“Buenos Aires - Epoca de humo - Abril 2008.” Desde el prólogo, El cerrajero (segunda película de la directora Natalia Smirnoff, después de Rompecabezas) sitúa la acción en un momento sumamente específico del pasado reciente de la Argentina. Resolución 125, conflicto con el campo y una ciudad invadida por el humo de una misteriosa quema ocurrida en el límite de las provincias de Entre Ríos y Buenos Aires, epicentro de la disputa del Gobierno con los terratenientes y productores agropecuarios. No todas estas precisiones son especificadas de manera literal, pero las referencias aparecen con nitidez durante el primer acto de la película. Lo que sí queda claro es que el olor asqueroso de esa humareda que el viento empujó hasta Buenos Aires (y más allá) influyó negativamente en el ánimo de los porteños. Esa época gris e irrespirable de la que el humo es una excelente metáfora –se la mire desde donde se la quiera mirar– es el telón de fondo sobre el que se recorta la historia de Sebastián, un cerrajero aficionado a construir cajitas de música artesanales con las placas de metal de cerraduras en desuso.
Sebastián (Esteban Lamothe) es un tipo laburador al que su pasatiempo convierte en un impensado luthier, detalle que permite adivinar en él una sensibilidad muy particular. Pero además, según dicen sus amigos, es una especie de Casanovas urbano. Sin embargo, este (ya no tan) joven cerrajero se encontrará sin querer ante un punto de inflexión en su vida y el humo tendrá mucho que ver en ello. Por un lado está Mónica (Erica Rivas), una más-que-amiga que aparece para contarle que está embarazada y que a pesar de haber estado con alguien más, está segura de que Sebastián es el partícipe necesario de esa situación. Dado el contexto, no deja de causar gracia que la fórmula “llenar la cocina de humo” sea una de las formas habituales en las que el lunfardo llama al embarazo, sobre todo cuando tiene más de accidente que de planificación, y que justo sea éste uno de los hechos que lo pondrán frente a frente consigo mismo.
Casi de inmediato Sebastián adquiere la extraña facultad de percibir ciertos conflictos latentes en las vidas de sus clientes, don que se manifiesta en el mismo momento en que introduce sus herramientas dentro de las cerraduras que debe reparar. Como si ese mero acto de penetración le permitiera detectar no sólo el origen del atasco en el mecanismo, sino el de aquellas trabas en el espíritu de quien esté junto a él en ese momento. Un poder acorde con el carácter de Sebastián porque, en tanto mujeriego, suena lógico que esa sensibilidad se active durante esos momentos de “penetración”. Y en tanto luthier, del mismo modo en que esa “intuición” le permite identificar el tono de las chapitas que usa en sus cajas musicales, también le revela las disonancias en el alma de los dueños de las cerraduras a las que accede.
A pesar de que Smirnoff se preocupa por hacer que el escenario en el que transcurre la historia sea bien reconocible en lo espacial y temporal, enseguida se toma el bienvenido atrevimiento de darle al relato este giro fantástico que la encolumna detrás de una tradición narrativa argentina que excede lo cinematográfico. Un recurso de algún modo borgeano, si se piensa en que a Carlos Argentino Daneri el Aleph también le fue dado en un tiempo y lugar de la ciudad muy específicos. Claro que en vez de agarrar por el desvío metafísico que solía tomar el escritor, la directora elige hacer foco en la forma en que esa revelación opera emotivamente en Sebastián. Porque del mismo modo en que su clarividencia interpela a sus clientes, él también comenzará a ver de otro modo los detalles de su propia vida, como si ese don imprevisto fuera también una puerta de acceso a sus sentimientos y emociones. Con un verdadero seleccionado de técnicos y actores del cine argentino, El cerrajero es sobre todo un film sobre las pérdidas y la forma en que pueden convertirse en la piedra basal de una reconstrucción. Y Smirnoff vuelve a mostrar capacidad para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano y expresarlo con precisión, elegancia y austeridad narrativa.
Artílculo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
viernes, 26 de septiembre de 2014
domingo, 21 de septiembre de 2014
DISCOS - "The second wave", Khoma: Música para caer
Hay discos que te llegan cuando no los esperás, cuando no tenés forma de saber que son la hora y el lugar perfectos para ellos. Sin embargo no hay dudas de que el momento es este, ahora que estás débil, cayendo sin poder agarrarte de ningún lado para evitar darte los dientes contra el cordón de la vereda (porque cuando uno cae de esa manera, como yo caía aquella vez, siempre es con los dientes apretados por delante, como un escudo). No es que el disco llegue para salvarte de esa forma heroica en que algunas canciones salvan a la gente en las películas. No: el disco solamente te acompaña, se desploma al lado tuyo y se rompe los dientes contra el piso igual que vos. Y ahí se queda, sonando en tu cabeza hasta que decidas (o puedas) volver a abrir los ojos. Entonces ya no te quedan dudas, nunca las hubo: sabés que podés confiar en ese disco y que solamente un verdadero amigo puede haberlo puesto entre tus manos.
Dejá de hacer discursos,
no podemos oírte desde el bunker de la cama.
No es como en las películas,
donde el odio hace que las cosas se aclaren.
De la canción "Stop making speeches" incluida en el disco The second wave, de la banda sueca Khoma.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Dejá de hacer discursos,
no podemos oírte desde el bunker de la cama.
No es como en las películas,
donde el odio hace que las cosas se aclaren.
De la canción "Stop making speeches" incluida en el disco The second wave, de la banda sueca Khoma.
Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
viernes, 19 de septiembre de 2014
CINE - "Lucy", de Luc Besson: La fórmula Besson para la felicidad
Por Dios: ¡que alguien pare a Luc Besson! A juzgar por los casi diez meses que ya pasaron de 2014, el más norteamericano de los directores del cine francés –que además es un productor serial- parece padecer un improbable trastorno al que podría bautizarse como filmorrea, kinorragia o, sin vueltas, síndrome de incontinencia cinematográfica. Vean sino: al inicio de la temporada se estrenó Familia peligrosa, con Robert De Niro y Michelle Pfeiffer, y al promediar el año fue el turno de 3 días para matar, estelarizada por Kevin Costner, y Brick Mansions, con el fallecido Paul Walker. De las dos últimas fue productor y director de la otra, rol que vuelve a ocupar en Lucy, protagonizada por Scarlett Johansson con el apoyo de ese mercenario de lujo que es Morgan Freeman. Cuatro películas en nueve meses, cantidad y lapso de tiempo que mueven a la exclamación asombrada: ¡que lo parió!
De las cuatro puede decirse que son genuinos productos bessonianos: mecanismos formulados apegados a los géneros, hechos a imagen y semejanza del cine estadounidense, pero reproducidos a velocidad de Fast Forward. Claro que hay películas suyas que quisieron ser otra cosa, como la producción para chicos Arthur y los Minimoys (2006), la insoportablemente kistch Angel-A (2005) o su relamida versión de Juana de Arco (1999), que se cuentan entre lo menos logrado de su filmografía, en especial las últimas dos. Si bien es cierto que están lejos de ese piso, puede decirse que de las cuatro películas modelo 2014 las más efectivas son aquellas en las que Besson decidió no ocupar la silla del director y eso ya es decir algo de Lucy.
El tipo no pierde tiempo con detalles y va directo al punto de una historia que, de Nikita a El quinto elemento, remite a los dispositivos básicos de su cine. La chica del título es secuestrada por un mafioso oriental para usarla de mula, implantándole en el vientre una bolsa con medio kilo de una nueva y potente droga sintética que pretende introducir en el mercado europeo. Al ser golpeada por uno de los malos, el paquete se rompe dentro de su cuerpo provocándole una sobredosis que deriva en un inmediato y progresivo aumento en el uso de su capacidad cerebral. Ventaja que supone un poder sin límite pero que al mismo tiempo la irá degradando físicamente.
Aun siendo ágil en lo narrativo, ingeniosa desde lo visual y hasta entretenida, Lucy está cargada de puntos ciegos, baches argumentales, inconsistencias y artilugios de guión cuestionables que obligan a pasarse toda la película discutiendo con las decisiones y el recorrido que Besson le va dando al relato. ¿Por qué alguien que llega al grado de iluminación al que accede Lucy se comportaría a veces de manera tan torpe o impostadamente salvaje? Podría argumentarse que se trata de un relato fantástico en donde las reglas las pone el que imagina. Pero hasta las fantasías más irreales tienen un límite marcado por la coherencia interna del universo creado, una raya que el director cruza a mansalva. Por momentos con desaprensión, como encaprichado en no cambiarle ni una coma a la fórmula de protagonista inocente + justicia por mano propia + persecución en auto + final feliz, a la que tanto se aferra y parece considerar la panacea del éxito.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
De las cuatro puede decirse que son genuinos productos bessonianos: mecanismos formulados apegados a los géneros, hechos a imagen y semejanza del cine estadounidense, pero reproducidos a velocidad de Fast Forward. Claro que hay películas suyas que quisieron ser otra cosa, como la producción para chicos Arthur y los Minimoys (2006), la insoportablemente kistch Angel-A (2005) o su relamida versión de Juana de Arco (1999), que se cuentan entre lo menos logrado de su filmografía, en especial las últimas dos. Si bien es cierto que están lejos de ese piso, puede decirse que de las cuatro películas modelo 2014 las más efectivas son aquellas en las que Besson decidió no ocupar la silla del director y eso ya es decir algo de Lucy.
El tipo no pierde tiempo con detalles y va directo al punto de una historia que, de Nikita a El quinto elemento, remite a los dispositivos básicos de su cine. La chica del título es secuestrada por un mafioso oriental para usarla de mula, implantándole en el vientre una bolsa con medio kilo de una nueva y potente droga sintética que pretende introducir en el mercado europeo. Al ser golpeada por uno de los malos, el paquete se rompe dentro de su cuerpo provocándole una sobredosis que deriva en un inmediato y progresivo aumento en el uso de su capacidad cerebral. Ventaja que supone un poder sin límite pero que al mismo tiempo la irá degradando físicamente.
Aun siendo ágil en lo narrativo, ingeniosa desde lo visual y hasta entretenida, Lucy está cargada de puntos ciegos, baches argumentales, inconsistencias y artilugios de guión cuestionables que obligan a pasarse toda la película discutiendo con las decisiones y el recorrido que Besson le va dando al relato. ¿Por qué alguien que llega al grado de iluminación al que accede Lucy se comportaría a veces de manera tan torpe o impostadamente salvaje? Podría argumentarse que se trata de un relato fantástico en donde las reglas las pone el que imagina. Pero hasta las fantasías más irreales tienen un límite marcado por la coherencia interna del universo creado, una raya que el director cruza a mansalva. Por momentos con desaprensión, como encaprichado en no cambiarle ni una coma a la fórmula de protagonista inocente + justicia por mano propia + persecución en auto + final feliz, a la que tanto se aferra y parece considerar la panacea del éxito.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 18 de septiembre de 2014
ENTREVISTA - Horacio Altuna, padrino de Comicópolis: El historietista como trabajador
Que suenen las trompetas: ¡hoy empieza la segunda edición de Comicópolis! Se trata del festival internacional dedicado al mundo de la historieta que desde el año pasado se realiza en el predio de Tecnópolis. Abierta hasta el domingo 21, Comicópolis ofrece una grilla de actividades para satisfacer a los más exigentes fanáticos y una lista de invitados prestigiosos del ámbito local e internacional. Además este año el festival contará con un padrino de lujo, que viene a suceder en ese honorífico cargo nada menos que a Quino. Se trata de Horacio Altuna, gran hacedor de personajes y tiras inolvidables entre las que se destacan El Loco Chávez y Las puertitas del señor López, que entre las décadas de 1970 y 1980 alcanzaron una popularidad tal que aún hoy permanecen en la memoria de la gente, incluso de quienes no son fanáticos de la historieta.
