Cuando Dios mío, ¿qué hemos hecho?, de Philippe de Chauveron, se estrenó en Francia en abril del año pasado, la posibilidad de que los miembros de Charlie Hebdo fueran asesinados en la propia redacción de la revista a manos de una célula extremista islámica hubiera parecido un mal chiste. Sin embargo, apenas diez meses atrás esta película daba cuenta, a su modo, del estado de la construcción multicultural de la sociedad francesa en la actualidad. Se trata del retrato de la familia de Claude y Marie Verneuil, levantada sobre las bases culturales y sociales de la Francia gaullista de los años ’70 (que hoy equivale a un conservadurismo de pretensión bienpensante que se debate entre liberalismo y progresismo nacional). Ocurre que las tres hijas mayores del matrimonio se han casado con hijos de familias judías, musulmanas y chinas, negándoles a sus padres (sobre todo a Claude) el orgullo de un nieto “francés”. Pero todavía hay esperanza: que la menor, soltera aún, salve el honor familiar consiguiéndose un marido que se un "auténtico francés", blanco y católico. A partir de eso el film construye una serie de enredos basados exclusivamente en los choques culturales ocurridos entre papá y sus tres yernos, intentando convertirse en un modelo a escala de las tensiones que tienen lugar a nivel nacional en la Francia contemporánea: un multiculturalismo que, en gran medida, es el involuntario legado que la política colonialista del propio Charles de Gaulle le ha dejado al presente.
Como se ve, Dios mío, ¿qué hemos hecho? tiene todos los elementos para convertirse en una incómoda pieza de autocrítica. Porque la figura de Claude encarna las contradicciones de un pueblo como el francés, que siendo padre de los derechos humanos modernos y portador del estandarte que pregona aquello de “liberté, égalité, fraternité”, en el fondo (y últimamente no tan al fondo: basta ver como se engrosan los números de la ultraderechista Marine Le Pen en las encuenstas) se sentiría más cómodo si pudiera evitar compartir su casa con ciertas visitas. Ese es el reflejo que la película intenta mostrar puertas adentro y lo que la ha convertido en la segunda más vista de la historia del cine en su país, con 12 millones de espectadores. Pero no siempre el podio de la taquilla equivale a grandes méritos cinematográficos: Dios mío, ¿qué hemos hecho? es una comedia esquemática, cuyo humor nunca supera lo obvio ni ofrece más que personajes sin profundidad. Sirve de ejemplo el Claude que compone Christian Clavier, en torno a quien gira toda la narración, que es esclavo de su propia corrección política y cuya construcción no está muy lejos del "Padre Progresista" de Diego Capusotto, personaje que ni siquiera se encuentra entre los más logrados del cómico argentino. Entonces quizá la causa de este éxito deba buscarse en la necesidad de los franceses de imaginar que lo que les pasa no es más que una serie de malos entendidos culturales y no el producto de un conflicto social profundo. O en el deseo de que la realidad pudiera ser apenas una comedia pavota y no el espanto que, a un año del estreno de la película, acaba de explotar entre las manos de La República.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y espectáculos de Página/12.
viernes, 30 de enero de 2015
jueves, 29 de enero de 2015
CINE - "Busqueda implacable 3" (Taken 3), de Olivier Megaton: Ni con Liam Neeson alcanza
Podría decirse que Liam Neeson devino en estrella del cine de acción de manera inesperada y que casi sin querer acabó convertido en uno de esos actores que son un género en sí mismos. La punta de ese ovillo se encuentra en el origen de Búsqueda implacable, saga que una vez logrado el rango de trilogía parece haber llegado a su fin. Es cierto que Neeson mostró siempre buenas aptitudes para el cine de acción, basta recordar que tuvo una importante participación en proyectos como la segunda fase de La Guerra de las Galaxias, en Batman Inicia de Christopher Nolan y hasta su protagónico como superhéroe en Darkman, de Sam Raimi, hace 25 años. Aun así era difícil imaginarlo como un habitué de esos papeles que solían ir a parar a las manos de Stallone, Schwarzenegger, Willis, Gibson o Statham. Pero con la guía de ese industrial del cine que es Luc Besson, el actor irlandés comenzó un camino sólido interpretando a antihéroes que calzan muy bien con su perfil de prócer. Una carrera prolífica que de 2008 para acá ha sumado casi una decena de títulos, todos entretenidos y algunos de ellos, como la primera Búsqueda implacable, dirigida por Pierre Morel, o Non Stop – Sin Escalas, de Jaume Collet-Serrá, buenas películas de acción.
Y eso es lo que ofrece Búsqueda Implacable 3 que, igual que la segunda entrega de la saga, vuelve a ser dirigida por Olivier Megaton, uno de los amanuenses favoritos de Besson en su faceta de guionista/productor. Aunque esta vez la serie termina de alejarse definitivamente de la premisa que le dio origen y que justificaba su título original, Taken, que en este caso podría traducirse como “capturado/ capturada”. El mismo era una referencia directa al secuestro de una adolescente en París, a la que su padre, Bryan Mills, un ex agente de la CIA interpretado por Neeson, termina rescatando a sangre y fuego de una red de trata de personas destinadas a la prostitución. En el segundo episodio Mills todavía se enfrentaba a los parientes de los criminales que habían secuestrado a su hija, con la ciudad de Estambul como telón de fondo. Pero acá ya no hay secuestro ni nadie a quien el héroe deba rescatar, con lo cual se desdibuja un poco el personaje, aunque eso no significa que le falten problemas por resolver. En este caso, el asesinato de su propia ex esposa, crimen del cual él mismo es el principal sospechoso.
Búsqueda implacable 3 es el episodio más flojo de la saga, en donde el montaje del dispositivo de la intriga es más endeble, dejando al verosímil cinematográfico al límite del fracaso. La película no consigue ser efectiva en la imprescindible tarea de mantener sus secretos bajo control, permitiendo que sea sencillo saber qué personajes ocultan algo y cuáles están puestos para justificar los abracadabras del guión. La única que se mantiene en pie, sólida y confiable, es la capacidad de Neeson para hacer de Bryan Mills un personaje creible y querible. Parece bastante, y lo es, pero no alcanza.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Y eso es lo que ofrece Búsqueda Implacable 3 que, igual que la segunda entrega de la saga, vuelve a ser dirigida por Olivier Megaton, uno de los amanuenses favoritos de Besson en su faceta de guionista/productor. Aunque esta vez la serie termina de alejarse definitivamente de la premisa que le dio origen y que justificaba su título original, Taken, que en este caso podría traducirse como “capturado/ capturada”. El mismo era una referencia directa al secuestro de una adolescente en París, a la que su padre, Bryan Mills, un ex agente de la CIA interpretado por Neeson, termina rescatando a sangre y fuego de una red de trata de personas destinadas a la prostitución. En el segundo episodio Mills todavía se enfrentaba a los parientes de los criminales que habían secuestrado a su hija, con la ciudad de Estambul como telón de fondo. Pero acá ya no hay secuestro ni nadie a quien el héroe deba rescatar, con lo cual se desdibuja un poco el personaje, aunque eso no significa que le falten problemas por resolver. En este caso, el asesinato de su propia ex esposa, crimen del cual él mismo es el principal sospechoso.
