
3 – “Summers of my Life” – Gino Vannelli
Detrás de este típico estándar de jazz romántico, hay un cantante de voz increíblemente dúctil y poderosa que apenas es recordado por sus éxitos dentro de la música pop de los ’80, como “Black Cars” o “Wild Horses”. De veras da gusto escucharlo cantar, aunque muchas veces las composiciones no sean ni particularmente inspiradas ni originales, como en el caso de “Summer of my Life”, de 1976. Su voz parece abarcar cada espacio que la base instrumental construye sólo para que él se mueva a gusto por encima de ella. Oculto por la fachada de una letra engañosamente simple (“¿Dónde están los veranos de mi vida? ¿Se han enfriado todas las estaciones? ¿Dónde están los amantes de esta vida? ¿Quién ahogó el fuego de nuestras almas? ¿Qué hemos hecho?”), Vannelli se lanza con algunas disquisiciones existenciales (“Si Dios es bueno entonces, Dios, se cruel. Quítale el mundo a los tontos a quienes se lo diste. Salva a esta tierra, que está mejor sin los hombres y su codicia.”) detrás de las que parece esconderse una sutil crítica al orden político de su tiempo, signado por la dualidad de Oriente contra Occidente (“El dolor está al este, el dolor está al oeste. La avaricia de todos los hombres ha devastado a los benditos y año tras año cada crimen reaparece sin cuidado.”) Al comienzo y al final de la estructura musical, el sonido del mar le da a la canción un aire de ciclo sinfín, de escena que quizá se repita hasta el infinito.
4 – “Sweet Painted Lady” – Elton John
Sir Elton John, cuyo deseo soplara en la dirección que más le guste pero aún así sigue siendo un caballero inglés de legítima estirpe y como tal lleva al mar en la sangre, nos regala en “Sweet Painted Lady” una inigualable canción de marineros. Aunque tal vez haya que reconocerle al letrista Bernie Taupin, eterno colaborador de Elton, la parte que le toca en esta pieza. En ella se describe de manera delicada y emotiva una postal prostibularia en la que los marinos (unos particularmente tiernos, muy apropiados para la obra de un artista como Elton) acuden se diría que a rendirle culto a esas mujeres a las que les pagan para volver a recibir una nueva cuota de un cariño que ya conocen y añoran. “Olvídense de nosotros, nos habremos ido pronto. Olviden que alguna vez dormimos en sus habitaciones, aunque dejaremos el olor del mar en sus camas, donde el amor es sólo un trabajo y nada es dicho”. Al revés que las de Gorillaz y Kool and the Gang, en este caso el mar, también con gaviotas incluídas, va ganando protagonismo a medida que la canción comienza a desandar un fundido que la lleva de salida. La melodía que teje la voz de Elton John, dulce y cálida, se queda en los oídos de quién la escuche, como el sonido del mar permanece dentro de aquel caracol.
5-“Seemingly Endless Time” – Death Angel
Una encarnación menos amable del mar es la que ofrece la banda de thrash metal Death Angel para introducirnos no sólo en su canción “A Seemingly Endless Time”, sino para abrir su tercer disco, Act III, una de las pocas obras maestras que ha dado este impetuoso género en su etapa tardía. Es decir, justo antes de que Metallica desencadenara su primera crisis al editar su Álbum Negro en 1991. La canción arranca con un riff afilado y machacoso que golpea tras el oportuno pie que le ofrece el sonido de la rompiente de un mar que se intuye picado, en el que las gaviotas que lo acompañaron en las cuatro canciones previas brillan por su ausencia. Como una bandera roja en la playa, la letra confirma que este mar no es apto para bañistas: “A la deriva en un mar sin fin, en camino a ninguna parte, ajenos a nuestro destino, poco a poco a la deriva y más y más…” El contraste entre la violencia de la música y la tribulación de su letra da cuenta de una tristeza furiosa: “Indigentes, aún perdidos en el mar en la nave de la pena y más allá del punto de no retorno, hoy es apenas el mañana de ayer”. Resulta interesante encontrar una reflexión tan delicada acerca de la futilidad del tiempo en una canción tan agresiva como “A Seemingly Endless Time”, cuya traducción sería algo así como “Un tiempo aparentemente interminable”. Otra prueba de la riqueza de un género al que se suele descalificar con una mirada por encima del hombro.
6 - “Temporary peace” - Anathema
El que alude Anathema en esta canción es un mar desolador. A diferencia de las anteriores, en este caso es posible tener la sensación (no la certeza) de que el sonido del mar nunca se retira del todo y que corre, apenas audible, por debajo de toda la canción. Un colchón de espuma sobre el que la melancólica voz de Vincent Cavanagh, líder de esta sensible banda inglesa de rock progresivo, nos va clavando sin apuro sus estiletes de tristeza. La canción parece estar directamente ligada a la imagen de la tapa del disco que la incluye, A Find Day to Exit. Se trata de una instantánea del mar tomada desde el interior desordenado de un auto. Entre la basura acumulada sobre el tablero, que da cuenta de una noche difícil, se ve una fantasmal fotografía familiar en la que el padre y la madre abrazan a su hijo. Como un rastro que guía nuestra atención hacia la inmensidad del mar, la ropa de un hombre se encuentra esparcida sobre la playa. Primero sus zapatos, más adelante su camisa, un poco más allá su pantalón y así hasta llegar a la orilla, aunque no es posible ver al hombre por ningún lado. “Absorto en silencio, mirando sobre el mar, las olas están limpiando la memoria a medio olvidar”: los primeros versos acentúan la sensación de tragedia que la tapa del disco, los acordes iniciales y el sonido del mar ya habían expresado con claridad. “Y juro que nunca supe, nunca supe cómo pudo ser y todo este tiempo todo lo que tenia dentro fue lo que no pude ver.” Los desafío a no conmoverse escuchándola.
7 -“Acantilada” – Taura
Un espíritu similar al descripto recién es el que habita en esta versión de la canción “Acantilada”, que la banda argentina Taura grabó en un single correspondiente a su primer disco Mil silencios. Aunque hay una gran distancia estética entre “Temporary Peace” y “Acantilada, es posible percibir el poderoso sentimiento de congoja que ambas canciones comparten. Uno de los méritos de la compuesta por los argentinos le corresponde a su capacidad de transmitir dichas emociones sin subrayarlas con la música, como ocurre con la de los ingleses. La herramienta que Taura elige como soporte emotivo es la delicada letra y la voz de Chaimon (Gabriel Raimondo), su cantante, quien se encarga de pintar con eficiencia un paisaje interior de angustia no exento de rabia. “Me llevaré, arrastraré mi alma acantilada. Luz del alba seré. Cuando caiga, flores regaré, seré calamidad, me llevaré el amor. Mi alma acantilada se dedicará a descansar, recostándose en dolor. Recostándose.” Como un avatar oportuno de esa dualidad de sufrimiento y enojo, el sonido del mar es acompañado por primera vez por la presencia muy clara de un viento vigoroso, que se encarga de dejar claro que en ese día de playa no habrá paz para nadie.
8-“Straumnes” – Sigur Rós
Con las tres últimas canciones comienza la zona elíptica de esta lista, espacio que inaugura “Straumnes”, de los islandeses Sigur Rós. Ese origen tal vez los predispuso, igual que a los tres artistas ingleses ya citados, a que en algún momento una de sus composiciones aludiera al mar de un modo u otro. No serán ellos los únicos nativos de Islandia que aparezcan acá. Lo particular de “Straumnes” es que carece por completo del componente verbal. Es decir, que prescinde de la palabra para transmitir un mensaje que el sonido de las olas y una composición minimalista expresan con elocuencia. Como ocurre con la de Anathema, con la que también comparten el rango emotivo, la presencia cíclica de la rompiente se extiende de comienzo a fin, como soporte de una melodía que desde lo sonoro puede ser asociada con el new age, la música funcional o el ambient. Si a algo remiten la presencia del mar y el hecho de tratarse de una agrupación de músicos nacidos en Islandia –país cuyo nombre refiere a su carácter insular (sin olvidar que las palabras isla y aislar mantienen un estrecho vínculo etimológico)—, es a esa vida apartada y solitaria característica de esa tierra, una de las más frías del mundo (Iceland, tierra de hielo, según su nombre en inglés), anclada tan lejos de Europa como de América. Toda esa distancia y esa soledad cercada por un mar helado se hacen carne en cada una de las notas que los Sigur Rós han elegido para esta breve composición. Y todo sin cantar ni una palabra.
9 – “Matte Kudasai” – King Crimson
Qué decir de los extraterrestres de King Crimson, en particular de su segunda etapa (la que comienza en 1981 con el disco Discipline), integrada por músicos monstruosos como Robert Fripp, Adrian Belew, Tony Levin y Bill Bruford, de una versatilidad instrumental y una capacidad dignas de admiración para abordar las estéticas y los géneros más diversos. Justamente la tercera canción de Discipline es “Matte Kudasai” (Por favor, espera), que comienza con el sonido de unas gaviotas que en realidad no son reales, sino surgidas del ingenio de Belew tocando su guitarra con slide con una técnica poco ortodoxa. Son esas gaviotas artificiales las que introducen la idea del mar, en una versión que la melodía de la canción termina de anclar en una cálida melancolía. El otro elemento que trabaja sobre la idea del mar es, claro, la letra. “Tranquilo, por el cristal de la ventana; dolor, como la lluvia que está cayendo, ella espera en el aire. Por favor, espera. Ella duerme en una silla en su triste América. Cuándo… cuándo la noche era tan larga. Larga como las notas que estoy enviando. Ella espera en el aire. Por favor, espera.” El mar es aquí la distancia infranqueable que se interpone entre quien espera y quién, al otro lado de la inmensidad, ruega no ser olvidado. La mención a América y el título de la canción en lengua japonesa dan una idea de cuáles pueden ser las dos orillas en los extremos de esta espera abismal. Hace casi 21 años, “Matte Kudasai” fue lo primero que escuchó al nacer mi hija Serena, ahí mismo, en la sala de partos, a través del parlante cachuzo de un viejo grabador de periodista. Tanto es lo que amo a esta canción; tanto lo que amo a mi hija.