Radicado desde 1982 en España, Altuna reconoce el orgullo de su padrinazgo. "Es muy gratificante recibir un honor que el año pasado le correspondió a Quino", dice en relación a su papel en el festival. "Pero aunque el reconocimiento es siempre gratificante, prefiero poner el acento en qué significa Comicópolis: un evento que pone el foco de atención en un aspecto de la cultura popular y ese rescate es importante y necesario. Porque salvo excepciones, los famosos son nuestros personajes, no nosotros. Y está bueno que la gente sepa cuáles son los problemas del autor de historietas, cuál es el mundo editorial que lo rodea, su proyección cultural. Ese es el valor que quiero darle a mi padrinazgo. Que no se reflexione solamente sobre la obra sino sobre la vida del artista, que es tan complicada como la de cualquiera", insiste el dibujante.
–¿Cómo impactó en tu vida personal el haber sido creador de algunos personajes tan populares?
–Pienso que en una época en la que nada dura demasiado, ni un electrodoméstico ni una amistad ni una pareja ni una idea política, yo contradigo eso, modestamente. Yo me fui hace 32 años pero El Loco Chávez todavía sigue ahí. Lo veo, la gente me habla de él y yo lo terminé de hacer en 1987. –Y, al contrario, ¿hay algún personaje que lamentás que haya pasado desapercibido?
–A comienzos de los '90 hice El Nene Montanaro. Y a mí me ha gustado hacer a todos mis personajes, pero te diría que aunque aquella historieta pasó sin pena ni gloria, creo que estaba muy bien hecha. Si no me equivoco fue la primera historieta que habló de los desaparecidos, que hablaba de Menem (sin nombrarlo, pero siempre estaba) y de manera muy crítica. En la época que mataron a José Luis Cabezas hubo todo un episodio que duró los dos meses del verano en la que los malos eran policías y los buenos eran delincuentes. Yo rescato muchas cosas de El Nene Montanaro, pero no tuvo éxito. Uno no tiene una fórmula.
–Puede ser que en aquella época hubiera cosas que nadie quería oír.
–Era difícil competir con las primeras planas de la época: eran alucinantes las cosas que pasaban entonces. Yo me preguntaba: ¿si está el caso Yabrán, qué ficción se puede hacer? Se caía el hijo de Menen en helicóptero, los dos atentados, la corrupción, la figura de Pancho Dotto y sus nenas/mujeres: ¿con qué empardar esos titulares? Esos diez años fueron nefastos, porque la dictadura fue tremenda, pero los años de Menem fueron terribles.
–¿Y ante la realidad cuáles son las ventajas de la historieta?
–La difusión. Imaginate que a mí me lee más de medio millón de personas por día. A algunos autores del género se los lee más que a muchos escritores. Pensá que un éxito editorial en la Argentina son 20 mil libros, en cambio, ¿cuánta gente por día lo lee a Liniers? Ese poder de difusión es formidable. Y la otra ventaja es la facilidad de conexión, porque la literatura presupone un proceso más complejo: hay que tener del otro lado un lector, que hoy ya no es algo tan habitual. En general la historieta tiene muchos más medios de difusión y al trabajar con imágenes se asemeja más al cine.
–¿Ese uso narrativo de la imagen también es una ventaja?
–Bueno, muchos escritores no necesitan imágenes para crear sus mundos a través de palabras. Lo que pasa es que la imagen tiende un puente más inmediato entre autor y lector. Es decir, está la palabra pero además está la imagen que facilita la narración. Son campos diferentes y ambos son legítimos. Yo prefiero la comparación con el cine, porque ambos géneros nacieron juntos a finales del siglo XIX y han florecido de manera desigual, porque uno (el cine) es una gran industria que por alguna razón abarcó todas las ideas políticas, filosóficas, culturales de cada época que atravesó. Hay un cine soviético, un cine surrealista, la nouvelle vague, el neorrealismo… en cambio la historieta no. Porque fue una lectura que en general se restringió al ámbito infanto-juvenil, aunque haya lecturas más adultas.
–¿Le costó mucho a la historieta romper ese prejuicio para avanzar sobre el público adulto?
–Es que el gran desarrollo de la historieta se dio en EE UU, donde tienen una forma muy estructurada de creación de cómics. Hasta ahora se han concentrado sobre los superhéroes, que son su propia mitología. Yo no estoy ni a favor ni en contra, pero a mí no me interesa. También es verdad que durante un siglo los norteamericanos, que son tan vivos para tantas cosas, en el mundo de la historieta se han olvidado de la mujer como lectora, porque la historieta en EE UU es sobre todo infanto–juvenil y masculina. No hay muchas chicas que lean superhéroes. Es un mundo ajeno a ellas.
–Incluso cuando trabajan sobre personajes femeninos son encarados desde la mirada masculina.
–En cambio los japoneses tienen todo un mundo dentro del manga que está dirigido a ellas. En el cómic norteamericano tampoco se vieron hasta hace relativamente poco personajes que abordaran la problemática de tipos de 45 pirulos. A mí me parece que se perdió, porque ellos han ido marcando las pautas del progreso de la historieta y estuvieron dando vueltas solamente sobre sus propios fantasmas, y todo el mundo, como siempre, los ha seguido e imitado, o ha sido influenciado por esas pautas.
–¿Eso se nota en la Argentina?
–Carlos Trillo decía que acá no podía haber superhéroes, porque acá un chico ve un superhéroe argentino que se tira de un quinto piso en Corrientes y Callao y sabe perfectamente que se mata, que no vuela. Allá se lo creen y acá no funciona.