Búsqueda implacable 3 es el episodio más flojo de la saga, en donde el montaje del dispositivo de la intriga es más endeble, dejando al verosímil cinematográfico al límite del fracaso. La película no consigue ser efectiva en la imprescindible tarea de mantener sus secretos bajo control, permitiendo que sea sencillo saber qué personajes ocultan algo y cuáles están puestos para justificar los abracadabras del guión. La única que se mantiene en pie, sólida y confiable, es la capacidad de Neeson para hacer de Bryan Mills un personaje creible y querible. Parece bastante, y lo es, pero no alcanza.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
miércoles, 28 de enero de 2015
LIBROS - A cinco años de la muerte de J. D. Salinger: ¿Se viene el "Guardián entre el centeno 2"?
El calendario necrológico de la literatura (siempre útil para el periodista cultural) indica que ayer se cumplieron cinco años de la muerte del estadounidense Jerome David Salinger, uno de los autores más importantes de la literatura norteamericana del siglo XX. Un espacio que ocupa a pesar de haber publicado apenas cuatro libros, de los cuales El guardián entre el centeno (1951) es el primero y más conocido, uno de los títulos fundamentales de la historia literaria de los Estados Unidos. Fue ese libro el que le dio una popularidad inmediata con la que no había siquiera soñado, pero que una vez conseguida deseó con todas sus fuerzas dejar de tener. Salinger publicó Levantad, carpinteros, la viga del tejado, su último libro, en 1963 y su último cuento dos años más tarde. Desde entonces hasta su muerte vivió recluido en su casa en la ciudad de Cornish, negándose incluso a dar entrevistas y sin volver a editar un solo texto. Para su desgracia, ese encierro hizo que su popularidad en lugar de irse apagando se convirtiera en mito: alcanza con leer la referencia que hace a su figura el español Enrique Vila Matas en su libro Bartleby y compañía para tener una perspectiva de en qué clase de héroes se convirtieron Salinger y su obra durante esos 45 años de reclusión voluntaria.
Pero es fácil darse cuenta de cuál es la diferencia entre dejar de publicar y dejar de escribir. Porque los escritores escriben y es eso, y no las publicaciones, lo que los define. Algo que se comprobó a poco de su fallecimiento en 2010. Según revelaron sus biógrafos Shane Salerno y David Shields en La guerra privada de J.D. Salinger, hay cinco obras inéditas que el propio Salinger habría confiado a los responsables de su herencia para ser publicados a partir de 2015. Con lo cual es muy probable que este año se conozca el primero de esos libros. Entre ellos se contarían un volumen de cuentos relacionados con el libro Franny y Zoey, de 1961, y una versión retocada de una obra conocida pero aún no publicada, The Last and Best of the Peter Pans (1942), en la que aparece la familia Caulfield, uno de cuyos miembros, el adolescente Holden, protagoniza El guardián entre el centeno.
Como en cualquiera de los órdenes culturales y sociales, la Segunda Guerra Mundial marcó un istmo abrupto en el panorama de la literatura norteamericana. Un filtro insalvable a través del cual la realidad comenzó a trazar cada vez con más fuerza el perfil definitivo de la potencia hegemónica en que la victoria había convertido a los Estados Unidos. Desde el presente la figura de Salinger aparece como la manifestación más clara de la narrativa de ese momento histórico, sobre todo la mencionada El guardián entre el centeno y sus Nueve Cuentos de 1953. Junto a otros autores como Kurt Vonnegut y los integrantes del movimiento Beatnik, conforman la superficie visible de un témpano enorme que desde la literatura retrata y define a su tiempo. Eso explica que en su país haya sido uno de los escritores de mayor celebridad, más allá de los detalles extra literarios que ayudaron a hacer de él una leyenda involuntaria, como haber llevado su decisión de dejar de publicar a extremos insospechados. Un dato interesante lo aporta Edhasa, su casa editorial en la Argentina, quienes antes del fallecimiento del autor debían conformarse con publicar una vieja versión llena de galicismos y giros castizos que acaban convirtiéndose en escollos para los lectores sudamericanos, ya que el propio Salinger se negaba sistemáticamente a autorizar una nueva traducción. Un detalle que, como la ausencia de referencias biográficas, fotografías o reseñas editoriales en contratapa y solapas internas de los libros publicados, funciona como una extensión del carácter hosco y huraño de su autor.
La segunda historia que potencia el misterio de su figura y de su obra, se relaciona con dos hechos trágicos y ajenos. Cuando el 8 de Octubre de 1980 Mark Chapman mató a John Lennon en la puerta de su casa, frente al Central Park de New York, junto con el arma homicida llevaba un ejemplar de El guardián entre el centeno. Tres meses después, John Hinckley Jr. disparó contra el entonces presidente Ronald Reagan e hirió a tres personas. La policía buscó en el hotel en el que se alojaba el agresor y ahí encontró un ejemplar de la novela de Salinger. Estos hechos se agigantaron hasta convertirse en leyenda urbana: a partir de entonces se dice que El guardián entre el centeno ha sido fuente de inspiración para muchos asesinos; que se encuentra entre los libros marcados por la CIA o el FBI como potencialmente peligrosos, y que quien lo compra o solicita en las bibliotecas públicas norteamericanas es considerado de inmediato por estas agencias de seguridad como una virtual amenaza al sistema. Puede encontrarse un eco de esta teoría en la película La conspiración (Conspiracy theory, de Richard Donner, 1997), protagonizada por Mel Gibson y Julia Roberts.
Es cierto que la obra de Salinger tiene un bienvenido carácter revulsivo y que retrata con maestría la desesperanza y turbación de la adolescencia, pero eso no alcanza para estigmatizarla como mera inspiración para psicóticos. Un mecanismo reductivo clásico de una cultura como la norteamericana, que todavía conserva una fuerte marca del puritanismo heredado de algunos de sus primeros colonos, del que también han sido víctimas otras manifestaciones culturales como la aparición del rock and roll en los años ´50. Por eso debe advertirse a quienes busquen violentas apologías en El guardián entre el centeno que acabarán defraudados. En sus páginas Salinger hace el relato en primera persona de una noche en la vida de Holden Caufield, un adolescente que, producto de algunas tragedias y vicios familiares y sociales, no consigue encontrar su lugar en el mundo. Sabiendo que no volverá a ser aceptado en su prestigiosa escuela al año siguiente, Holden decide que es hora de hacer su propio camino antes que tener que enfrentar a sus padres, en quienes no ve otra cosa que mediocridad, estupidez y conformismo, reflejo de lo que percibe en el mundo. Esa noche escapará del colegio para dar vueltas solo por Nueva York, pretendiendo todo el tiempo ser lo que no es. Alquilará una habitación de hotel; intentará tomarse unos tragos y conquistar alguna mujer en un pub de medio pelo; se sentirá víctima del acoso de un antiguo profesor, en quien buscará apoyo. Y sólo acabará encontrando algo del sentido común que busca en el mundo de los adultos en su pequeña hermanita.