10-“Oceania” - Björk
Es difícil pensar a Björk en términos convencionales. Compatriota de los citados Sigur Rós, puede decirse que ella misma representa una isla en los ámbitos del rock y el pop. Una isla a la deriva en un mar de música inabarcable. Dueña de una voz particular y un talento que nunca se contenta con empresas fáciles, Björk es ante todo una compositora siempre dispuesta a experimentar. Todos sus discos dan fe de ese carácter, pero Medúlla (2004) en particular resulta una obra que tanto puede resultar hipnótica como repulsiva, según la sensibilidad y el gusto de quien la escuche. Grabado casi íntegramente de manera vocal (es decir que casi todos los sonidos incluidos han sido realizados por voces humanas, aunque la mayoría de las veces no lo parezcan), en dicho álbum está contenida la canción “Oceanía”, suerte de oda al poder vital del mar como origen de todas las especies y de toda vida. Sin embargo el mar como tal nunca suena dentro de la canción. Ni lo necesita. En su lugar la cantante y sus invitados (entre quienes se incluye a varios coros, beatboxers, cantantes guturales, étnicos e incluso Mike Patton) se dedican a crear una paleta sonora indescifrable pero fascinante, en la que es imposible no reconocer un retrato expresionista del mar. Con sólo cerrar los ojos, escuchar “Oceanía” equivale a entrar en un trance, a darse un chapuzón en un mar sonoro que reproduce con emotiva fidelidad una onírica experiencia marina. “Bailás a mi lado, los chicos se emocionan, me enseñás los continentes. Yo veo islas, vos contás los siglos […] Cuerdas de luces están flotando al cruzar el cielo. Pequeños mis hijos y mis hijas. ¡Ah! Tu sudor es salado, porque yo soy así, yo soy así.”
Artículo publicado originalmente en la revista digital La Agenda.
La música es uno de los mecanismos de evocación más efectivos, muy útil a la hora de rescatar de la memoria las emociones más caras y su poder puede ser de gran utilidad en momentos como este. No suena nada mal la idea de buscar algunas canciones que incluyan en sus mezclas las sonoridades del mar, paisaje vacacional por excelencia, y funcionen como placebo. Canciones que nos permitan volver a oír cuando querramos el sonido del agua rompiendo sobre la arena de una playa; el de las gaviotas al planear por encima de las olas; el del viento arremolinándose en los oídos para producir un eco similar al del interior de aquellos caracoles en donde, como nos enseñaron de chicos, todos sabemos que habita el sonido del mar. Desde este espacio nos atrevemos a sugerir diez de ellas, de la más variada extracción estética. Diez canciones con mar de fondo que nos ayudarán a no olvidarlo y, es posible, a extrañarlo todavía más. Este será el riesgo a correr.
Porque el mar no ha sido siempre ni todo el tiempo la representación del placer lúdico y el descanso, sino más bien la de sentimientos románticos como la soledad, el desengaño o la pérdida. Alcanza con quitarle el sol a ese paisaje e imaginarlo gris (se puede incluir en la fórmula una garúa vaporosa), para que de inmediato se convierta en un avatar de la nostalgia, la tristeza y la pesadumbre. Si hiciera falta evidencia para apoyar la teoría, se pueden traer a colación el nombre de Alfonsina y el recuerdo de su caminata marina y final, para que se entienda a qué nos referimos. Las canciones elegidas acá responden más a este desasosiego que al retrato feliz de niños chapoteando, de chicas en bikini o de señoras con capelinas jugando al tejo.
El orden elegido para presentar dichas canciones tiene que ver con el grado de explicitud con que el mar aparece en ellas. Es decir, partiendo de aquellas en las que la alusión es gráfica y directa, para terminar en el otro extremo con las que apelan a una bienvenida elipsis, en las que el imaginario marino es apenas aludido de maneras cada vez más indirectas. Que, como sugería Borges, es siempre la forma más oportuna para referirse a algunas cosas. Corramos entonces a meter las patas en estos diez mares de melancolía.
1-“Welcome to de World of the Plastic Beach” - Gorillaz
El disco Plastic Beach de Gorillaz no anda con vueltas. Comienza directamente con el mar rompiendo y unas gaviotas entrando a plano justo después de que un arreglo de cuerdas emprende su avance hasta hacer desaparecer por completo el sonido de las olas. Se trata de un fragmento de apenas un minuto que sirve de preludio para la canción propiamente dicha, que detrás de una cadencia relajada y fumona, muy “cool” (como todo lo que toca Damon Albarn), esconde un discurso pesimista apenas velado. Como la mayoría de las composiciones de hip hop, que someten el contenido de la lírica a la tiranía de la rima y la aliteración, “Welcome to the World of the Plastic Beach” puede parecer en principio un poco vacía y superficial, pero en realidad se trata de la descripción desesperanzada de un mundo artificial. “La revolución será televisada y la contaminación del océano, ahora con devoción, crea paz y la mantiene en movimiento”, dice Snoop Dog, la voz invitada e indicada para terminar de crearle a la canción su espíritu neblinoso, dando cuenta de una alienación que no se conmueve ni ante la destrucción de la madre mar. “Chicos, júntense acá, necesito su atención. Sé que parece que el mundo es desesperanzador. Como el país de las maravillas”, continúa el rapero para, pocos versos después, darle a esos chicos la bienvenida al mundo de la playa plástica.
2 – “Cherish” – Kool and the Gangs
El mar vuelve a ser el pie que la música aprovecha para echarse a andar. Esta vez contando una clásica historia de amor, aunque tal vez esa no sea la mejor palabra para describir a “Cherish” de Kool and the Gang. Porque si se la piensa en términos poéticos, hay que reconocer que la canción es bastante pueril y remanida (que para nada es lo mismo que clásico). “Demos un paseo juntos, cerca de la orilla del océano, tomados de la mano tu y yo. Atesoremos cada momento que nos haya sido dado, porque el tiempo está pasando.” Aunque lo interesante no pase justamente por su letra, mientras que en lo compositivo sigue paso a paso el patrón de lo que se espera de un lento típico de finales de los ’70 o de los ’80, hay que reconocerle a “Cherish” cierta gracia pegajosa que consigue transmitir ese deseo de estar abrazado con alguien a orillas del mar. En ese sentido, la canción consigue hacernos cómplices de sus lugares comunes y en este caso uno se lo permite de buena gana.
3 – “Summers of my Life” – Gino Vannelli
Detrás de este típico estándar de jazz romántico, hay un cantante de voz increíblemente dúctil y poderosa que apenas es recordado por sus éxitos dentro de la música pop de los ’80, como “Black Cars” o “Wild Horses”. De veras da gusto escucharlo cantar, aunque muchas veces las composiciones no sean ni particularmente inspiradas ni originales, como en el caso de “Summer of my Life”, de 1976. Su voz parece abarcar cada espacio que la base instrumental construye sólo para que él se mueva a gusto por encima de ella. Oculto por la fachada de una letra engañosamente simple (“¿Dónde están los veranos de mi vida? ¿Se han enfriado todas las estaciones? ¿Dónde están los amantes de esta vida? ¿Quién ahogó el fuego de nuestras almas? ¿Qué hemos hecho?”), Vannelli se lanza con algunas disquisiciones existenciales (“Si Dios es bueno entonces, Dios, se cruel. Quítale el mundo a los tontos a quienes se lo diste. Salva a esta tierra, que está mejor sin los hombres y su codicia.”) detrás de las que parece esconderse una sutil crítica al orden político de su tiempo, signado por la dualidad de Oriente contra Occidente (“El dolor está al este, el dolor está al oeste. La avaricia de todos los hombres ha devastado a los benditos y año tras año cada crimen reaparece sin cuidado.”) Al comienzo y al final de la estructura musical, el sonido del mar le da a la canción un aire de ciclo sinfín, de escena que quizá se repita hasta el infinito.
4 – “Sweet Painted Lady” – Elton John
Sir Elton John, cuyo deseo soplara en la dirección que más le guste pero aún así sigue siendo un caballero inglés de legítima estirpe y como tal lleva al mar en la sangre, nos regala en “Sweet Painted Lady” una inigualable canción de marineros. Aunque tal vez haya que reconocerle al letrista Bernie Taupin, eterno colaborador de Elton, la parte que le toca en esta pieza. En ella se describe de manera delicada y emotiva una postal prostibularia en la que los marinos (unos particularmente tiernos, muy apropiados para la obra de un artista como Elton) acuden se diría que a rendirle culto a esas mujeres a las que les pagan para volver a recibir una nueva cuota de un cariño que ya conocen y añoran. “Olvídense de nosotros, nos habremos ido pronto. Olviden que alguna vez dormimos en sus habitaciones, aunque dejaremos el olor del mar en sus camas, donde el amor es sólo un trabajo y nada es dicho”. Al revés que las de Gorillaz y Kool and the Gang, en este caso el mar, también con gaviotas incluídas, va ganando protagonismo a medida que la canción comienza a desandar un fundido que la lleva de salida. La melodía que teje la voz de Elton John, dulce y cálida, se queda en los oídos de quién la escuche, como el sonido del mar permanece dentro de aquel caracol.