–¿Y como dibujante podés disfrutar del trabajo gráfico de las historietas de superhéroes, abstrayéndote de alguna manera de las historias?
–No sé. Frank Miller tiene trabajos interesantes, aunque para mí mucho mejor que Frank Miller haciendo Sin City es José Muñoz haciendo cualquier cosa: mientras Muñoz es un maestro, a mí Miller no me enseña nada.
–¿Y de quién más aprendés?
–De Breccia, porque es único. Si el viejo todavía estuviera vivo nos habría dejado más lejos todavía. Pasa lo mismo que con Piazzola: después de él se cortó, nadie llega hasta ellos. Nunca. Y hasta Breccia nadie llegó. Ni acá ni allá.
Artículo publicado oriuginalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
Radicado desde 1982 en España, Altuna reconoce el orgullo de su padrinazgo. "Es muy gratificante recibir un honor que el año pasado le correspondió a Quino", dice en relación a su papel en el festival. "Pero aunque el reconocimiento es siempre gratificante, prefiero poner el acento en qué significa Comicópolis: un evento que pone el foco de atención en un aspecto de la cultura popular y ese rescate es importante y necesario. Porque salvo excepciones, los famosos son nuestros personajes, no nosotros. Y está bueno que la gente sepa cuáles son los problemas del autor de historietas, cuál es el mundo editorial que lo rodea, su proyección cultural. Ese es el valor que quiero darle a mi padrinazgo. Que no se reflexione solamente sobre la obra sino sobre la vida del artista, que es tan complicada como la de cualquiera", insiste el dibujante.
–¿Cómo impactó en tu vida personal el haber sido creador de algunos personajes tan populares?
–Pienso que en una época en la que nada dura demasiado, ni un electrodoméstico ni una amistad ni una pareja ni una idea política, yo contradigo eso, modestamente. Yo me fui hace 32 años pero El Loco Chávez todavía sigue ahí. Lo veo, la gente me habla de él y yo lo terminé de hacer en 1987. –Y, al contrario, ¿hay algún personaje que lamentás que haya pasado desapercibido?
–A comienzos de los '90 hice El Nene Montanaro. Y a mí me ha gustado hacer a todos mis personajes, pero te diría que aunque aquella historieta pasó sin pena ni gloria, creo que estaba muy bien hecha. Si no me equivoco fue la primera historieta que habló de los desaparecidos, que hablaba de Menem (sin nombrarlo, pero siempre estaba) y de manera muy crítica. En la época que mataron a José Luis Cabezas hubo todo un episodio que duró los dos meses del verano en la que los malos eran policías y los buenos eran delincuentes. Yo rescato muchas cosas de El Nene Montanaro, pero no tuvo éxito. Uno no tiene una fórmula.
–Puede ser que en aquella época hubiera cosas que nadie quería oír.
–Era difícil competir con las primeras planas de la época: eran alucinantes las cosas que pasaban entonces. Yo me preguntaba: ¿si está el caso Yabrán, qué ficción se puede hacer? Se caía el hijo de Menen en helicóptero, los dos atentados, la corrupción, la figura de Pancho Dotto y sus nenas/mujeres: ¿con qué empardar esos titulares? Esos diez años fueron nefastos, porque la dictadura fue tremenda, pero los años de Menem fueron terribles.
–¿Y ante la realidad cuáles son las ventajas de la historieta?
–La difusión. Imaginate que a mí me lee más de medio millón de personas por día. A algunos autores del género se los lee más que a muchos escritores. Pensá que un éxito editorial en la Argentina son 20 mil libros, en cambio, ¿cuánta gente por día lo lee a Liniers? Ese poder de difusión es formidable. Y la otra ventaja es la facilidad de conexión, porque la literatura presupone un proceso más complejo: hay que tener del otro lado un lector, que hoy ya no es algo tan habitual. En general la historieta tiene muchos más medios de difusión y al trabajar con imágenes se asemeja más al cine.
–¿Ese uso narrativo de la imagen también es una ventaja?
–Bueno, muchos escritores no necesitan imágenes para crear sus mundos a través de palabras. Lo que pasa es que la imagen tiende un puente más inmediato entre autor y lector. Es decir, está la palabra pero además está la imagen que facilita la narración. Son campos diferentes y ambos son legítimos. Yo prefiero la comparación con el cine, porque ambos géneros nacieron juntos a finales del siglo XIX y han florecido de manera desigual, porque uno (el cine) es una gran industria que por alguna razón abarcó todas las ideas políticas, filosóficas, culturales de cada época que atravesó. Hay un cine soviético, un cine surrealista, la nouvelle vague, el neorrealismo… en cambio la historieta no. Porque fue una lectura que en general se restringió al ámbito infanto-juvenil, aunque haya lecturas más adultas.
–¿Le costó mucho a la historieta romper ese prejuicio para avanzar sobre el público adulto?
–Es que el gran desarrollo de la historieta se dio en EE UU, donde tienen una forma muy estructurada de creación de cómics. Hasta ahora se han concentrado sobre los superhéroes, que son su propia mitología. Yo no estoy ni a favor ni en contra, pero a mí no me interesa. También es verdad que durante un siglo los norteamericanos, que son tan vivos para tantas cosas, en el mundo de la historieta se han olvidado de la mujer como lectora, porque la historieta en EE UU es sobre todo infanto–juvenil y masculina. No hay muchas chicas que lean superhéroes. Es un mundo ajeno a ellas.
–Incluso cuando trabajan sobre personajes femeninos son encarados desde la mirada masculina.
–En cambio los japoneses tienen todo un mundo dentro del manga que está dirigido a ellas. En el cómic norteamericano tampoco se vieron hasta hace relativamente poco personajes que abordaran la problemática de tipos de 45 pirulos. A mí me parece que se perdió, porque ellos han ido marcando las pautas del progreso de la historieta y estuvieron dando vueltas solamente sobre sus propios fantasmas, y todo el mundo, como siempre, los ha seguido e imitado, o ha sido influenciado por esas pautas.