Con El guardián entre el centeno, Salinger pone de manifiesto las múltiples formas en que el sistema olvida al individuo y de qué manera es atropellada la inocencia. Todo eso en medio del exitismo imperial de los años ´50 en la floreciente Norte América. Una certera y crítica metáfora social que parece no haber perdido su vigencia, en un mundo cada vez más parcelado, a través de un relato que combina la ternura ácida con una desesperanza para la que parece no haber consuelo. Igual que para aquel escritor que encerrado en un rancho de Cornish creyó que podría olvidarse de ese mundo hostil, o al menos hacer que el mundo se olvidara de él. Pero no ocurrió nada de eso.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Pero es fácil darse cuenta de cuál es la diferencia entre dejar de publicar y dejar de escribir. Porque los escritores escriben y es eso, y no las publicaciones, lo que los define. Algo que se comprobó a poco de su fallecimiento en 2010. Según revelaron sus biógrafos Shane Salerno y David Shields en La guerra privada de J.D. Salinger, hay cinco obras inéditas que el propio Salinger habría confiado a los responsables de su herencia para ser publicados a partir de 2015. Con lo cual es muy probable que este año se conozca el primero de esos libros. Entre ellos se contarían un volumen de cuentos relacionados con el libro Franny y Zoey, de 1961, y una versión retocada de una obra conocida pero aún no publicada, The Last and Best of the Peter Pans (1942), en la que aparece la familia Caulfield, uno de cuyos miembros, el adolescente Holden, protagoniza El guardián entre el centeno.
Como en cualquiera de los órdenes culturales y sociales, la Segunda Guerra Mundial marcó un istmo abrupto en el panorama de la literatura norteamericana. Un filtro insalvable a través del cual la realidad comenzó a trazar cada vez con más fuerza el perfil definitivo de la potencia hegemónica en que la victoria había convertido a los Estados Unidos. Desde el presente la figura de Salinger aparece como la manifestación más clara de la narrativa de ese momento histórico, sobre todo la mencionada El guardián entre el centeno y sus Nueve Cuentos de 1953. Junto a otros autores como Kurt Vonnegut y los integrantes del movimiento Beatnik, conforman la superficie visible de un témpano enorme que desde la literatura retrata y define a su tiempo. Eso explica que en su país haya sido uno de los escritores de mayor celebridad, más allá de los detalles extra literarios que ayudaron a hacer de él una leyenda involuntaria, como haber llevado su decisión de dejar de publicar a extremos insospechados. Un dato interesante lo aporta Edhasa, su casa editorial en la Argentina, quienes antes del fallecimiento del autor debían conformarse con publicar una vieja versión llena de galicismos y giros castizos que acaban convirtiéndose en escollos para los lectores sudamericanos, ya que el propio Salinger se negaba sistemáticamente a autorizar una nueva traducción. Un detalle que, como la ausencia de referencias biográficas, fotografías o reseñas editoriales en contratapa y solapas internas de los libros publicados, funciona como una extensión del carácter hosco y huraño de su autor.
La segunda historia que potencia el misterio de su figura y de su obra, se relaciona con dos hechos trágicos y ajenos. Cuando el 8 de Octubre de 1980 Mark Chapman mató a John Lennon en la puerta de su casa, frente al Central Park de New York, junto con el arma homicida llevaba un ejemplar de El guardián entre el centeno. Tres meses después, John Hinckley Jr. disparó contra el entonces presidente Ronald Reagan e hirió a tres personas. La policía buscó en el hotel en el que se alojaba el agresor y ahí encontró un ejemplar de la novela de Salinger. Estos hechos se agigantaron hasta convertirse en leyenda urbana: a partir de entonces se dice que El guardián entre el centeno ha sido fuente de inspiración para muchos asesinos; que se encuentra entre los libros marcados por la CIA o el FBI como potencialmente peligrosos, y que quien lo compra o solicita en las bibliotecas públicas norteamericanas es considerado de inmediato por estas agencias de seguridad como una virtual amenaza al sistema. Puede encontrarse un eco de esta teoría en la película La conspiración (Conspiracy theory, de Richard Donner, 1997), protagonizada por Mel Gibson y Julia Roberts.
Es cierto que la obra de Salinger tiene un bienvenido carácter revulsivo y que retrata con maestría la desesperanza y turbación de la adolescencia, pero eso no alcanza para estigmatizarla como mera inspiración para psicóticos. Un mecanismo reductivo clásico de una cultura como la norteamericana, que todavía conserva una fuerte marca del puritanismo heredado de algunos de sus primeros colonos, del que también han sido víctimas otras manifestaciones culturales como la aparición del rock and roll en los años ´50. Por eso debe advertirse a quienes busquen violentas apologías en El guardián entre el centeno que acabarán defraudados. En sus páginas Salinger hace el relato en primera persona de una noche en la vida de Holden Caufield, un adolescente que, producto de algunas tragedias y vicios familiares y sociales, no consigue encontrar su lugar en el mundo. Sabiendo que no volverá a ser aceptado en su prestigiosa escuela al año siguiente, Holden decide que es hora de hacer su propio camino antes que tener que enfrentar a sus padres, en quienes no ve otra cosa que mediocridad, estupidez y conformismo, reflejo de lo que percibe en el mundo. Esa noche escapará del colegio para dar vueltas solo por Nueva York, pretendiendo todo el tiempo ser lo que no es. Alquilará una habitación de hotel; intentará tomarse unos tragos y conquistar alguna mujer en un pub de medio pelo; se sentirá víctima del acoso de un antiguo profesor, en quien buscará apoyo. Y sólo acabará encontrando algo del sentido común que busca en el mundo de los adultos en su pequeña hermanita.
Con El guardián entre el centeno, Salinger pone de manifiesto las múltiples formas en que el sistema olvida al individuo y de qué manera es atropellada la inocencia. Todo eso en medio del exitismo imperial de los años ´50 en la floreciente Norte América. Una certera y crítica metáfora social que parece no haber perdido su vigencia, en un mundo cada vez más parcelado, a través de un relato que combina la ternura ácida con una desesperanza para la que parece no haber consuelo. Igual que para aquel escritor que encerrado en un rancho de Cornish creyó que podría olvidarse de ese mundo hostil, o al menos hacer que el mundo se olvidara de él. Pero no ocurrió nada de eso.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
domingo, 25 de enero de 2015
DISCOS - "Discipline", de King Crimson: Música para llegar al mundo
Cuando descubrí a King Crimson ya era bastante tarde, aunque no lo suficiente: siempre hay tiempo para llegar a la música. Por entonces me encontraba en medio de una carrera desesperada por encontrar el perfecto disco de metal (me refiero al género musical, no al material), probando los límites de mi amplitud estética, viendo hasta dónde me permitía disfrutar de la distorsión, las estructuras radicales y las voces desgarradas o guturales. No es que no escuchara otras cosas, porque nunca me gustaron ese tipo de límites, pero sí era metódico en esa búsqueda. Por eso resulta significativo haber descubierto en ese momento Discipline, primer disco de la segunda etapa de la banda del rey carmesí, esa que los jihadistas del rock progresivo miran por encima del hombro. Es un disco extraordinario, revolucionario, futurista para 1981, con un Adrian Belew iluminando con su voz y su guitarra los paisajes sonoros imaginados por Robert Fripp. Tanto me enamoré de Discipline, que a poco de descubrirlo nació mi hija Serena y no encontré mejor forma de recibirla que musicalizar su parto con “Matte Kudasai”, una de las mejores siete canciones del disco.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.
jueves, 22 de enero de 2015
CINE - "Whiplash, música y obsesión" (Whiplash), de Damien Chazelle: En busca de la ballena blanca
“No hay dos palabras más dañinas que se le puedan decir a alguien que buen trabajo.” Una afirmación así, severa e implacable en cualquier circunstancia, cobra un significado mucho más denso e incluso patológico si el que la dice es un maestro y quien la recibe, uno de sus pupilos. Ambos, docente y alumno, son los protagonistas excluyentes de Whiplash, música y obsesión, opus dos del joven director estadounidense Damien Chazelle, aunque todo el tiempo se tenga la sensación de que un tercer protagonista, un ente fantasmal, se mueve entre ellos gobernando el vínculo que los une. Que en principio podría suponerse que se trata del espíritu de la música, pero no. Porque es cierto que Terence Fletcher es el profesor estrella de la mejor academia de música de los Estados Unidos, un pianista y director de orquesta que lleva la exigencia a límites psicopáticos. Y que Andrew Neyman es el más joven de sus alumnos, un baterista admirador del gran Buddy Rich que ansía convertirse él mismo en uno de los héroes del jazz a costa de cualquier sacrificio. Pero si se retiran los ornamentos, la fórmula podría cambiarse de escenario y seguir funcionando. Entonces alumno y maestro podrían convertirse en futbolista y director técnico; un aspirante a yuppie y un viejo lobo de las finanzas; un joven telemarketer y su supervisor. O en una ballena blanca y el fiero capitán de un buque ballenero. Lo vital en Whiplash no es quiénes, sino qué.