5-“Seemingly Endless Time” – Death Angel
Una encarnación menos amable del mar es la que ofrece la banda de thrash metal Death Angel para introducirnos no sólo en su canción “A Seemingly Endless Time”, sino para abrir su tercer disco, Act III, una de las pocas obras maestras que ha dado este impetuoso género en su etapa tardía. Es decir, justo antes de que Metallica desencadenara su primera crisis al editar su Álbum Negro en 1991. La canción arranca con un riff afilado y machacoso que golpea tras el oportuno pie que le ofrece el sonido de la rompiente de un mar que se intuye picado, en el que las gaviotas que lo acompañaron en las cuatro canciones previas brillan por su ausencia. Como una bandera roja en la playa, la letra confirma que este mar no es apto para bañistas: “A la deriva en un mar sin fin, en camino a ninguna parte, ajenos a nuestro destino, poco a poco a la deriva y más y más…” El contraste entre la violencia de la música y la tribulación de su letra da cuenta de una tristeza furiosa: “Indigentes, aún perdidos en el mar en la nave de la pena y más allá del punto de no retorno, hoy es apenas el mañana de ayer”. Resulta interesante encontrar una reflexión tan delicada acerca de la futilidad del tiempo en una canción tan agresiva como “A Seemingly Endless Time”, cuya traducción sería algo así como “Un tiempo aparentemente interminable”. Otra prueba de la riqueza de un género al que se suele descalificar con una mirada por encima del hombro.
6 - “Temporary peace” - Anathema
El que alude Anathema en esta canción es un mar desolador. A diferencia de las anteriores, en este caso es posible tener la sensación (no la certeza) de que el sonido del mar nunca se retira del todo y que corre, apenas audible, por debajo de toda la canción. Un colchón de espuma sobre el que la melancólica voz de Vincent Cavanagh, líder de esta sensible banda inglesa de rock progresivo, nos va clavando sin apuro sus estiletes de tristeza. La canción parece estar directamente ligada a la imagen de la tapa del disco que la incluye, A Find Day to Exit. Se trata de una instantánea del mar tomada desde el interior desordenado de un auto. Entre la basura acumulada sobre el tablero, que da cuenta de una noche difícil, se ve una fantasmal fotografía familiar en la que el padre y la madre abrazan a su hijo. Como un rastro que guía nuestra atención hacia la inmensidad del mar, la ropa de un hombre se encuentra esparcida sobre la playa. Primero sus zapatos, más adelante su camisa, un poco más allá su pantalón y así hasta llegar a la orilla, aunque no es posible ver al hombre por ningún lado. “Absorto en silencio, mirando sobre el mar, las olas están limpiando la memoria a medio olvidar”: los primeros versos acentúan la sensación de tragedia que la tapa del disco, los acordes iniciales y el sonido del mar ya habían expresado con claridad. “Y juro que nunca supe, nunca supe cómo pudo ser y todo este tiempo todo lo que tenia dentro fue lo que no pude ver.” Los desafío a no conmoverse escuchándola.
7 -“Acantilada” – Taura
Un espíritu similar al descripto recién es el que habita en esta versión de la canción “Acantilada”, que la banda argentina Taura grabó en un single correspondiente a su primer disco Mil silencios. Aunque hay una gran distancia estética entre “Temporary Peace” y “Acantilada, es posible percibir el poderoso sentimiento de congoja que ambas canciones comparten. Uno de los méritos de la compuesta por los argentinos le corresponde a su capacidad de transmitir dichas emociones sin subrayarlas con la música, como ocurre con la de los ingleses. La herramienta que Taura elige como soporte emotivo es la delicada letra y la voz de Chaimon (Gabriel Raimondo), su cantante, quien se encarga de pintar con eficiencia un paisaje interior de angustia no exento de rabia. “Me llevaré, arrastraré mi alma acantilada. Luz del alba seré. Cuando caiga, flores regaré, seré calamidad, me llevaré el amor. Mi alma acantilada se dedicará a descansar, recostándose en dolor. Recostándose.” Como un avatar oportuno de esa dualidad de sufrimiento y enojo, el sonido del mar es acompañado por primera vez por la presencia muy clara de un viento vigoroso, que se encarga de dejar claro que en ese día de playa no habrá paz para nadie.
8-“Straumnes” – Sigur Rós
Con las tres últimas canciones comienza la zona elíptica de esta lista, espacio que inaugura “Straumnes”, de los islandeses Sigur Rós. Ese origen tal vez los predispuso, igual que a los tres artistas ingleses ya citados, a que en algún momento una de sus composiciones aludiera al mar de un modo u otro. No serán ellos los únicos nativos de Islandia que aparezcan acá. Lo particular de “Straumnes” es que carece por completo del componente verbal. Es decir, que prescinde de la palabra para transmitir un mensaje que el sonido de las olas y una composición minimalista expresan con elocuencia. Como ocurre con la de Anathema, con la que también comparten el rango emotivo, la presencia cíclica de la rompiente se extiende de comienzo a fin, como soporte de una melodía que desde lo sonoro puede ser asociada con el new age, la música funcional o el ambient. Si a algo remiten la presencia del mar y el hecho de tratarse de una agrupación de músicos nacidos en Islandia –país cuyo nombre refiere a su carácter insular (sin olvidar que las palabras isla y aislar mantienen un estrecho vínculo etimológico)—, es a esa vida apartada y solitaria característica de esa tierra, una de las más frías del mundo (Iceland, tierra de hielo, según su nombre en inglés), anclada tan lejos de Europa como de América. Toda esa distancia y esa soledad cercada por un mar helado se hacen carne en cada una de las notas que los Sigur Rós han elegido para esta breve composición. Y todo sin cantar ni una palabra.
9 – “Matte Kudasai” – King Crimson
Qué decir de los extraterrestres de King Crimson, en particular de su segunda etapa (la que comienza en 1981 con el disco Discipline), integrada por músicos monstruosos como Robert Fripp, Adrian Belew, Tony Levin y Bill Bruford, de una versatilidad instrumental y una capacidad dignas de admiración para abordar las estéticas y los géneros más diversos. Justamente la tercera canción de Discipline es “Matte Kudasai” (Por favor, espera), que comienza con el sonido de unas gaviotas que en realidad no son reales, sino surgidas del ingenio de Belew tocando su guitarra con slide con una técnica poco ortodoxa. Son esas gaviotas artificiales las que introducen la idea del mar, en una versión que la melodía de la canción termina de anclar en una cálida melancolía. El otro elemento que trabaja sobre la idea del mar es, claro, la letra. “Tranquilo, por el cristal de la ventana; dolor, como la lluvia que está cayendo, ella espera en el aire. Por favor, espera. Ella duerme en una silla en su triste América. Cuándo… cuándo la noche era tan larga. Larga como las notas que estoy enviando. Ella espera en el aire. Por favor, espera.” El mar es aquí la distancia infranqueable que se interpone entre quien espera y quién, al otro lado de la inmensidad, ruega no ser olvidado. La mención a América y el título de la canción en lengua japonesa dan una idea de cuáles pueden ser las dos orillas en los extremos de esta espera abismal. Hace casi 21 años, “Matte Kudasai” fue lo primero que escuchó al nacer mi hija Serena, ahí mismo, en la sala de partos, a través del parlante cachuzo de un viejo grabador de periodista. Tanto es lo que amo a esta canción; tanto lo que amo a mi hija.
10-“Oceania” - Björk
Es difícil pensar a Björk en términos convencionales. Compatriota de los citados Sigur Rós, puede decirse que ella misma representa una isla en los ámbitos del rock y el pop. Una isla a la deriva en un mar de música inabarcable. Dueña de una voz particular y un talento que nunca se contenta con empresas fáciles, Björk es ante todo una compositora siempre dispuesta a experimentar. Todos sus discos dan fe de ese carácter, pero Medúlla (2004) en particular resulta una obra que tanto puede resultar hipnótica como repulsiva, según la sensibilidad y el gusto de quien la escuche. Grabado casi íntegramente de manera vocal (es decir que casi todos los sonidos incluidos han sido realizados por voces humanas, aunque la mayoría de las veces no lo parezcan), en dicho álbum está contenida la canción “Oceanía”, suerte de oda al poder vital del mar como origen de todas las especies y de toda vida. Sin embargo el mar como tal nunca suena dentro de la canción. Ni lo necesita. En su lugar la cantante y sus invitados (entre quienes se incluye a varios coros, beatboxers, cantantes guturales, étnicos e incluso Mike Patton) se dedican a crear una paleta sonora indescifrable pero fascinante, en la que es imposible no reconocer un retrato expresionista del mar. Con sólo cerrar los ojos, escuchar “Oceanía” equivale a entrar en un trance, a darse un chapuzón en un mar sonoro que reproduce con emotiva fidelidad una onírica experiencia marina. “Bailás a mi lado, los chicos se emocionan, me enseñás los continentes. Yo veo islas, vos contás los siglos […] Cuerdas de luces están flotando al cruzar el cielo. Pequeños mis hijos y mis hijas. ¡Ah! Tu sudor es salado, porque yo soy así, yo soy así.”
Artículo publicado originalmente en la revista digital La Agenda.
CINE - "Mate-me, por favor", de Anita Rocha da Silveira: Deseo y pulsión de muerte
La secuencia inicial certifica la vocación por el impacto que Mate-me, por favor, opera prima de la brasileña Anita Rocha da Silveira, sostendrá de principio a fin. Tras poner en escena el ataque que una joven sufre en un descampado al volver bastante borracha después de bailar, el título aparece en enormes letras blancas, tamaño Godard, ocupando todo el fondo negro de la pantalla. La escena elige concentrarse en el estado de la joven, en su absoluta desprotección, en la hostilidad de un paisaje urbano desolado y en la angustia de la chica al huir de una amenaza que se mantiene invisible para el público, dejando fuera de campo (por el momento) los avatares más gráficos de la violencia.