–¿Eso se nota en la Argentina?
–Carlos Trillo decía que acá no podía haber superhéroes, porque acá un chico ve un superhéroe argentino que se tira de un quinto piso en Corrientes y Callao y sabe perfectamente que se mata, que no vuela. Allá se lo creen y acá no funciona.
–¿Y como dibujante podés disfrutar del trabajo gráfico de las historietas de superhéroes, abstrayéndote de alguna manera de las historias?
–No sé. Frank Miller tiene trabajos interesantes, aunque para mí mucho mejor que Frank Miller haciendo Sin City es José Muñoz haciendo cualquier cosa: mientras Muñoz es un maestro, a mí Miller no me enseña nada.
–¿Y de quién más aprendés?
–De Breccia, porque es único. Si el viejo todavía estuviera vivo nos habría dejado más lejos todavía. Pasa lo mismo que con Piazzola: después de él se cortó, nadie llega hasta ellos. Nunca. Y hasta Breccia nadie llegó. Ni acá ni allá.
Artículo publicado oriuginalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
CINE - "Maze Runner: Correr o Morir" (The Maze Runner), de Wes Ball: Ciencia ficción no sólo para chicos
Las sagas literarias fantásticas dedicadas al público infanto-juvenil surgidas a partir del gran éxito de Harry Potter, han tenido una evolución acelerada en el universo de las adaptaciones cinematográficas. El inicio de la serie Los Juegos del Hambre marcó un nuevo piso de calidad dentro de la categoría. En esa misma línea de la ciencia ficción distópica, lejos del terreno del fantasy en donde se desarrollaban las aventuras del mago adolescente y más lejos todavía del romanticismo puritano y pegajoso de los vampiros de Crepúsculo, Maze Runner: correr o morir, dirigida por Wes Ball y basada en una serie de novelas del escritor estadounidense James Dashner, parece haber aprendido bien todas las lecciones que ese recorrido previo fue dejando. La idea de enfocarse sobre una comunidad adolescente que vive encerrada en el centro de un laberinto gigante y en donde la memoria de cada uno de los miembros se limita al momento en que despertaron confinados ahí se ha desarrollado de tal modo que, como pasa con Los Juegos del Hambre, el producto excede el límite de las sagas para adolescentes, convirtiéndose en un digno exponente de la ciencia ficción.
Y lo hace con buen criterio narrativo, proveyendo al espectador de la información justa para que la intriga se sostenga hasta el final, donde un giro deja la puerta abierta a la segunda parte. Apenas se sabe que los chicos fueron dejados ahí dentro de a uno, incorporando a un nuevo miembro cada mes, y que ellos solos han tenido que aprender las reglas del laberinto que rodea al gran bosque en donde viven. Así le fueron dando forma a una aldea casi medieval, tanto en su arquitectura como en su organización social, en la que los trabajos se reparten para que cada individuo sea útil al objetivo final: resolver el desafío de un laberinto que todas las noches modifica su diseño y libera unas criaturas monstruosas que operan como guardianes, haciendo que sea virtualmente imposible salir de él.
Uno de los puntos que vuelven interesante a esta primera entrega de Maze Runner es la variedad de referencias (tal vez influencias) que pueden detectarse en ella. Por un lado el hecho de que los protagonistas ignoren los motivos por los que permanecen cautivos en ese espacio paradójico –amplio pero cerrado, asfixiante y misterioso-, remite a la serie Lost, la creación de J. J. Abrahams que hoy parece prehistórica pero que marcó un antes y un después en la elaboración de contenidos de la televisión norteamericana. Por otro, la forma organizada en que estos adolescentes van creando de la nada un entramado social primitivo recuerda la alegoría de El señor de las moscas, la novela de William Golding. También es imposible pasar por alto el mecanismo que cada mes incorpora un nuevo chico amnésico a esa comunidad, ciclo que reproduce el carácter sacrificial que poseían los siete jóvenes y las siete vírgenes que, según el mito helénico, eran confinados cada nueve años en el laberinto de Creta para saciar al Minotauro. Algún memorioso podrá trazar líneas entre los planes de escape de estos jóvenes y los de Fuga en el siglo XXIII, olvidada película protagonizada por Michael York y luego devenida en producto televisivo, que a su manera representa un antecedente de este tipo de sagas distópicas. Y si de resolver laberintos se trata, Maze Runner también convoca la imagen de las ratas de laboratorio obligadas a aprender en un espacio que las supera intelectualmente.
Aunque ese cúmulo de citas ayuda a engrosar los sentidos del relato, su eficacia no sería la misma si aparecieran de manera pretenciosa o subrayada. Dirigida con solvencia por el debutante Wes Ball, hasta ahora especialista en efectos especiales, al mando de un elenco de jóvenes casi desconocidos, más allá de algunas escenas pasaditas de rosca dramática, Maze Runner es un film equilibrado, que no abusa del efectismo y confia en la historia que tiene para contar. No es poca cosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Y lo hace con buen criterio narrativo, proveyendo al espectador de la información justa para que la intriga se sostenga hasta el final, donde un giro deja la puerta abierta a la segunda parte. Apenas se sabe que los chicos fueron dejados ahí dentro de a uno, incorporando a un nuevo miembro cada mes, y que ellos solos han tenido que aprender las reglas del laberinto que rodea al gran bosque en donde viven. Así le fueron dando forma a una aldea casi medieval, tanto en su arquitectura como en su organización social, en la que los trabajos se reparten para que cada individuo sea útil al objetivo final: resolver el desafío de un laberinto que todas las noches modifica su diseño y libera unas criaturas monstruosas que operan como guardianes, haciendo que sea virtualmente imposible salir de él.