Porque aunque la música es un elemento importante de la trama, no deja de ser una excusa, de alguna manera un McGuffin hitchcockiano que sirve para vestir el relato de manera elegante y anclarlo en una atmosfera cinematográfica clásica, refinada y épica a la vez. En realidad lo que importa es la dinámica que se surge entre los personajes en su búsqueda de la excelencia, de una utopía, de un deseo por cumplir. De la inmortalidad, que es de lo que se trata la épica. Por eso tampoco importa lo improbable de la existencia de un profesor como Fletcher, capaz de llevar la exigencia a niveles de tortura psicológica tan altos y de manera sostenida en el tiempo dentro de una institución de primer nivel mundial, sobre todo en los Estados Unidos, donde por mucho menos se pondría en movimiento la industria del juicio. Se trata de retratar el vínculo al límite del sadomasoquismo que puede nacer entre dos personas que, desde el más mundanal de los barros, aspiran a alcanzar lo supremo. Esa obsesión de Fletcher de “empujar a las personas más allá de lo que se espera de ellos”, de ser la chispa que encienda la mecha del próximo Charlie Parker, y la de Neyman por conseguir la gloria del mismo modo en que ciertos monjes se flagelan para acercarse a lo divino (no por nada la película se llama Whiplash, latigazo, y el chico toca la batería, el más carnal y físico de los instrumentos musicales), los deja a un paso del Capitán Ahab y Moby Dick. Se trata de la frustración que produce lo inalcanzable convertida a la vez en motor y causa final, en lo único que le da a la vida un sentido trascendente.
De la misma manera en que los personajes van cerrándose cada vez más sobre su vínculo, la película también se va comprimiendo sobre ellos, dejando de a poco en el camino a las tramas laterales y a los personajes secundarios, convirtiéndose a sí misma en un relato obsesivo, en donde fotografía, música y montaje conspiran para darle la forma de una pieza de cámara. Como una partitura que alimenta el crescendo para por fin despojarse de ornamentos y darle espacio a los solistas, lugar que ocupan el joven Miles Teller y ese gran tapado que fue siempre J. K. Simmons.
Sin embargo, hay un punto de quiebre hacia el final del film que plantea una discusión narrativa interesante. Del mismo modo en que hace unos años se cuestionó a Santiago Mitre por permitirle al protagonista de El estudiante responder a una pregunta clave al final de la película, acá Chazelle pone a Andrew (otro estudiante) ante una situación similar. Pero lo que sigue no es sólo su respuesta, sino una secuencia final que de alguna manera viene a cumplir con el rol de un retorcido final feliz, a resolver el vínculo escabroso de maestro y alumno. A pesar de eso, dicha secuencia de cierre es notable, casi un cortometraje en sí misma, donde finalmente se corporiza ese espíritu esquivo que los protagonistas persiguen durante toda la película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Porque aunque la música es un elemento importante de la trama, no deja de ser una excusa, de alguna manera un McGuffin hitchcockiano que sirve para vestir el relato de manera elegante y anclarlo en una atmosfera cinematográfica clásica, refinada y épica a la vez. En realidad lo que importa es la dinámica que se surge entre los personajes en su búsqueda de la excelencia, de una utopía, de un deseo por cumplir. De la inmortalidad, que es de lo que se trata la épica. Por eso tampoco importa lo improbable de la existencia de un profesor como Fletcher, capaz de llevar la exigencia a niveles de tortura psicológica tan altos y de manera sostenida en el tiempo dentro de una institución de primer nivel mundial, sobre todo en los Estados Unidos, donde por mucho menos se pondría en movimiento la industria del juicio. Se trata de retratar el vínculo al límite del sadomasoquismo que puede nacer entre dos personas que, desde el más mundanal de los barros, aspiran a alcanzar lo supremo. Esa obsesión de Fletcher de “empujar a las personas más allá de lo que se espera de ellos”, de ser la chispa que encienda la mecha del próximo Charlie Parker, y la de Neyman por conseguir la gloria del mismo modo en que ciertos monjes se flagelan para acercarse a lo divino (no por nada la película se llama Whiplash, latigazo, y el chico toca la batería, el más carnal y físico de los instrumentos musicales), los deja a un paso del Capitán Ahab y Moby Dick. Se trata de la frustración que produce lo inalcanzable convertida a la vez en motor y causa final, en lo único que le da a la vida un sentido trascendente.
De la misma manera en que los personajes van cerrándose cada vez más sobre su vínculo, la película también se va comprimiendo sobre ellos, dejando de a poco en el camino a las tramas laterales y a los personajes secundarios, convirtiéndose a sí misma en un relato obsesivo, en donde fotografía, música y montaje conspiran para darle la forma de una pieza de cámara. Como una partitura que alimenta el crescendo para por fin despojarse de ornamentos y darle espacio a los solistas, lugar que ocupan el joven Miles Teller y ese gran tapado que fue siempre J. K. Simmons.
Sin embargo, hay un punto de quiebre hacia el final del film que plantea una discusión narrativa interesante. Del mismo modo en que hace unos años se cuestionó a Santiago Mitre por permitirle al protagonista de El estudiante responder a una pregunta clave al final de la película, acá Chazelle pone a Andrew (otro estudiante) ante una situación similar. Pero lo que sigue no es sólo su respuesta, sino una secuencia final que de alguna manera viene a cumplir con el rol de un retorcido final feliz, a resolver el vínculo escabroso de maestro y alumno. A pesar de eso, dicha secuencia de cierre es notable, casi un cortometraje en sí misma, donde finalmente se corporiza ese espíritu esquivo que los protagonistas persiguen durante toda la película.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 16 de enero de 2015
CINE - "Los imprevistos del amor" (Love, Rosie), de Christian Ditter: Corre, camina, se tropieza y al final cae.
No muchas comedias románticas recientes tienen un comienzo tan alentador como Los imprevistos del amor, de Christian Ditter. Un buen motivo para explicarlo puede ser su origen mitad británico, que le da un aire fresco y despreocupado, bien lejos del ritmo frenético y la pesadez moral de otros exponentes de su mismo grupo. Los personajes tienen una clase que en una producción similar hecha a este lado del Atlántico suele no abundar y por eso da un poco de lástima el título elegido para su estreno local. Del que podría pensarse que se empeña en adelantar parte del nudo que mueve la historia, cuando en realidad no es sino el peor lugar común para un género como la comedia romántica, en donde el amor siempre está vinculado con lo imprevisto, a fundir aquello que desde la física y la química parece condenado a la fisión. Tómese una comedia romántica emblemática: Cuando Harry conoció a Sally, por ejemplo. Ellos se conocen al entrar en la universidad y no pueden ser más distintos. Un segundo encuentro un lustro más tarde confirma la mutua repulsión y sin embargo al final, diez años después, terminan besándose bajo la nieve en una noche de Año Nuevo.