Luego del título, un grupo de chicas adolescentes comentan entre sí los detalles truculentos del crimen, tiradas en el pasto de un parque. El morbo con que consumen su propio relato contrasta con la sensualidad inocente que los cuerpos de esas niñas-mujeres comienzan a rezumar sin que ellas lo sepan ni puedan hacer nada por evitarlo. Enseguida visitarán el predio donde apareció el cadáver y a partir de ahí mostrarán tanto interés por la muerte como la que sienten por sus noviecitos, sus compañeros de escuela e incluso algunas compañeras.
A partir de un dispositivo visual que apuesta por un extrañamiento onírico, a veces casi lisérgico, Mate-me, por favor expone la forma en que las mujeres son educadas en el rigor de la dualidad del placer y el peligro. El placer al que aspiran pero también el que se les exige, y el peligro al que se exponen en la búsqueda de esa doble satisfacción: la propia y la ajena. Si alguna tesis sobrevuela informalmente gran parte del relato es esa: el vínculo con los hombres es para las mujeres una ruleta rusa en la que uno de cada diez tipos puede ser la bala que les cause daño. Varias citas remarcan esa idea. Una de ellas recuerda al asesino serial y caníbal Ted Bundy: “Somos tus amigos, tus vecinos. Estamos en todas partes”. Visto con ojos de mujer el mundo tal vez sea así de aterrador y Da Silveira consigue transmitir esa sensación. Los versos de un poema vuelven subrayar: “La mano que acaricia puede ser la misma que apedrea”. La presencia permanente de una pastora evangélica, que parece una cantante pop, incorpora al relato el nefasto papel que la religión (actor cultural poderosísimo en Brasil) juega en esta ecuación.
En su riqueza narrativa, Mate-me, por favor se vuelve kuleshoviana a fuerza de juegos de montaje a veces demasiado gráficos, como aquel que a la imagen de los chicos entrando en la escuela desahuciados y en cámara lenta le superpone la del remolino de un inodoro al desagotarse. Por su parte el trabajo sonoro es impecable, con una música incidental cuyo diseño vuelve a recordar los extraordinarios trabajos de John Carpenter en este rubro. Esto, en combinación con las atmósferas urbanas que profundizan clima de desprotección, la ausencia de adultos, las crecientes marcas de violencia que las chicas van acumulando en sus cuerpos, la presencia ominosa de una amenaza invisible y un tratamiento visual que apuesta por volver pesadillesco a un escenario absolutamente real, de algún modo remite a Te sigue, aquel extraordinario film de terror del estadounidense David Robert Mitchell en donde el deseo y la pulsión de muerte eran extremos que también se tocaban.
A pesar del silencio en el que fue estrenada, sin siquiera una gacetilla de prensa, Mate-me, por favor presenta una posibilidad inmejorable y oportuna para acercarse a la cinematografía brasileña, que a pesar de la proximidad geográfica resulta virtualmente ajena para el espectador local. Inmejorable en tanto se trata de una película de una intensidad que desborda la pantalla a partir de méritos que abarcan los aspectos técnicos y narrativos, ofreciendo no pocos aciertos en el manejo eficiente de los recursos visuales y sonoros. Y oportuna porque, aunque un poco demorado –la película pasó por la sección Horizontes del Festival de Venecia en 2015 y hasta fue parte de la 7° edición del Cine Fest Brasil que se realizó en Buenos Aires hace un año—, su desembarco en la pantalla del Espacio Incaa Km.0 Gaumont hace gala de una ubicuidad que resuena con el alarmante incremento estadístico de los femicidios en toda la región y la creciente agenda de iniciativas en la lucha por fortalecer los derechos de las mujeres. Y aunque en un orden estricto eso excede lo cinematográfico, no deja de ser sintomático, en tanto la película misma y su estreno funcionan como la expresión urgente de una mirada acerca del estado actual del mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Luego del título, un grupo de chicas adolescentes comentan entre sí los detalles truculentos del crimen, tiradas en el pasto de un parque. El morbo con que consumen su propio relato contrasta con la sensualidad inocente que los cuerpos de esas niñas-mujeres comienzan a rezumar sin que ellas lo sepan ni puedan hacer nada por evitarlo. Enseguida visitarán el predio donde apareció el cadáver y a partir de ahí mostrarán tanto interés por la muerte como la que sienten por sus noviecitos, sus compañeros de escuela e incluso algunas compañeras.
A partir de un dispositivo visual que apuesta por un extrañamiento onírico, a veces casi lisérgico, Mate-me, por favor expone la forma en que las mujeres son educadas en el rigor de la dualidad del placer y el peligro. El placer al que aspiran pero también el que se les exige, y el peligro al que se exponen en la búsqueda de esa doble satisfacción: la propia y la ajena. Si alguna tesis sobrevuela informalmente gran parte del relato es esa: el vínculo con los hombres es para las mujeres una ruleta rusa en la que uno de cada diez tipos puede ser la bala que les cause daño. Varias citas remarcan esa idea. Una de ellas recuerda al asesino serial y caníbal Ted Bundy: “Somos tus amigos, tus vecinos. Estamos en todas partes”. Visto con ojos de mujer el mundo tal vez sea así de aterrador y Da Silveira consigue transmitir esa sensación. Los versos de un poema vuelven subrayar: “La mano que acaricia puede ser la misma que apedrea”. La presencia permanente de una pastora evangélica, que parece una cantante pop, incorpora al relato el nefasto papel que la religión (actor cultural poderosísimo en Brasil) juega en esta ecuación.
En su riqueza narrativa, Mate-me, por favor se vuelve kuleshoviana a fuerza de juegos de montaje a veces demasiado gráficos, como aquel que a la imagen de los chicos entrando en la escuela desahuciados y en cámara lenta le superpone la del remolino de un inodoro al desagotarse. Por su parte el trabajo sonoro es impecable, con una música incidental cuyo diseño vuelve a recordar los extraordinarios trabajos de John Carpenter en este rubro. Esto, en combinación con las atmósferas urbanas que profundizan clima de desprotección, la ausencia de adultos, las crecientes marcas de violencia que las chicas van acumulando en sus cuerpos, la presencia ominosa de una amenaza invisible y un tratamiento visual que apuesta por volver pesadillesco a un escenario absolutamente real, de algún modo remite a Te sigue, aquel extraordinario film de terror del estadounidense David Robert Mitchell en donde el deseo y la pulsión de muerte eran extremos que también se tocaban.
A pesar del silencio en el que fue estrenada, sin siquiera una gacetilla de prensa, Mate-me, por favor presenta una posibilidad inmejorable y oportuna para acercarse a la cinematografía brasileña, que a pesar de la proximidad geográfica resulta virtualmente ajena para el espectador local. Inmejorable en tanto se trata de una película de una intensidad que desborda la pantalla a partir de méritos que abarcan los aspectos técnicos y narrativos, ofreciendo no pocos aciertos en el manejo eficiente de los recursos visuales y sonoros. Y oportuna porque, aunque un poco demorado –la película pasó por la sección Horizontes del Festival de Venecia en 2015 y hasta fue parte de la 7° edición del Cine Fest Brasil que se realizó en Buenos Aires hace un año—, su desembarco en la pantalla del Espacio Incaa Km.0 Gaumont hace gala de una ubicuidad que resuena con el alarmante incremento estadístico de los femicidios en toda la región y la creciente agenda de iniciativas en la lucha por fortalecer los derechos de las mujeres. Y aunque en un orden estricto eso excede lo cinematográfico, no deja de ser sintomático, en tanto la película misma y su estreno funcionan como la expresión urgente de una mirada acerca del estado actual del mundo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 23 de marzo de 2017
CINE - "Life: Vida inteligente", de Daniel Espinosa: Al César lo que es del César
Si el guionista y director Dan O’Bannon aún viviera, los responsables de Life: Vida inteligente, de Daniel Espinosa, le deberían algunas explicaciones (y unos cuantos dólares). Es que los puntos de contacto entre la historia que acá se cuenta y la que en 1979 filmó Ridley Scott en Alien: El octavo pasajero, con guión de O’Bannon, son enormes. En ambas una misión espacial se ve expuesta al contacto con una forma hostil de vida extraterrestre, que termina ocultándose en la nave y que en su frenética lucha por sobrevivir acaba liquidando a cada uno de los tripulantes. O no a todos. Lo único que apenas cambia de una película a la otra son los detalles y, claro, la eficacia con que uno y otro director manejan los recursos que la historia (u O’Bannon) ha puesto a su disposición.
No es la primera vez que el modelo Alien es replicado. De hecho la estructura imaginada por O’Bannon es básicamente la misma que había usado en la comedia negra Estrella oscura (1974), su primer guión, que es además la ópera prima de John Carpenter, uno de los maestros en el arte de enclaustrar a sus personajes en la lucha por sus vidas. Sin ir más lejos el propio Carpenter utilizó el mismo plot en El enigma de otro mundo (1982), cambiando el aislamiento espacial por una base en la Antártida, pero contando básicamente la misma historia que O’Bannon en Alien.
Volviendo a Life, ciertos detalles establecen diferencias tan sutiles como irrelevantes, que no hacen al fondo pero sí a la forma. Mientras en la película de Scott se trataba de una misión en un espacio y un futuro remotos, acá la acción se traslada a una estación espacial que orbita la Tierra en un tiempo que podría ser el presente. Esas dos distancias, la del tiempo y la del espacio, no son menores, ya que dicha proximidad podría traducirse potencialmente en una mayor empatía por los protagonistas, en tanto los hechos se convierten en una amenaza directa para el planeta. Sin embargo, aún con esas distancias, si en algo conseguía ser exitosa Alien era en transmitir la inminencia del miedo que sus personajes atravesaban, a partir de conseguir que los siete tripulantes del Nostromo, su nave, se convirtieran para el espectador en un avatar de la humanidad.