Uno de los puntos que vuelven interesante a esta primera entrega de Maze Runner es la variedad de referencias (tal vez influencias) que pueden detectarse en ella. Por un lado el hecho de que los protagonistas ignoren los motivos por los que permanecen cautivos en ese espacio paradójico –amplio pero cerrado, asfixiante y misterioso-, remite a la serie Lost, la creación de J. J. Abrahams que hoy parece prehistórica pero que marcó un antes y un después en la elaboración de contenidos de la televisión norteamericana. Por otro, la forma organizada en que estos adolescentes van creando de la nada un entramado social primitivo recuerda la alegoría de El señor de las moscas, la novela de William Golding. También es imposible pasar por alto el mecanismo que cada mes incorpora un nuevo chico amnésico a esa comunidad, ciclo que reproduce el carácter sacrificial que poseían los siete jóvenes y las siete vírgenes que, según el mito helénico, eran confinados cada nueve años en el laberinto de Creta para saciar al Minotauro. Algún memorioso podrá trazar líneas entre los planes de escape de estos jóvenes y los de Fuga en el siglo XXIII, olvidada película protagonizada por Michael York y luego devenida en producto televisivo, que a su manera representa un antecedente de este tipo de sagas distópicas. Y si de resolver laberintos se trata, Maze Runner también convoca la imagen de las ratas de laboratorio obligadas a aprender en un espacio que las supera intelectualmente.
Aunque ese cúmulo de citas ayuda a engrosar los sentidos del relato, su eficacia no sería la misma si aparecieran de manera pretenciosa o subrayada. Dirigida con solvencia por el debutante Wes Ball, hasta ahora especialista en efectos especiales, al mando de un elenco de jóvenes casi desconocidos, más allá de algunas escenas pasaditas de rosca dramática, Maze Runner es un film equilibrado, que no abusa del efectismo y confia en la historia que tiene para contar. No es poca cosa.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 11 de septiembre de 2014
CINE - "Arrebato", de Sandra Gugliotta: Un policial de costuras flojas
El estreno de Arrebato, de la directora Sandra Gugliotta, vuelve a poner en evidencia el peso que el cine argentino reciente ha cargado sobre la estructura del policial, a partir del éxito de El secreto de sus ojos. Desde que en 2009 se estrenó la de Campanella, gran parte de las películas argentinas más exitosas en términos comerciales pertenecen a este género, que se ha convertido en una plataforma segura para intentar tomar por asalto las boleterías pero sin caer en el barro de géneros menos prestigiosos. Fuera de los que tuvieron a Ricardo Darín por protagonista –en donde no es posible determinar si el éxito debe atribuírsele al género, al actor o a la sumatoria de ambos factores-, títulos como El corredor nocturno (2009, Gerardo Herrero), Sin retorno y Betibú (2010 y 2014, ambas de Miguel Cohan) y hasta Muerte en Buenos Aires (2014, Natalia Meta) validan el poder que el policial ha acumulado en estos años. Arrebato se ubica dentro de ese rango.
Como ocurre en los casos mencionados, Gugliotta también se apoya en la presencia de una figura como Pablo Echarri, una apuesta que busca traducirse en éxito comercial. Habrá que ver si el actor logra posicionarse de cara al público como una alternativa posible a la Darín-dependencia. Desde lo narrativo, la directora intenta armar una trama intensa de idas y vueltas en la que la ficción y la realidad dentro de la ficción se contaminan mutuamente, desdibujando el límite que las separa (pero no tanto) hasta que la vida privada acaba siendo infectada por el submundo oscuro al que desciende el protagonista.
El disparador de la película es efectivo. Luis (Echarri, sosteniendo de manera eficaz su responsabilidad protagónica) es un docente universitario y escritor de policiales que investiga un crimen sórdido como parte del trabajo previo para una futura novela. Así conocerá a una viudita alegre/femme fatal (Leticia Bredice, sobreactuada, pero no más que de costumbre) acusada de matar a su marido, quien con su mirada cínica potenciará el lado paranoico del escritor hasta hacerlo dudar incluso de la fidelidad de su propia mujer (Mónica Antonópulos, haciendo buenos aportes a la tensión dramática y erótica). Con una construcción cinematográfica más o menos clásica en cuanto a la linealidad de la narración, con una fotografía correcta y una banda de sonido apropiada aunque algo excedida, los problemas del opus tres de Gugliotta no tienen que ver con lo técnico, sino más bien con abordar el género desde un lugar seguro. Una falta de riesgo que tiene relación directa con la forma en que el cine argentino suele abordar el policial, mas como imitación que como adaptación del cine norteamericano. Tendencia que se manifiesta en lo que podría definirse como “excesos de ambientación” que pretenden “internacionalizar” la forma en que se perciben los escenarios en los que se desarrollan las acciones. Una intención que en un film fantástico resultaría menos evidente, pero que en un policial de corte realista equivale a lesionar parte del verosímil.
Pero más allá de la sumatoria de pequeños detalles que revelan ese carácter imitativo, no es eso lo que convierte a Arrebato en un policial fallido. El verdadero inconveniente es aquel que ningún relato del género debería permitirse: los cabos sueltos. Porque Gugliotta a veces interviene de manera apurada, forzando la maquinaria policial, resignando en el camino precisión y pasando por alto detalles nada menores. Detalles que, sobre el final, hacen que los engranajes del relato se zafen, produciendo inconsistencias que vulneran lo esencial para asegurar el éxito del género: la confianza del espectador.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Como ocurre en los casos mencionados, Gugliotta también se apoya en la presencia de una figura como Pablo Echarri, una apuesta que busca traducirse en éxito comercial. Habrá que ver si el actor logra posicionarse de cara al público como una alternativa posible a la Darín-dependencia. Desde lo narrativo, la directora intenta armar una trama intensa de idas y vueltas en la que la ficción y la realidad dentro de la ficción se contaminan mutuamente, desdibujando el límite que las separa (pero no tanto) hasta que la vida privada acaba siendo infectada por el submundo oscuro al que desciende el protagonista.