Como si se tratara de una copia en negativo de ese film de Rob Reiner, Los imprevistos del amor también sigue a sus protagonistas desde el final de la secundaria hasta los 30 años, trazando un mapa de los imprevistos (o no tanto) que se cruzan en el camino de un amor cantado. La diferencia es que, lejos de repelerse, Rosie (Lily Collins) y Alex (Sam Claflin) son mejores amigos desde la infancia y lo que los detiene es el miedo a que el amor destruya esa amistad. El guión empieza un recorrido que no por reconocible deja de ser agradable, retratando bien las etapas que van viviendo. “Estoy cansada de estar sola: tengo 24 años”, dice Rosie al filo de una mala decisión, con la candidez de quien apenas al comienzo de la juventud cree haber atravesado la eternidad. Al principio el humor soporta la comparación con la obra de Reiner y hasta el previsible embarazo imprevisto de Rosie –cortesía del chico lindo de la clase durante el baile de graduación–, que en otra película sería una luz de alerta, aparenta ser apenas otro eslabón en la cadena de pruebas que el amor debe superar. Pero no: es una luz de alerta, nomás, un aviso de que la pesadez moral acá también es parte del asunto.
Desde ahí, sin perder el humor, es cierto, la vida (o el guión, que para Rosie y Alex es lo mismo) irá amonestándolos por no atreverse a tomar la decisión correcta, hasta que aprendan, subrayados dramáticos varios mediante (incluyendo cartas leídas por voces en off que insisten sobre lo que la acción ya mostró con claridad). Si algo se salva de la caída hacia lo convencional es el encanto de Lily Collins, cuya presencia recuerda mucho la potencia escénica de Julia Roberts al comienzo de su carrera. En el camino queda la ilusión de una buena comedia romántica convertida en otra de tantas.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Como si se tratara de una copia en negativo de ese film de Rob Reiner, Los imprevistos del amor también sigue a sus protagonistas desde el final de la secundaria hasta los 30 años, trazando un mapa de los imprevistos (o no tanto) que se cruzan en el camino de un amor cantado. La diferencia es que, lejos de repelerse, Rosie (Lily Collins) y Alex (Sam Claflin) son mejores amigos desde la infancia y lo que los detiene es el miedo a que el amor destruya esa amistad. El guión empieza un recorrido que no por reconocible deja de ser agradable, retratando bien las etapas que van viviendo. “Estoy cansada de estar sola: tengo 24 años”, dice Rosie al filo de una mala decisión, con la candidez de quien apenas al comienzo de la juventud cree haber atravesado la eternidad. Al principio el humor soporta la comparación con la obra de Reiner y hasta el previsible embarazo imprevisto de Rosie –cortesía del chico lindo de la clase durante el baile de graduación–, que en otra película sería una luz de alerta, aparenta ser apenas otro eslabón en la cadena de pruebas que el amor debe superar. Pero no: es una luz de alerta, nomás, un aviso de que la pesadez moral acá también es parte del asunto.
Desde ahí, sin perder el humor, es cierto, la vida (o el guión, que para Rosie y Alex es lo mismo) irá amonestándolos por no atreverse a tomar la decisión correcta, hasta que aprendan, subrayados dramáticos varios mediante (incluyendo cartas leídas por voces en off que insisten sobre lo que la acción ya mostró con claridad). Si algo se salva de la caída hacia lo convencional es el encanto de Lily Collins, cuya presencia recuerda mucho la potencia escénica de Julia Roberts al comienzo de su carrera. En el camino queda la ilusión de una buena comedia romántica convertida en otra de tantas.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 15 de enero de 2015
LIBROS - "Mecanismo a válvula" y "Desde el altillo", de Eduardo Alvariza: "El humor es uno de los pocos bastiones que quedan para combatir la corrección política"
Esta nota podría empezar copiando el párrafo más célebre de Juan Ramón Jiménez, diciendo que Eduardo Alvariza "es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón", pero sería confuso. Porque es cierto que Eduardo Alvariza no es muy alto y que su melena de un rubio oscuro que las canas se encargaron de aclarar y la barba blanca permiten afirmar sin dudas que el pelo ocupa un lugar importante en su descripción. Pero es lo que viene después lo que puede sonar raro: ¿Cómo sabe el cronista que el entrevistado es suave y blando como de algodón? ¿Lo abrazó, lo acarició, lo tocó? ¿Dónde lo tocó y por qué? ¿Quién es Eduardo Alvariza? Por lo pronto algo es seguro: no se trata de un burro.
Prácticamente desconocido de este lado del río, Alvariza tiene una carrera como periodista cultural de más de 30 años en su país, Uruguay, y una obra literaria que incluye unos cuantos libros que, vaya a saber por qué, nunca se editaron por acá. Cultor de un humor ácido, oscuro, siempre al límite de lo escabroso, muchas veces escatológico, los textos literarios de Alvariza van de un coqueteo con la serie negra que se parece demasiado a la sátira, a una prosa que trafica con sutileza una poesía que no necesita alejarse de lo urbano ni de lo masculino para ser delicada. Algunos de los microrelatos incluidos en su libro Mecanismo a válvula (ver recuadro) son una buena muestra de lo dicho. Textos que haciendo equilibrio entre el realismo y la pesadilla dan cuenta de una realidad anfibia fatalmente inasible. Sus cuentos, aun los más breves (sobre todo esos), someten a lo real a contorciones impredecibles para tratar de tener un mapa lo más completo posible, del mismo modo en que un químico deconstruye la materia en sus elementos esenciales sólo para entederla mejor.
Como periodista cultural Alvariza no es menos brillante y Desde el altillo, una antología de sus trabajos publicados en el semanario Búsqueda, donde trabaja hace más de 25 años, lo ilustran con detalle. Sus críticas de cine, por ejemplo, se alejan lo más posible del púlpito desde donde algunos pretenden dar iluminados sermones. Al contrario de eso, las suyas se parecen más a esas charlas de café entre amigos después de ver una película, aunque formalmente cumplen perfectamente con los objetivos de la buena crítica. Pero Alvariza disimula con inteligencia el análisis del objeto hasta hacerle creer al lector que eso no es lo principal, que lo que de verdad importa es ese diálogo que él se encarga de comenzar y dejar abierto. Apodado El Chueco por las pronunciadas parábolas opuestas que trazan sus piernas, Eduardo Alvariza es entonces escritor y periodista cultural, dos oficios a los que la tecnología digital tiene a mal traer. “El periodismo cultural en Uruguay, como en casi todo el mundo, ocupa las últimas páginas de las publicaciones en papel, que cada vez son menos”, dice Alvariza, “pero todavía hay lectores que empiezan por ahí. La crítica de una película, la reseña de un jazzero muerto o el comentario de un nuevo libro siempre interesaron a poca gente. Lo bueno es que cada tanto la poca gente que te lee, que muchas veces son amigos, encuentra interés en lo que vos escribís, o se divierte. Con eso me alcanza”, confiesa sin rastros de resignación.