Esto era posible porque Scott tuvo la inteligencia de permitir que en su tripulación hubiera lugar para el heroísmo tanto como para la cobardía, la nobleza o la miseria, forjando un abanico de conductas que conjura la amplitud de lo humano. En su lugar la tripulación de Life, que son seis en lugar de siete, está integrada sólo por héroes. Todos en algún momento son capaces de pensar en el otro antes que en ellos mismos, hecho que se termina traduciendo en el heroísmo supremo de dar la vida para salvar la humanidad. Pero Espinosa tiene la mala idea adicional de subrayar algunos momentos con una banda sonora demasiado obvia e insistente, que se dedica a destacar este carácter heroico y otros sentimentalismos.
Ni hablar si se piensa el asunto como una guerra de criaturas. Life apuesta a presentar una forma de vida con la que inicialmente se pueda empatizar, incluso simpatizar, para romper de golpe ese contrato de confianza. Una criatura con un diseño más bien realista, especie de estrella de mar o molusco que se va deformando a medida que sus maldades aumentan, pero que difícilmente cause terror a primera vista. En cambio, tal vez no vuelva a haber en la historia del cine una monstruosidad con la capacidad de aterrar y fascinar al mismo tiempo como la que demostró la creación que el suizo H. R. Giger realizó para la película de Scott. Además Espinosa nunca maneja el fuera de campo con la inteligencia que aquel demostró en Alien. De hecho el concepto de fuera de campo parece por completo ajeno al modelo narrativo de Life, en donde todo ocurre siempre más o menos dentro del plano.
Si a pesar de todo Espinosa logra hacer de Life una propuesta entretenida es por un buen manejo del ritmo, el despliegue visual, el aprovechamiento kinético y dramático de la gravedad cero y, sobre todo, porque la idea de O’Bannon no ha dejado de ser atractiva. Pregúntenle sino a Scott, que antes de fin de año regresa a la saga Alien con el estreno de Covenant, que a juzgar por el trailer parece más un remake disfrazada que una película nueva.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
No es la primera vez que el modelo Alien es replicado. De hecho la estructura imaginada por O’Bannon es básicamente la misma que había usado en la comedia negra Estrella oscura (1974), su primer guión, que es además la ópera prima de John Carpenter, uno de los maestros en el arte de enclaustrar a sus personajes en la lucha por sus vidas. Sin ir más lejos el propio Carpenter utilizó el mismo plot en El enigma de otro mundo (1982), cambiando el aislamiento espacial por una base en la Antártida, pero contando básicamente la misma historia que O’Bannon en Alien.
Volviendo a Life, ciertos detalles establecen diferencias tan sutiles como irrelevantes, que no hacen al fondo pero sí a la forma. Mientras en la película de Scott se trataba de una misión en un espacio y un futuro remotos, acá la acción se traslada a una estación espacial que orbita la Tierra en un tiempo que podría ser el presente. Esas dos distancias, la del tiempo y la del espacio, no son menores, ya que dicha proximidad podría traducirse potencialmente en una mayor empatía por los protagonistas, en tanto los hechos se convierten en una amenaza directa para el planeta. Sin embargo, aún con esas distancias, si en algo conseguía ser exitosa Alien era en transmitir la inminencia del miedo que sus personajes atravesaban, a partir de conseguir que los siete tripulantes del Nostromo, su nave, se convirtieran para el espectador en un avatar de la humanidad.
Esto era posible porque Scott tuvo la inteligencia de permitir que en su tripulación hubiera lugar para el heroísmo tanto como para la cobardía, la nobleza o la miseria, forjando un abanico de conductas que conjura la amplitud de lo humano. En su lugar la tripulación de Life, que son seis en lugar de siete, está integrada sólo por héroes. Todos en algún momento son capaces de pensar en el otro antes que en ellos mismos, hecho que se termina traduciendo en el heroísmo supremo de dar la vida para salvar la humanidad. Pero Espinosa tiene la mala idea adicional de subrayar algunos momentos con una banda sonora demasiado obvia e insistente, que se dedica a destacar este carácter heroico y otros sentimentalismos.
Ni hablar si se piensa el asunto como una guerra de criaturas. Life apuesta a presentar una forma de vida con la que inicialmente se pueda empatizar, incluso simpatizar, para romper de golpe ese contrato de confianza. Una criatura con un diseño más bien realista, especie de estrella de mar o molusco que se va deformando a medida que sus maldades aumentan, pero que difícilmente cause terror a primera vista. En cambio, tal vez no vuelva a haber en la historia del cine una monstruosidad con la capacidad de aterrar y fascinar al mismo tiempo como la que demostró la creación que el suizo H. R. Giger realizó para la película de Scott. Además Espinosa nunca maneja el fuera de campo con la inteligencia que aquel demostró en Alien. De hecho el concepto de fuera de campo parece por completo ajeno al modelo narrativo de Life, en donde todo ocurre siempre más o menos dentro del plano.
Si a pesar de todo Espinosa logra hacer de Life una propuesta entretenida es por un buen manejo del ritmo, el despliegue visual, el aprovechamiento kinético y dramático de la gravedad cero y, sobre todo, porque la idea de O’Bannon no ha dejado de ser atractiva. Pregúntenle sino a Scott, que antes de fin de año regresa a la saga Alien con el estreno de Covenant, que a juzgar por el trailer parece más un remake disfrazada que una película nueva.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
sábado, 18 de marzo de 2017
CINE - "El cruce de la pampa", de David Bisbano: El teatro que quería ser cine
La adaptación de una obra determinada a una disciplina artística diferente de aquella para la que fue pensada no es una labor menor. En esas aguas turbulentas naufragaron grandes artistas y otros se perdieron a mitad del trayecto, sin haber encontrado nunca el rumbo. No es este el espacio para realizar listas que sirvan de ejemplo, pero mencionarlo es pertinente para abordar el estreno de El cruce de la pampa, adaptación basada en una popular pieza teatral escrita por el prolífico dramaturgo Rafael Bruza. En esta versión para el cine, realizada y dirigida por el cineasta y guionista David Bisbano, es posible detectar un problema frecuente en este tipo de proyectos: sobra teatro y falta cine.
En rigor, no es que carezca de los recursos necesarios para ser una película. Hay un trabajo meritorio en la dirección de arte, en los trabajos de fotografía y sonido, e incluso dos actuaciones, gentileza de los experimentados Gonzalo Urtizberea y Roly Serrano, a las que quizá se podría calificar como muy buenas, y oportunas si el marco fuera un escenario teatral y no, como es el caso, una pantalla de cine. Porque no se trata de un problema de actuación propiamente dicho, sino de tono, de ambiente, de intención. Es que Bisbano no ha podido o no ha sabido (o no ha querido) intervenir con fuerza ni sobre el texto ni sobre la puesta en escena, para crear lo que debería haber sido una obra nueva, una película, y no una lujosa, creativa y hasta ingeniosa versión filmada del original. En su lugar el director parece por un lado haber quedado demasiado sujeto por mecanismos y herramientas que son propios de determinado teatro. Un texto con diálogos que invitan antes a ser declamados que dichos; y una puesta en escena que, más allá del notable trabajo de arte, sigue siendo esencialmente teatral, una versión mejorada de los telones de fondo que suben o bajan con cada nueva escena.
Por la otra parte, Bisbano se ha encargado de incorporar a la línea del relato una serie de recursos que sería imposible utilizar en una puesta teatral, como primeros planos o breves clips de montaje. Pero dichos elementos nunca terminan de imponerse como indispensables para el desarrollo de la narración y se terminan pareciendo más una estrategia para disimular los vacíos estructurales en la matriz cinematográfica de su trabajo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
En rigor, no es que carezca de los recursos necesarios para ser una película. Hay un trabajo meritorio en la dirección de arte, en los trabajos de fotografía y sonido, e incluso dos actuaciones, gentileza de los experimentados Gonzalo Urtizberea y Roly Serrano, a las que quizá se podría calificar como muy buenas, y oportunas si el marco fuera un escenario teatral y no, como es el caso, una pantalla de cine. Porque no se trata de un problema de actuación propiamente dicho, sino de tono, de ambiente, de intención. Es que Bisbano no ha podido o no ha sabido (o no ha querido) intervenir con fuerza ni sobre el texto ni sobre la puesta en escena, para crear lo que debería haber sido una obra nueva, una película, y no una lujosa, creativa y hasta ingeniosa versión filmada del original. En su lugar el director parece por un lado haber quedado demasiado sujeto por mecanismos y herramientas que son propios de determinado teatro. Un texto con diálogos que invitan antes a ser declamados que dichos; y una puesta en escena que, más allá del notable trabajo de arte, sigue siendo esencialmente teatral, una versión mejorada de los telones de fondo que suben o bajan con cada nueva escena.