El disparador de la película es efectivo. Luis (Echarri, sosteniendo de manera eficaz su responsabilidad protagónica) es un docente universitario y escritor de policiales que investiga un crimen sórdido como parte del trabajo previo para una futura novela. Así conocerá a una viudita alegre/femme fatal (Leticia Bredice, sobreactuada, pero no más que de costumbre) acusada de matar a su marido, quien con su mirada cínica potenciará el lado paranoico del escritor hasta hacerlo dudar incluso de la fidelidad de su propia mujer (Mónica Antonópulos, haciendo buenos aportes a la tensión dramática y erótica). Con una construcción cinematográfica más o menos clásica en cuanto a la linealidad de la narración, con una fotografía correcta y una banda de sonido apropiada aunque algo excedida, los problemas del opus tres de Gugliotta no tienen que ver con lo técnico, sino más bien con abordar el género desde un lugar seguro. Una falta de riesgo que tiene relación directa con la forma en que el cine argentino suele abordar el policial, mas como imitación que como adaptación del cine norteamericano. Tendencia que se manifiesta en lo que podría definirse como “excesos de ambientación” que pretenden “internacionalizar” la forma en que se perciben los escenarios en los que se desarrollan las acciones. Una intención que en un film fantástico resultaría menos evidente, pero que en un policial de corte realista equivale a lesionar parte del verosímil.
Pero más allá de la sumatoria de pequeños detalles que revelan ese carácter imitativo, no es eso lo que convierte a Arrebato en un policial fallido. El verdadero inconveniente es aquel que ningún relato del género debería permitirse: los cabos sueltos. Porque Gugliotta a veces interviene de manera apurada, forzando la maquinaria policial, resignando en el camino precisión y pasando por alto detalles nada menores. Detalles que, sobre el final, hacen que los engranajes del relato se zafen, produciendo inconsistencias que vulneran lo esencial para asegurar el éxito del género: la confianza del espectador.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - "Historias breves 9", varios directores: La esperanza del cine en marcha
La leyenda detrás de la saga Historias breves, antologías de cortos de directores noveles impulsadas por el Instituto Nacional del Cine, es tan gloriosa como ambigua. Es conocido de sobra aquello de que la primera de ellas, estrenada en 1995, reunió a un conjunto de jóvenes talentosos que acabaría convirtiéndose en los cimientos sobre los que comenzaría a construirse lo que se dio en llamar (e insiste en ser llamado) Nuevo Cine Argentino. Daniel Burman, Adrián Caetano, Lucrecia Martel, Ulises Rosell y Sandra Gugliotta (de quien esta semana se estrena Arrebato, su tercer largometraje), entre otros, fueron parte de esa aparición que tomó por sorpresa al cine nacional. Casi 20 años y nueve ediciones pasaron desde entonces y a pesar de que el milagro no volvió a repetirse, Historias breves continúa siendo considerada un semillero del cine argentino.
No es que esté mal pensarlo así, a contramano de todo triunfalismo y evitando el conteo de directores exitosos surgidos de cada edición como si se tratara de cabezas de ganado y no de artistas en formación. Sobre todo porque la apuesta de permitir a sucesivas generaciones de jóvenes hacer sus primeras armas en público es valiosa en sí misma. Una herramienta no sólo de promoción de la actividad cinematográfica, sino una parte necesaria de los procesos de aprendizaje. Porque más allá de los éxitos estadísticos ocasionales, todas las Historias breves representaron la ilusión renovada de contemplar la puesta en marcha de nuevos y desconocidos talentos. La fantasía de estar viendo, sin saberlo, los primeros pasos de algún gran cineasta del futuro. Esta novena edición no es la excepción a esa regla.
Si un elogio se le debe hacer a Historias breves 9 –o, en realidad, a quienes hayan seleccionado los cortos que la integran- es la capacidad para atender de manera generosa a los múltiples caminos que recorre el cine argentino actual. Dentro de la selección tienen lugar cortos de las estéticas más diversas y que de algún modo replican el mapa de la producción cinematográfica contemporánea. Así como algunos de los trabajos parecen acomodarse dentro del cine independiente modelo FUC (Universidad del Cine), como la contemplativa de intensión poética “El pez ha muerto”, de Judith Battaglia, o esa suerte de experimento mumblecore preadolescente que es “Videojuegos”, de Cecilia Kang, otros como “El desafío”, de Andrés Arduin, aparecen más próximos a lo que se conoce como Cine Independiente Fantástico Argentino, con directores como Daniel de la Vega, Fabián Forte y Nicanor Loreti a la cabeza. Entre ambos extremos, el abanico de Historias breves 9 es muy amplio y si algo comparten los siete trabajos incluidos es la valentía de asumir algún tipo de riesgo cinematográfico, más allá de la evaluación particular que pueda hacerse de cada caso.
Que el primer corto, “El gran Vairitoski”, de Matias Carrizo, sea una pieza de animación trabajada en Stop Motion, resulta una sorpresa grata. Más allá de lo simple de su versión circense del enamorado y la muerte, su director parece conocer bien sus limitaciones, forzándolas para obtener de ellas el mayor rédito posible. Por su parte “El paso” de Victoria Mammaloti y “Estacionamiento” de Luis Bernárdez tal vez sean los que cargan con el lastre de metáforas más obvias: una maquilladora y su hija que ven gente muerta, una, y una pareja recién comprometida que queda atrapada en los infinitos subsuelos de un estacionamiento para autos donde se irán corporizando algunos miedos domésticos, la otra. Sin embargo en ambos casos el manejo de los climas narrativos, el trabajo actoral y dos puestas en escena oportunas consiguen que los relatos nunca se vuelvan burdos.