-Es notorio el uso de humor en muchos de tus cuentos y textos periodísticos. ¿Qué es lo que hace que el humor se vuelva recurrente en tu trabajo?
-El humor es una forma de estar parado frente al mundo, una postura existencial. La mayoría de las veces es involuntario, sale sencillamente porque ves así las cosas. Para todos los órdenes de la vida prefiero alguien que ve las cosas con humor. Que alguien te haga reír es una bendición: reír hasta las lágrimas es algo que puede superar al orgasmo, nuestra máxima expresión de descarga si hablamos de fluídos corporales. En cuanto al humor como mecanismo narrativo, es uno de los pocos bastiones que quedan para combatir la corrección política, el deber ser, que es una de las peores lacras en cuanto a visión de las cosas. En mi sociedad totalitaria, a todos los sujetos que persiguen la corrección política los medicaría, y si no mejoran, los ejecutaría. Detrás de cualquier humorista hay un pesimista: es una buena combinación y quizás esté bien rumbeada. La verdad, por lo general, es fea y necesita el desorden del humor.
-Otro elemento que se detecta en tus textos es cierto tono melancólico que para los que miramos hacia Uruguay de manera fraternal desde Buenos Aires, se nos aparece como un elemento característico de lo uruguayo.
-Desde que se instaló la República Oriental del Uruguay se instaló la melancolía. En la escuela nos enseñaron que nuestra nacionalidad era la “oriental”. Eso que designa un punto geográfico termina siendo más que una boludez, un signo de demencia para un funcionario de aduanas, al que le tenés que decir que sos “uruguayo” y no “oriental”, como nos enseñaron las maestras. Pero ser un asiático en Latinoamérica, en un país tan pequeño que habla español y depende de las economías de Argentina y Brasil, es para morirse de tristeza. Nuestros grandes exponentes de la literatura y de la pintura son casi todos melancólicos, como Onetti y Torres García. Lo que sucede es que la melancolía está a un pasito del bajón. Digo a un pasito porque si la melancolía se expresa como música bien ejecutada, es sublime. Cuando la narrativa de las palabras o de las imágenes tiene una dosis de música bien afinada, como en Onetti, en Torres García o en Pablo Stoll, para poner un ejemplo de cine actual y bien uruguayo, es superior. Pero cuando no la tiene, como en Benedetti, es un bajón liso y llano, una queja.
-¿Pero como escritor te sentís parte de cierta corriente de la literatura uruguaya?
-Supongo que mis libros representan a la cultura uruguaya porque no fueron escritos ni en Finlandia ni en Vietnam. Tengan o no que ver con una ola de nacionalidad más o menos reconocible o con un movimiento o una generación, fueron escritos bajo las coordenadas de un país y de una cultura determinadas. Eso sí: veo que buena parte de la literatura actual uruguaya ha quedado marcada por la dictadura, los tupamaros y los desaparecidos. Nada de eso tiene que ver con mi narrativa. En ese sentido soy un chino en Uruguay. Al final, las maestras tenían razón.
-¿De qué manera pensás la crítica de cine y cuál creés que es la función que esta debería cumplir?
-Creo que la crítica debe informar y dar un juicio de valor fundamentado, pero luego de eso está bueno tener una total libertad para ejercer el oficio. Me gusta provocar, si es posible, un gusto en el espectador, una inquietud para ver o no la película, pero desisto del análisis como método con pasos determinados, me resulta muy frío. Prefiero escribir a partir de una película que de la película en sí, aunque sin salirme de las reglas que plantea la película
-Así como la música aparece como un elemento fundamental en tus libros, ¿Qué elementos de la música creés que no deberían ser ajenos a ningún escritor?
-Kerouac quería escribir como si tocara jazz, o más abstracto aún: be bop. Es una buena apuesta, aunque el listón está bastante alto. La escritura tiene cadencia, ritmo, contrapuntos y fugas, como la música. Pero lograrlo es para los buenos en serio. Más allá de la anécdota y de los personajes, más allá de las imágenes, la literatura produce sonido mental, que tiene que ver con el estilo. No creo que los escritores elijan conscientemente qué música tocar cuando escriben, pero algunos suenan originales, otros más o menos, otros suenan a lo mismo, algunos muy agudos, otros abusan del bombo o las cuerdas dulzonas y así. De los grandes escritores musicales te diría que en el podio está Gao Xingjian, el chino Premio Nobel (“El libro de un hombre solo”, “La montaña del alma”). Un capo, vos lo leés y más allá de la comprensión sentís una cadencia brutal en su escritura, navegás con él. Y de los cineastas musicales, Fellini y Bresson entre los más grandes, detrás de Tarkovski. Música y poesía son lo mismo: imágenes poderosas, plenas de sugerencia y que no tienen por qué encerrar un significado puntual, concreto.
-Recorrer tus libros es recorrer también una vasta red de conexiones, de excusas que motorizan la escritura. Entonces pareciera que da lo mismo el periodismo que la literatura, la prosa que la prosa poética, novela que cuento, la crítica de cine que el diario personal, la realidad que la ficción e, incluso, la realidad ficcionada. Que todo es un impulso para escribir.
-Lo ideal sería escribir una poética lista de la compra para el supermercado o una receta de cocina con swing. Pero existe la funcionalidad, que es un deber en las sociedades organizadas, con excepción de los poetas, que escriben para ellos y andan por la vida siendo huérfanos con una carpeta de imágenes bajo el brazo. De todos modos, si los buenos escritores tiene algo para decir, lo dicen en el formato que sea: una carta, un discurso, una instrucción de uso e incluso una caja negra, donde la desesperación está al límite. Creo igual que podría vivir sin escribir con el sucedáneo de leer siempre, aunque me temo que marcaría algún apunte al margen de la página.
Algunos cuentos del Chueco Alvariza.
Pueblo muerto
El humo que fue capaz de permanecer durante días resaltaba en el horizonte como una nube baja a cuadras de distancia a pesar del viento, acariciando con una curiosa perseverancia los cadáveres tendidos en las calles sin ningún orden, sin ninguna razón, sin ningún testigo con excepción de la anciana que aguardaba en una ventana alta abierta, la única de la cuadra, y luego de horas de mutismo y sentada en una silla de tres patas dijo a las autoridades que investigaban el caso ser la responsable de haber cocinado una vieja receta de su abuela, una pócima que siempre se advirtió en su familia que nunca debía ser cocinada, un mito, una superchería, cuentos para hacer dormir a los niños, algo que carecía de toda lógica, fíjense si por juntar el hígado de una huérfana hemofílica y un cura recién muerto, hojas de palmera de latitud universal, tréboles que despiertan al mediodía y ajo a discreción, es posible que suceda lo que sucedió.
Mecanismo a válvula I
En un corredor que conduce a una escalera de incendios está por cometerse un asesinato, pero inmediatamente antes se cuesntiona el escenario, los personajes, las palabras y al final todo queda en nada.
Mecanismo a válvula XI
Brevedad discute el procedimiento con Moderación.
-Entramos, rompemos todo y nos vamos.
-Tranquilidad.
-Tiene que ser rápido.
-Pero no a lo loco.
-Ahora.
-Esperá un poco.