Por la otra parte, Bisbano se ha encargado de incorporar a la línea del relato una serie de recursos que sería imposible utilizar en una puesta teatral, como primeros planos o breves clips de montaje. Pero dichos elementos nunca terminan de imponerse como indispensables para el desarrollo de la narración y se terminan pareciendo más una estrategia para disimular los vacíos estructurales en la matriz cinematográfica de su trabajo.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 16 de marzo de 2017
CINE - "Primero Enero", de Darío Mascambroni: Aventura de padre e hijo
Ganadora hace un año de la Competencia Argentina de la 18° edición del BAFICI, Primero Enero, de Darío Mascambroni, es una de las producciones más recientes del Nuevo Cine Cordobés, que no es otra cosa que una interesante fruta tardía nacida de una rama joven y pródiga del ya añoso Nuevo Cine Argentino. Si algo ha logrado este NCC es refrescar a un NCA que durante más de 15 años se produjo de manera casi exclusiva desde Buenos Aires, dirigido por cineastas en general porteños. Es cierto que el arco temático aún gira sobre los mismos ejes estéticos, los del llamado cine independiente, pero ampliando al mismo tiempo el registro de voces y miradas. De ese modo consigue darle una nueva vida (o una nueva encarnación) a la prolífica identidad del cine nacional.
Esa frescura y ese reverdecer se perciben con claridad en esta primera película de Mascambroni, un relato minimalista acerca de un padre joven que junto a su hijo pasan sus primeras vacaciones en soledad tras un divorcio reciente. Narrada con encantadora sencillez (que no es lo mismo que precariedad ni ausencia de recursos), Primero Enero consigue funcionar como un poderoso transmisor emotivo a partir articular de manera sólida y verosímil la relación entre padre e hijo. Un vínculo que el director ha sabido urdir con paciencia y en detalle, para luego aprovechar dramáticamente su enorme potencial empático.
La película realiza un retrato cálido, casi ideal (aunque no por eso libre del dolor que implica), de una circunstancia que la mayoría de las personas han tenido que atravesar alguna vez, ya sea desde el lugar del hijo, desde el del padre, o desde ambos. Hay una deliberada opción por la ternura en la forma en que el director aborda los intentos de ese padre por fortalecer el lazo que lo une con su hijo. En busca de apoyo, el hombre ha vuelto de forma instintiva, casi a tientas, sobre su propia infancia, hasta el recuerdo del vínculo con su propio padre, que desde su mirada adulta ha adquirido los matices del relato mítico. Mascambroni juega abiertamente con esa idea, poniendo a sus personajes a dialogar sobre viejas historias de la mitología griega, nutriéndose de su carga simbólica. Es significativo que el relato comience con un diálogo sobre Pandora y su caja de dones abierta con imprudencia, dentro de la cual la chica sólo alcanza a conservar la esperanza.
Es justamente a la esperanza a lo que se aferran padre e hijo. Uno enfrentando la angustia que le provoca la posibilidad de perder al chico, lo único que queda de un amor que se terminó; el otro cargando con el deseo de volver a ver juntos a sus padres. Mascambroni retrata el duelo que sus protagonistas deben atravesar mostrando devoción por sus criaturas. Entre las virtudes de su película, tal vez la más destacada sea la capacidad de hacer que ese amor se sienta con fuerza en cada butaca de la platea.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
Esa frescura y ese reverdecer se perciben con claridad en esta primera película de Mascambroni, un relato minimalista acerca de un padre joven que junto a su hijo pasan sus primeras vacaciones en soledad tras un divorcio reciente. Narrada con encantadora sencillez (que no es lo mismo que precariedad ni ausencia de recursos), Primero Enero consigue funcionar como un poderoso transmisor emotivo a partir articular de manera sólida y verosímil la relación entre padre e hijo. Un vínculo que el director ha sabido urdir con paciencia y en detalle, para luego aprovechar dramáticamente su enorme potencial empático.
La película realiza un retrato cálido, casi ideal (aunque no por eso libre del dolor que implica), de una circunstancia que la mayoría de las personas han tenido que atravesar alguna vez, ya sea desde el lugar del hijo, desde el del padre, o desde ambos. Hay una deliberada opción por la ternura en la forma en que el director aborda los intentos de ese padre por fortalecer el lazo que lo une con su hijo. En busca de apoyo, el hombre ha vuelto de forma instintiva, casi a tientas, sobre su propia infancia, hasta el recuerdo del vínculo con su propio padre, que desde su mirada adulta ha adquirido los matices del relato mítico. Mascambroni juega abiertamente con esa idea, poniendo a sus personajes a dialogar sobre viejas historias de la mitología griega, nutriéndose de su carga simbólica. Es significativo que el relato comience con un diálogo sobre Pandora y su caja de dones abierta con imprudencia, dentro de la cual la chica sólo alcanza a conservar la esperanza.
Es justamente a la esperanza a lo que se aferran padre e hijo. Uno enfrentando la angustia que le provoca la posibilidad de perder al chico, lo único que queda de un amor que se terminó; el otro cargando con el deseo de volver a ver juntos a sus padres. Mascambroni retrata el duelo que sus protagonistas deben atravesar mostrando devoción por sus criaturas. Entre las virtudes de su película, tal vez la más destacada sea la capacidad de hacer que ese amor se sienta con fuerza en cada butaca de la platea.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
CINE - "Oscuro animal", de Felipe Guerrero: Monstruo grande
Una sucesión de primeros planos fijos, postales selváticas en las que el trémulo movimiento de la superficie del agua es la única acción visible, se encarga de dar inicio al relato. Enseguida, colocada en un claro, la cámara ofrece un plano más abierto en el que de nuevo la espesa vegetación ocupa cada palmo del cuadro. De sus entrañas verdes surge una mujer, que avanza por un sendero apenas visible. Con la selva cerrándose detrás de ella, la mujer se detiene de golpe en medio de la escena, silenciosamente espantada ante la visión de algo que está fuera del alcance de la vista del espectador. En menos de dos minutos la secuencia ofrece varias claves muy útiles a la hora de pensar Oscuro Animal, ópera prima del colombiano Felipe Guerrero. Como en cada una de esas escenas selváticas en las que la única acción es ejecutada por el agua y por esa mujer, en Oscuro Animal lo femenino también es lo único que fluye en un espacio que parece estancado en un tiempo que es cronológico, pero también histórico y político.
Oscuro Animal está ambientada en la Colombia contemporánea, aunque los hechos podrían haber ocurrido hace 10 o 20 años atrás (e incluso antes). Son las historias paralelas de tres mujeres en el marco del enfrentamiento del estado colombiano con las guerrillas, que en la actualidad parece estar dando sus últimos estertores en virtud del acuerdo firmado entre las FARC y el gobierno del presidente Santos, quien hace algunos meses recibió el Premio Nobel de la Paz. Lejos del relato macrocósmico, Guerrero se enfoca en esas historias que no ilustran la experiencia de los actores principales del conflicto, sino la de sus víctimas más invisibles. Mujeres campesinas: la primera a quien le secuestran la familia completa; otra, reducida a servidumbre por una pequeña célula militar o paramilitar; la última, una chica soldado que integra una de las guerrillas, no menos sometida que la anterior.
Para estas mujeres la lucha se vuelve una cuestión de supervivencia, a la que deben ponerle el cuerpo en defensa de sus derechos más básicos y de un espacio vital que no va más allá del propio cuerpo, constantemente acosado, agredido e invadido. Con la inestimable colaboración del fotógrafo argentino Fernando Lockett, Guerrero va hilando las escenas sin apuro, con una tranquilidad que contrasta con la urgencia de sus protagonistas. Esa cadencia, virtuosa en la puesta y traslación de la cámara, es la elegida para retratar una triple fuga hacia adelante, donde las protagonistas representan la única fuerza vital dentro de un mundo que ha quedado atrapado dentro de un loop tanático del que en apariencia no hay salida. Un posible efecto colateral de ese virtuosismo parece ser cierto exceso de planificación de la puesta en escena, en donde algunos movimientos y acciones ejecutadas por los actores pecan de una artificialidad que los delata como parte de una coreografía diseñada para subrayar, sin necesidad, determinados efectos dramáticos.
Artículo publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
Oscuro Animal está ambientada en la Colombia contemporánea, aunque los hechos podrían haber ocurrido hace 10 o 20 años atrás (e incluso antes). Son las historias paralelas de tres mujeres en el marco del enfrentamiento del estado colombiano con las guerrillas, que en la actualidad parece estar dando sus últimos estertores en virtud del acuerdo firmado entre las FARC y el gobierno del presidente Santos, quien hace algunos meses recibió el Premio Nobel de la Paz. Lejos del relato macrocósmico, Guerrero se enfoca en esas historias que no ilustran la experiencia de los actores principales del conflicto, sino la de sus víctimas más invisibles. Mujeres campesinas: la primera a quien le secuestran la familia completa; otra, reducida a servidumbre por una pequeña célula militar o paramilitar; la última, una chica soldado que integra una de las guerrillas, no menos sometida que la anterior.
Para estas mujeres la lucha se vuelve una cuestión de supervivencia, a la que deben ponerle el cuerpo en defensa de sus derechos más básicos y de un espacio vital que no va más allá del propio cuerpo, constantemente acosado, agredido e invadido. Con la inestimable colaboración del fotógrafo argentino Fernando Lockett, Guerrero va hilando las escenas sin apuro, con una tranquilidad que contrasta con la urgencia de sus protagonistas. Esa cadencia, virtuosa en la puesta y traslación de la cámara, es la elegida para retratar una triple fuga hacia adelante, donde las protagonistas representan la única fuerza vital dentro de un mundo que ha quedado atrapado dentro de un loop tanático del que en apariencia no hay salida. Un posible efecto colateral de ese virtuosismo parece ser cierto exceso de planificación de la puesta en escena, en donde algunos movimientos y acciones ejecutadas por los actores pecan de una artificialidad que los delata como parte de una coreografía diseñada para subrayar, sin necesidad, determinados efectos dramáticos.
Artículo publicado en la sección Espectáculos de Página/12.
domingo, 12 de marzo de 2017
LIBROS - Philip K. Dick, 35 años después: Ese futuro que ya llegó
Una sociedad en la que el hípercontrol forma parte de las estructuras de un estado represivo, las dudas sobre la identidad que le permitían un permanente juego con las duplicidades y la configuración de un individuo que ante semejante mundo no podía sino ser presa de una paranoía permanente, son algunos de los elementos centrales que definen la obra del estadounidense Philip K. Dick. Nacido en la ciudad de Chicago en 1928, Dick es considerado uno de los autores que ayudaron a darle forma definitiva a la ciencia ficción pura y dura a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, integrante de una posible santísmia trinidad del género junto a Ray Bradbury e Isaac Asimov, y parte de una generación notable que incluyó al polaco Stanislaw Lem, los británicos Brian Aldiss, J.G. Ballard y Arthur C. Clarke o los norteamericanos Kurt Vonnegut o Ursula K. Leguin, entre unos pocos más.
Dick es autor de más de 120 cuentos cortos y de 36 novelas, entre las que se cuentan El hombre en el castillo, galardonada con el Premio Hugo a la mejor novela en 1963, y la emblemática ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), adaptada al cine por Ridley Scott con enorme repercusión en 1982 (ver recuadro). La mayoría de esos textos fueron escritos durante las décadas de 1950 y 1960, el período más prolífico de la carrera de Dick. Una época que también está signada por la turbulenta vida privada del autor, quien como algunos de sus colegas le dedicó buena parte de sus energías a la experimentación con drogas químicas y alucinógenos, en un intento de ampliar los canales de su percepción. Ya en los primeros años de 1970 Dick comienza a sufrir las consecuencias de los excesos y su vida se irá pareciendo cada vez más a los ominosos escenarios de sus relatos.
En 1974 publica una nueva novela, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, por la que recibió el Premio John W. Campbell Memorial a la mejor novela de ciencia ficción. Pero ese mismo año se produce un acontecimiento que marcará el resto de su vida: Dick afirma recibir periódicamente la visita de Dios o de una presencia divina, a la que llamaba VALIS (acrónimo en inglés de Vast Active Living Intelligence System, o SIstema de VAsta INteligencia VIva). De ahí hasta su muerte, ocurrida el 2 de marzo de 1982, Dick se dedicó casi exclusivamente a escribir sobre dicha experiencia, tanto sea en sus diarios personales como en sus últimos trabajos literarios.
Abrumado por una paranoia que calzaba perfectamente no sólo con el perfil de los personajes y universos que había imaginado a lo largo de toda su obra, sino con la compleja trama geopolítica de los últimos y álgidos años de la Guerra Fría, Dick fue encerrándose en una trama de delirios en la que se combinaban de manera muy compleja lo científico y lo fantástico con lo místico. Es posible que la suya no haya sido otra cosa que una búsqueda desesperada de lo trascendente, de aquel elemento más allá de lo humano que solía insinuarse de manera amarga y retorcida en el grueso de su obra literaria. Tal vez a lo que aspiraba en cada uno de sus cuentos y novelas no fuera a otra cosa que tratar de encontrar a Dios por otros medios. Si así hubiera sido, puede decirse que murió convencido de haberlo logrado.
Un complejo manual para imaginar el futuro
No es exagerado decir que Philip K. Dick tuvo un rol decisivo en la forma en que el cine moderno comenzó a percibir a la ciencia ficción. Quizá no de forma directa, pero sí a partir del modo en que destacados cineastas supieron leerlo, para convertir sus retorcidos universos en un imaginario tan sólido que acabó por establecerse como estética "oficial" del género. Quizá la más influyente de todas haya sido la primera, la hiperbólica Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en 1982 apenas meses después de la muerte del autor, quien apenas pudo ver un montaje provisorio de los primeros 20 minutos. Basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, puede decirse que esa película colaboró en la consolidación de Dick como figura ineludible de la ciencia ficción. Ambientada en 2019, Blade Runner se atrevía a proyectar un espacio urbano hipercontrolado, agobiante y oscuro, al que la luz azulada del neón terminaba de darle ese aspecto de realismo futurista que hoy, a dos años de que la realidad alcance a la ficción, es posible reconocer en megaciudades como Tokyo. Directores como Paul Verhoeven en El vengador del futuro (1990) o Steven Spielberg en Sentencia previa (2002) volvieron a adaptar otras obras de Dick, abrevando en ese imaginario inaugurado por Scott en Blade Runner, que pronto tendrá una secuela, Blade Runner 2049, dirigida por el canadiense Dennis Villeneuve. La influencia de la obra de Dick y del trabajo de adaptación de Scott también es evidente en películas icónicas de la ciencia ficción contemporánea como ExistenZ (1998) de David Cronenberg o Mátrix (1999) de Lana y Lilly Wachowski (aunque filmaron la película cuando todavía eran Larry y Andy) y en una enorme cantidad de otras producciones, convirtiéndose en una especie de estándar ético y estético.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Dick es autor de más de 120 cuentos cortos y de 36 novelas, entre las que se cuentan El hombre en el castillo, galardonada con el Premio Hugo a la mejor novela en 1963, y la emblemática ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), adaptada al cine por Ridley Scott con enorme repercusión en 1982 (ver recuadro). La mayoría de esos textos fueron escritos durante las décadas de 1950 y 1960, el período más prolífico de la carrera de Dick. Una época que también está signada por la turbulenta vida privada del autor, quien como algunos de sus colegas le dedicó buena parte de sus energías a la experimentación con drogas químicas y alucinógenos, en un intento de ampliar los canales de su percepción. Ya en los primeros años de 1970 Dick comienza a sufrir las consecuencias de los excesos y su vida se irá pareciendo cada vez más a los ominosos escenarios de sus relatos.
En 1974 publica una nueva novela, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, por la que recibió el Premio John W. Campbell Memorial a la mejor novela de ciencia ficción. Pero ese mismo año se produce un acontecimiento que marcará el resto de su vida: Dick afirma recibir periódicamente la visita de Dios o de una presencia divina, a la que llamaba VALIS (acrónimo en inglés de Vast Active Living Intelligence System, o SIstema de VAsta INteligencia VIva). De ahí hasta su muerte, ocurrida el 2 de marzo de 1982, Dick se dedicó casi exclusivamente a escribir sobre dicha experiencia, tanto sea en sus diarios personales como en sus últimos trabajos literarios.
Abrumado por una paranoia que calzaba perfectamente no sólo con el perfil de los personajes y universos que había imaginado a lo largo de toda su obra, sino con la compleja trama geopolítica de los últimos y álgidos años de la Guerra Fría, Dick fue encerrándose en una trama de delirios en la que se combinaban de manera muy compleja lo científico y lo fantástico con lo místico. Es posible que la suya no haya sido otra cosa que una búsqueda desesperada de lo trascendente, de aquel elemento más allá de lo humano que solía insinuarse de manera amarga y retorcida en el grueso de su obra literaria. Tal vez a lo que aspiraba en cada uno de sus cuentos y novelas no fuera a otra cosa que tratar de encontrar a Dios por otros medios. Si así hubiera sido, puede decirse que murió convencido de haberlo logrado.
Un complejo manual para imaginar el futuro
No es exagerado decir que Philip K. Dick tuvo un rol decisivo en la forma en que el cine moderno comenzó a percibir a la ciencia ficción. Quizá no de forma directa, pero sí a partir del modo en que destacados cineastas supieron leerlo, para convertir sus retorcidos universos en un imaginario tan sólido que acabó por establecerse como estética "oficial" del género. Quizá la más influyente de todas haya sido la primera, la hiperbólica Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en 1982 apenas meses después de la muerte del autor, quien apenas pudo ver un montaje provisorio de los primeros 20 minutos. Basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, puede decirse que esa película colaboró en la consolidación de Dick como figura ineludible de la ciencia ficción. Ambientada en 2019, Blade Runner se atrevía a proyectar un espacio urbano hipercontrolado, agobiante y oscuro, al que la luz azulada del neón terminaba de darle ese aspecto de realismo futurista que hoy, a dos años de que la realidad alcance a la ficción, es posible reconocer en megaciudades como Tokyo. Directores como Paul Verhoeven en El vengador del futuro (1990) o Steven Spielberg en Sentencia previa (2002) volvieron a adaptar otras obras de Dick, abrevando en ese imaginario inaugurado por Scott en Blade Runner, que pronto tendrá una secuela, Blade Runner 2049, dirigida por el canadiense Dennis Villeneuve. La influencia de la obra de Dick y del trabajo de adaptación de Scott también es evidente en películas icónicas de la ciencia ficción contemporánea como ExistenZ (1998) de David Cronenberg o Mátrix (1999) de Lana y Lilly Wachowski (aunque filmaron la película cuando todavía eran Larry y Andy) y en una enorme cantidad de otras producciones, convirtiéndose en una especie de estándar ético y estético.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 10 de marzo de 2017
CINE - "En lo profundo del bosque" (Into the Forest), de Patricia Rozema: Una tragedia íntima
La directora Patricia Rozema plantea con inteligencia una historia que tiene un punto de partida nada original dentro del panorama del cine actual (el colapso de la civilización moderna), para contar una historia con no pocos puntos de interés. En En lo profundo del bosque, su sexto trabajo esta cineasta canadiense imagina una nueva versión del apocalipsis, pero lo hace de modo realista, prescindiendo de la megalomanía de una ciencia ficción cada vez más CGI dependiente. Y sobre todo de la figura del zombie, que de un tiempo a esta parte (digamos unas tres o cuatro décadas) se ha convertido en símbolo omnipresente a la hora de imaginar el final de los tiempos. No es que la deshumanización producto del colapso del mundo moderno (es decir capitalista) que el zombie encarna, no se encuentre presente en este relato que tiene lugar en el corazón todavía agreste de los Estados Unidos. Sin embargo Rozema prefiere representar ese giro, que es hacia lo irracional antes que lo salvaje, sin apelar a la metáfora hiperbólica de una figura fantástica.