Conclusión: Brevedad entra rígido y Moderación inseguro, y ambos son alcanzados por el fuego de la Policía. Brevedad con una bala en el cerebro agoniza meses y sueña que el tiempo es un cajero automático con una tarjeta trancada, en tanto Moderación, con una bala en la médula y diez minutos de vida por delante, viaja por el eterno retorno de un chat adolescente.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
Prácticamente desconocido de este lado del río, Alvariza tiene una carrera como periodista cultural de más de 30 años en su país, Uruguay, y una obra literaria que incluye unos cuantos libros que, vaya a saber por qué, nunca se editaron por acá. Cultor de un humor ácido, oscuro, siempre al límite de lo escabroso, muchas veces escatológico, los textos literarios de Alvariza van de un coqueteo con la serie negra que se parece demasiado a la sátira, a una prosa que trafica con sutileza una poesía que no necesita alejarse de lo urbano ni de lo masculino para ser delicada. Algunos de los microrelatos incluidos en su libro Mecanismo a válvula (ver recuadro) son una buena muestra de lo dicho. Textos que haciendo equilibrio entre el realismo y la pesadilla dan cuenta de una realidad anfibia fatalmente inasible. Sus cuentos, aun los más breves (sobre todo esos), someten a lo real a contorciones impredecibles para tratar de tener un mapa lo más completo posible, del mismo modo en que un químico deconstruye la materia en sus elementos esenciales sólo para entederla mejor.
Como periodista cultural Alvariza no es menos brillante y Desde el altillo, una antología de sus trabajos publicados en el semanario Búsqueda, donde trabaja hace más de 25 años, lo ilustran con detalle. Sus críticas de cine, por ejemplo, se alejan lo más posible del púlpito desde donde algunos pretenden dar iluminados sermones. Al contrario de eso, las suyas se parecen más a esas charlas de café entre amigos después de ver una película, aunque formalmente cumplen perfectamente con los objetivos de la buena crítica. Pero Alvariza disimula con inteligencia el análisis del objeto hasta hacerle creer al lector que eso no es lo principal, que lo que de verdad importa es ese diálogo que él se encarga de comenzar y dejar abierto. Apodado El Chueco por las pronunciadas parábolas opuestas que trazan sus piernas, Eduardo Alvariza es entonces escritor y periodista cultural, dos oficios a los que la tecnología digital tiene a mal traer. “El periodismo cultural en Uruguay, como en casi todo el mundo, ocupa las últimas páginas de las publicaciones en papel, que cada vez son menos”, dice Alvariza, “pero todavía hay lectores que empiezan por ahí. La crítica de una película, la reseña de un jazzero muerto o el comentario de un nuevo libro siempre interesaron a poca gente. Lo bueno es que cada tanto la poca gente que te lee, que muchas veces son amigos, encuentra interés en lo que vos escribís, o se divierte. Con eso me alcanza”, confiesa sin rastros de resignación.
-Es notorio el uso de humor en muchos de tus cuentos y textos periodísticos. ¿Qué es lo que hace que el humor se vuelva recurrente en tu trabajo?
-El humor es una forma de estar parado frente al mundo, una postura existencial. La mayoría de las veces es involuntario, sale sencillamente porque ves así las cosas. Para todos los órdenes de la vida prefiero alguien que ve las cosas con humor. Que alguien te haga reír es una bendición: reír hasta las lágrimas es algo que puede superar al orgasmo, nuestra máxima expresión de descarga si hablamos de fluídos corporales. En cuanto al humor como mecanismo narrativo, es uno de los pocos bastiones que quedan para combatir la corrección política, el deber ser, que es una de las peores lacras en cuanto a visión de las cosas. En mi sociedad totalitaria, a todos los sujetos que persiguen la corrección política los medicaría, y si no mejoran, los ejecutaría. Detrás de cualquier humorista hay un pesimista: es una buena combinación y quizás esté bien rumbeada. La verdad, por lo general, es fea y necesita el desorden del humor.
-Otro elemento que se detecta en tus textos es cierto tono melancólico que para los que miramos hacia Uruguay de manera fraternal desde Buenos Aires, se nos aparece como un elemento característico de lo uruguayo.
-Desde que se instaló la República Oriental del Uruguay se instaló la melancolía. En la escuela nos enseñaron que nuestra nacionalidad era la “oriental”. Eso que designa un punto geográfico termina siendo más que una boludez, un signo de demencia para un funcionario de aduanas, al que le tenés que decir que sos “uruguayo” y no “oriental”, como nos enseñaron las maestras. Pero ser un asiático en Latinoamérica, en un país tan pequeño que habla español y depende de las economías de Argentina y Brasil, es para morirse de tristeza. Nuestros grandes exponentes de la literatura y de la pintura son casi todos melancólicos, como Onetti y Torres García. Lo que sucede es que la melancolía está a un pasito del bajón. Digo a un pasito porque si la melancolía se expresa como música bien ejecutada, es sublime. Cuando la narrativa de las palabras o de las imágenes tiene una dosis de música bien afinada, como en Onetti, en Torres García o en Pablo Stoll, para poner un ejemplo de cine actual y bien uruguayo, es superior. Pero cuando no la tiene, como en Benedetti, es un bajón liso y llano, una queja.
-¿Pero como escritor te sentís parte de cierta corriente de la literatura uruguaya?
-Supongo que mis libros representan a la cultura uruguaya porque no fueron escritos ni en Finlandia ni en Vietnam. Tengan o no que ver con una ola de nacionalidad más o menos reconocible o con un movimiento o una generación, fueron escritos bajo las coordenadas de un país y de una cultura determinadas. Eso sí: veo que buena parte de la literatura actual uruguaya ha quedado marcada por la dictadura, los tupamaros y los desaparecidos. Nada de eso tiene que ver con mi narrativa. En ese sentido soy un chino en Uruguay. Al final, las maestras tenían razón.
-¿De qué manera pensás la crítica de cine y cuál creés que es la función que esta debería cumplir?
-Creo que la crítica debe informar y dar un juicio de valor fundamentado, pero luego de eso está bueno tener una total libertad para ejercer el oficio. Me gusta provocar, si es posible, un gusto en el espectador, una inquietud para ver o no la película, pero desisto del análisis como método con pasos determinados, me resulta muy frío. Prefiero escribir a partir de una película que de la película en sí, aunque sin salirme de las reglas que plantea la película
-Así como la música aparece como un elemento fundamental en tus libros, ¿Qué elementos de la música creés que no deberían ser ajenos a ningún escritor?
-Kerouac quería escribir como si tocara jazz, o más abstracto aún: be bop. Es una buena apuesta, aunque el listón está bastante alto. La escritura tiene cadencia, ritmo, contrapuntos y fugas, como la música. Pero lograrlo es para los buenos en serio. Más allá de la anécdota y de los personajes, más allá de las imágenes, la literatura produce sonido mental, que tiene que ver con el estilo. No creo que los escritores elijan conscientemente qué música tocar cuando escriben, pero algunos suenan originales, otros más o menos, otros suenan a lo mismo, algunos muy agudos, otros abusan del bombo o las cuerdas dulzonas y así. De los grandes escritores musicales te diría que en el podio está Gao Xingjian, el chino Premio Nobel (“El libro de un hombre solo”, “La montaña del alma”). Un capo, vos lo leés y más allá de la comprensión sentís una cadencia brutal en su escritura, navegás con él. Y de los cineastas musicales, Fellini y Bresson entre los más grandes, detrás de Tarkovski. Música y poesía son lo mismo: imágenes poderosas, plenas de sugerencia y que no tienen por qué encerrar un significado puntual, concreto.