La historia transcurre en un futuro inminente, en el que la provisión de electricidad cesa de golpe. Los motivos no son importantes para el relato que propone Rozema (aunque al pasar se menciona un atentado a gran escala contra las centrales de energía), porque lejos de aspirar las consecuencias globales, este se circunscribe a la experiencia particular de una familia que vive en una moderna cabaña en medio del bosque. Ahí es donde el apagón sorprende a un padre con dos hijas jóvenes. Aislados a partir de una cadena de pequeños infortunios, la familia recién consigue llegar al pueblo más cercano una semana después, encontrando un panorama que rápidamente se ha tornado caótico y peligroso a partir del individualismo, piedra angular del modelo capitalista y un impulso humano fácilmente excitable.
En lo profundo del bosque tiene por lo menos dos líneas claras que recorren el relato de principio a fin. La primera de ellas, la más superficial, es la mirada sobre el deterioro de las estructuras sociales modernas, sustentadas en una dependencia absoluta de una tecnología eficiente y sólida en sus aplicaciones, pero finalmente precaria en su producción. Werner Herzog plantea algo de esto en su último documental, Lo and Behold, Reveries of the Connected World (2016), en el que se pregunta cuánto tardaría en colapsar el mundo si se desmoronara internet. Rozema, quien fue uno de los asistentes de dirección de David Cronenberg en La mosca (1986), realiza una puesta en escena minimalista de dicho escenario.
Sin embargo su mirada no se conforma con navegar la superficie, sino que prefiere concentrarse en las consecuencias cotidianas de la tragedia. En ese sentido En lo profundo del bosque es una película de duelo en un sentido a la vez estricto y amplio. Un duelo que no se detiene en la pérdida humana, sino que se hace extensivo a la añoranza de un mundo, una cultura y una realidad extintas. Durante gran parte del relato Rozema consigue manejarse con gracia en esa representación. Sin embargo también incurre en algunas torpezas lombrosianas, anunciando sin necesidad la conducta de algunos personajes a través de sus gestos. El film estaría mejor sin ese trazo grueso.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
La historia transcurre en un futuro inminente, en el que la provisión de electricidad cesa de golpe. Los motivos no son importantes para el relato que propone Rozema (aunque al pasar se menciona un atentado a gran escala contra las centrales de energía), porque lejos de aspirar las consecuencias globales, este se circunscribe a la experiencia particular de una familia que vive en una moderna cabaña en medio del bosque. Ahí es donde el apagón sorprende a un padre con dos hijas jóvenes. Aislados a partir de una cadena de pequeños infortunios, la familia recién consigue llegar al pueblo más cercano una semana después, encontrando un panorama que rápidamente se ha tornado caótico y peligroso a partir del individualismo, piedra angular del modelo capitalista y un impulso humano fácilmente excitable.
En lo profundo del bosque tiene por lo menos dos líneas claras que recorren el relato de principio a fin. La primera de ellas, la más superficial, es la mirada sobre el deterioro de las estructuras sociales modernas, sustentadas en una dependencia absoluta de una tecnología eficiente y sólida en sus aplicaciones, pero finalmente precaria en su producción. Werner Herzog plantea algo de esto en su último documental, Lo and Behold, Reveries of the Connected World (2016), en el que se pregunta cuánto tardaría en colapsar el mundo si se desmoronara internet. Rozema, quien fue uno de los asistentes de dirección de David Cronenberg en La mosca (1986), realiza una puesta en escena minimalista de dicho escenario.
Sin embargo su mirada no se conforma con navegar la superficie, sino que prefiere concentrarse en las consecuencias cotidianas de la tragedia. En ese sentido En lo profundo del bosque es una película de duelo en un sentido a la vez estricto y amplio. Un duelo que no se detiene en la pérdida humana, sino que se hace extensivo a la añoranza de un mundo, una cultura y una realidad extintas. Durante gran parte del relato Rozema consigue manejarse con gracia en esa representación. Sin embargo también incurre en algunas torpezas lombrosianas, anunciando sin necesidad la conducta de algunos personajes a través de sus gestos. El film estaría mejor sin ese trazo grueso.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
jueves, 2 de marzo de 2017
CINE - "El hombre de Paso Piedra", de Martín Farina: Cosmovisiones empatadas
Director de Fulboy y de Taekwondo (esta última junto a Marco Berger), en su nueva película, El hombre de Paso Piedra, Martín Farina se permite contar una historia en la que no da nada por sentado. Retrato del ladrillero Mariano Carranza, que vive dedicado a su labor solitaria en las afueras de Choele Choel, Río Negro, El hombre de Paso Piedra es también un relato en el cual Farina confronta su forma de entender el mundo con la de ese hombre, en apariencia opuestas. El resultado es un film cartesiano en el que cada quien defiende su propia cosmovisión, pero que nunca se permite asumir como propia ninguna de ellas, limitándose a plantear el contraste y la duda.
A diferencia de La libertad (2001), de Lisandro Alonso, con la que comparte la voluntad de retratar a un hombre de campo solitario que dedica todo su tiempo al trabajo, Farina no se limita a observar ni resume su labor a la colocación de la cámara o al montaje. A Farina no sólo le interesa mostrar la vida del protagonista, sino que necesita darle una voz, escucharlo, saber qué piensa y cómo se define a sí mismo por oposición a un mundo moderno que, lejos de quedar fuera de campo, se corporiza en la voz y la presencia del propio director. Farina convive con Carranza para registrar con su cámara no sólo la misantrópica labor de ladrillero que literalmente realiza de sol a sol, sino también su vida cotidiana, ese período de oscuridad en la que el hombre se ciñe al mero esperar que la luz regrese para volver al trabajo.
Farina logra que su fotografía capte esa luz con la contundencia de lo sólido (que no debe confundirse con lo tosco), como si cada escena fuera una muestra de la realidad aislada en un envase aséptico de 24 fotogramas por minuto. Otro mérito destacable es su banda sonora. En ella una serie de sonidos cíclicos, como los cascos de un caballo, el tic tac de un reloj, el machacar rítmico de un martillo, o el golpe seco de los ladrillos al ser apilados, se encadenan y funcionan como encarnaciones de un metrónomo natural que marca el pulso del film y el tempo de la narración, y terminan de darle un cuerpo tangible al ritmo manso de la vida del protagonista. La labor se completa con fragmentos de música electropop que funcionan como avatar sonoro del contraste entre Carranza y Farina, protagonista y director, los protagonistas.
A partir de ese diseño sonoro, trabajado con tanta delicadeza, llama la atención que no se haya conseguido captar con mayor claridad la voz de Carranza que, entre las reverberaciones naturales de algunos espacios y su forma de hablar cerrada, como para adentro, dificultan la comprensión de algunos pasajes en los que él expone su particular forma de interpretar al mundo y la realidad. Para el final Farina se guarda una escena que vuelve a remitir al cine de Alonso, esta vez a Fantasma (2006). En esa escena posterior a los créditos, los roles se invierten y es Carranza quien, casi como un fantasma, le devuelve al director la visita, cerrando un intercambio no sólo físico y espacial sino, de un modo muy simple, también filosófico y trascendental. El cruce de dos cosmovisiones distintas, pero no necesariamente opuestas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.
A diferencia de La libertad (2001), de Lisandro Alonso, con la que comparte la voluntad de retratar a un hombre de campo solitario que dedica todo su tiempo al trabajo, Farina no se limita a observar ni resume su labor a la colocación de la cámara o al montaje. A Farina no sólo le interesa mostrar la vida del protagonista, sino que necesita darle una voz, escucharlo, saber qué piensa y cómo se define a sí mismo por oposición a un mundo moderno que, lejos de quedar fuera de campo, se corporiza en la voz y la presencia del propio director. Farina convive con Carranza para registrar con su cámara no sólo la misantrópica labor de ladrillero que literalmente realiza de sol a sol, sino también su vida cotidiana, ese período de oscuridad en la que el hombre se ciñe al mero esperar que la luz regrese para volver al trabajo.
Farina logra que su fotografía capte esa luz con la contundencia de lo sólido (que no debe confundirse con lo tosco), como si cada escena fuera una muestra de la realidad aislada en un envase aséptico de 24 fotogramas por minuto. Otro mérito destacable es su banda sonora. En ella una serie de sonidos cíclicos, como los cascos de un caballo, el tic tac de un reloj, el machacar rítmico de un martillo, o el golpe seco de los ladrillos al ser apilados, se encadenan y funcionan como encarnaciones de un metrónomo natural que marca el pulso del film y el tempo de la narración, y terminan de darle un cuerpo tangible al ritmo manso de la vida del protagonista. La labor se completa con fragmentos de música electropop que funcionan como avatar sonoro del contraste entre Carranza y Farina, protagonista y director, los protagonistas.
A partir de ese diseño sonoro, trabajado con tanta delicadeza, llama la atención que no se haya conseguido captar con mayor claridad la voz de Carranza que, entre las reverberaciones naturales de algunos espacios y su forma de hablar cerrada, como para adentro, dificultan la comprensión de algunos pasajes en los que él expone su particular forma de interpretar al mundo y la realidad. Para el final Farina se guarda una escena que vuelve a remitir al cine de Alonso, esta vez a Fantasma (2006). En esa escena posterior a los créditos, los roles se invierten y es Carranza quien, casi como un fantasma, le devuelve al director la visita, cerrando un intercambio no sólo físico y espacial sino, de un modo muy simple, también filosófico y trascendental. El cruce de dos cosmovisiones distintas, pero no necesariamente opuestas.
Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.