-Recorrer tus libros es recorrer también una vasta red de conexiones, de excusas que motorizan la escritura. Entonces pareciera que da lo mismo el periodismo que la literatura, la prosa que la prosa poética, novela que cuento, la crítica de cine que el diario personal, la realidad que la ficción e, incluso, la realidad ficcionada. Que todo es un impulso para escribir.
-Lo ideal sería escribir una poética lista de la compra para el supermercado o una receta de cocina con swing. Pero existe la funcionalidad, que es un deber en las sociedades organizadas, con excepción de los poetas, que escriben para ellos y andan por la vida siendo huérfanos con una carpeta de imágenes bajo el brazo. De todos modos, si los buenos escritores tiene algo para decir, lo dicen en el formato que sea: una carta, un discurso, una instrucción de uso e incluso una caja negra, donde la desesperación está al límite. Creo igual que podría vivir sin escribir con el sucedáneo de leer siempre, aunque me temo que marcaría algún apunte al margen de la página.
Algunos cuentos del Chueco Alvariza.
Pueblo muerto
El humo que fue capaz de permanecer durante días resaltaba en el horizonte como una nube baja a cuadras de distancia a pesar del viento, acariciando con una curiosa perseverancia los cadáveres tendidos en las calles sin ningún orden, sin ninguna razón, sin ningún testigo con excepción de la anciana que aguardaba en una ventana alta abierta, la única de la cuadra, y luego de horas de mutismo y sentada en una silla de tres patas dijo a las autoridades que investigaban el caso ser la responsable de haber cocinado una vieja receta de su abuela, una pócima que siempre se advirtió en su familia que nunca debía ser cocinada, un mito, una superchería, cuentos para hacer dormir a los niños, algo que carecía de toda lógica, fíjense si por juntar el hígado de una huérfana hemofílica y un cura recién muerto, hojas de palmera de latitud universal, tréboles que despiertan al mediodía y ajo a discreción, es posible que suceda lo que sucedió.
Mecanismo a válvula I
En un corredor que conduce a una escalera de incendios está por cometerse un asesinato, pero inmediatamente antes se cuesntiona el escenario, los personajes, las palabras y al final todo queda en nada.
Mecanismo a válvula XI
Brevedad discute el procedimiento con Moderación.
-Entramos, rompemos todo y nos vamos.
-Tranquilidad.
-Tiene que ser rápido.
-Pero no a lo loco.
-Ahora.
-Esperá un poco.
Conclusión: Brevedad entra rígido y Moderación inseguro, y ambos son alcanzados por el fuego de la Policía. Brevedad con una bala en el cerebro agoniza meses y sueña que el tiempo es un cajero automático con una tarjeta trancada, en tanto Moderación, con una bala en la médula y diez minutos de vida por delante, viaja por el eterno retorno de un chat adolescente.
Versión ampliada del artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.
jueves, 8 de enero de 2015
CINE - "Una noche en el museo 3: El secreto de la tumba" (Night at the museum - Secret of the Tomb), de Shawn Levy: Las películas clonadas
Para no andar con vueltas y que la cosa quede clara, puede decirse que Una noche en el museo 3: El secreto de la tumba es más que los dos primeros episodios de la saga: es más corta, más previsible y más aburrida. Como era fácil de predecir, la serie alcanzó con esta nueva película el grado de trilogía, sin embargo su eficacia y cualidades en lugar de multiplicarse proporcionalmente, han mermado de manera abrumadora. Al punto de que cuesta recordar una trilogía en la que sus episodios se parezcan tanto entre sí que da impresión que el único trabajo que se tomaron sus responsables es el de cambiar los museos en donde transcurre cada aventura, ir variando los personajes históricos que interpretan los papeles secundarios y, muy de vez en cuando, sorprender con algún nuevo gag. Para el resto (la estructura narrativa, el rol que cumplen esos nuevos pero también los viejos personajes, y hasta lo anecdótico), la canción sigue siendo la misma.
Siempre dirigidas por el muy irregular Shawn Levy, lo que en la primera película resultaba novedoso y moderadamente original (el hecho de que las obras de arte y el resto de los objetos expuestos en un museo cobren vida durante la noche), en este tercer capítulo se ha convertido en una mera fórmula a la que no se ha sabido o no se ha tenido la inteligencia para encontrarle las vueltas de tuerca necesarias que permitieran renovar la aventura con eficacia. Ni siquiera los motivos para trasladar la acción desde el Museo de Nueva York al British Museum de Londres consiguen superar el rango de caprichos, de meras excusas para seguir exprimiendo la franquicia. Que es en el fondo lo que buscan todas las sagas, pero hay algunas que en el camino han conseguido crear un universo vivo en permanente crecimiento. En cambio la experiencia como espectador de Una noche en el museo puede parecerse mucho a la que padecía el personaje de Bill Murray en Hechizo de tiempo (Harold Ramis, 1993): la de estar atrapado irremediablemente en una serie de repeticiones infinitas de la que, se haga lo que se haga y se cambie lo que se cambie, no es posible salir ni modificar.
Decir que algunas situaciones o gags de Una noche en el museo 3 son efectivos y hasta buenos equivale a tratar de salvar a un film desde la parcialidad de sus méritos técnicos. Claramente no alcanza con incorporar una subtrama paterno-filial aleccionadora, ni con conseguir que el público se ría con ganas dos o tres veces, porque una buena comedia es mucho más que la suma de sus pretensiones y de las risas que pueda provocar. Una buena comedia debe, sobre todo, tener la capacidad de encontrar un buen motivo para hacer que el embrujo de la repetición se convierta en la renovada ilusión de la sorpresa. Sí: como Bill Murray en Hechizo de Tiempo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Siempre dirigidas por el muy irregular Shawn Levy, lo que en la primera película resultaba novedoso y moderadamente original (el hecho de que las obras de arte y el resto de los objetos expuestos en un museo cobren vida durante la noche), en este tercer capítulo se ha convertido en una mera fórmula a la que no se ha sabido o no se ha tenido la inteligencia para encontrarle las vueltas de tuerca necesarias que permitieran renovar la aventura con eficacia. Ni siquiera los motivos para trasladar la acción desde el Museo de Nueva York al British Museum de Londres consiguen superar el rango de caprichos, de meras excusas para seguir exprimiendo la franquicia. Que es en el fondo lo que buscan todas las sagas, pero hay algunas que en el camino han conseguido crear un universo vivo en permanente crecimiento. En cambio la experiencia como espectador de Una noche en el museo puede parecerse mucho a la que padecía el personaje de Bill Murray en Hechizo de tiempo (Harold Ramis, 1993): la de estar atrapado irremediablemente en una serie de repeticiones infinitas de la que, se haga lo que se haga y se cambie lo que se cambie, no es posible salir ni modificar.
Decir que algunas situaciones o gags de Una noche en el museo 3 son efectivos y hasta buenos equivale a tratar de salvar a un film desde la parcialidad de sus méritos técnicos. Claramente no alcanza con incorporar una subtrama paterno-filial aleccionadora, ni con conseguir que el público se ría con ganas dos o tres veces, porque una buena comedia es mucho más que la suma de sus pretensiones y de las risas que pueda provocar. Una buena comedia debe, sobre todo, tener la capacidad de encontrar un buen motivo para hacer que el embrujo de la repetición se convierta en la renovada ilusión de la sorpresa. Sí: como Bill Murray en Hechizo de Tiempo.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.