Pero el más estimulante de los siete cortometrajes (no necesariamente el mejor) es “En crítica”. En él, de manera sorpresiva, la directora Luz Orlando Brennan toma como protagonista al Roberto Arlt periodista en la redacción del diario Crítica, donde se encarga de cubrir una ola de suicidios que oscurece la Buenos Aires de fines de los años 20. Con una destacada ambientación de época, una fotografía ambiciosa y el buen trabajo de Alberto Ajaka en la piel del escritor, este petit noir cierra este paseo por lo que quizás alguna vez será llamado el Nuevo Cine Argentino, versión 3.0.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
No es que esté mal pensarlo así, a contramano de todo triunfalismo y evitando el conteo de directores exitosos surgidos de cada edición como si se tratara de cabezas de ganado y no de artistas en formación. Sobre todo porque la apuesta de permitir a sucesivas generaciones de jóvenes hacer sus primeras armas en público es valiosa en sí misma. Una herramienta no sólo de promoción de la actividad cinematográfica, sino una parte necesaria de los procesos de aprendizaje. Porque más allá de los éxitos estadísticos ocasionales, todas las Historias breves representaron la ilusión renovada de contemplar la puesta en marcha de nuevos y desconocidos talentos. La fantasía de estar viendo, sin saberlo, los primeros pasos de algún gran cineasta del futuro. Esta novena edición no es la excepción a esa regla.
Si un elogio se le debe hacer a Historias breves 9 –o, en realidad, a quienes hayan seleccionado los cortos que la integran- es la capacidad para atender de manera generosa a los múltiples caminos que recorre el cine argentino actual. Dentro de la selección tienen lugar cortos de las estéticas más diversas y que de algún modo replican el mapa de la producción cinematográfica contemporánea. Así como algunos de los trabajos parecen acomodarse dentro del cine independiente modelo FUC (Universidad del Cine), como la contemplativa de intensión poética “El pez ha muerto”, de Judith Battaglia, o esa suerte de experimento mumblecore preadolescente que es “Videojuegos”, de Cecilia Kang, otros como “El desafío”, de Andrés Arduin, aparecen más próximos a lo que se conoce como Cine Independiente Fantástico Argentino, con directores como Daniel de la Vega, Fabián Forte y Nicanor Loreti a la cabeza. Entre ambos extremos, el abanico de Historias breves 9 es muy amplio y si algo comparten los siete trabajos incluidos es la valentía de asumir algún tipo de riesgo cinematográfico, más allá de la evaluación particular que pueda hacerse de cada caso.
Que el primer corto, “El gran Vairitoski”, de Matias Carrizo, sea una pieza de animación trabajada en Stop Motion, resulta una sorpresa grata. Más allá de lo simple de su versión circense del enamorado y la muerte, su director parece conocer bien sus limitaciones, forzándolas para obtener de ellas el mayor rédito posible. Por su parte “El paso” de Victoria Mammaloti y “Estacionamiento” de Luis Bernárdez tal vez sean los que cargan con el lastre de metáforas más obvias: una maquilladora y su hija que ven gente muerta, una, y una pareja recién comprometida que queda atrapada en los infinitos subsuelos de un estacionamiento para autos donde se irán corporizando algunos miedos domésticos, la otra. Sin embargo en ambos casos el manejo de los climas narrativos, el trabajo actoral y dos puestas en escena oportunas consiguen que los relatos nunca se vuelvan burdos.
Pero el más estimulante de los siete cortometrajes (no necesariamente el mejor) es “En crítica”. En él, de manera sorpresiva, la directora Luz Orlando Brennan toma como protagonista al Roberto Arlt periodista en la redacción del diario Crítica, donde se encarga de cubrir una ola de suicidios que oscurece la Buenos Aires de fines de los años 20. Con una destacada ambientación de época, una fotografía ambiciosa y el buen trabajo de Alberto Ajaka en la piel del escritor, este petit noir cierra este paseo por lo que quizás alguna vez será llamado el Nuevo Cine Argentino, versión 3.0.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 4 de septiembre de 2014
CINE - "Hércules", de Brett Ratner: Un héroe a la medida de La Roca
Los mitos griegos son como los dinosaurios: ideales para cautivar a los chicos, tanto a los que efectivamente lo son como a aquellos que todavía guardan uno en algún rincón y al que cada tanto le dan permiso para salir un rato. Ambos temas comenzaron a ser explotados por el cine casi desde el comienzo de su historia y al día de hoy se acumulan relatos al respecto de todas las calañas posibles. Es que la figura del héroe es nodal dentro del relato cinematográfico, sobre todo en el cine norteamericano de corte clásico. Por eso no es casual que, como solía decir Borges (que de cine sabía por sabio, pero mucho más por viejo), el western acabara convirtiéndose en el recipiente ideal para el género épico propio de las mitologías antiguas, pero que a comienzos del siglo XX hacía rato se encontraba en desuso. Por eso tampoco llama la atención que regularmente los grandes estudios se embarquen en nuevas versiones de los viejos mitos helénicos. Justamente Hércules, uno de los personajes más famosos de aquel panteón y aún hoy uno de los más populares entre los chicos de todo el mundo (occidental), es uno de los más beneficiados. A tal punto que este Hércules de Brett Ratner que se estrena esta semana es el segundo Hércules del año, ya que hace pocos meses tuvo lugar el olvidable estreno de La leyenda de Hércules dirigido por Renny Harlin. No hace falta comparar, pero si se insiste, el de Ratner es el que sale ganando. Lejos.
En primer lugar porque su director no cae en la tentación de adaptar la historia del hijo de Zeus a la estética fantasy post Señor de los Anillos, ni intenta plegarse a la moda de los superhéroes, inventado un Hércules que vuela y tira rayos. Lejos de eso, Ratner elige apegarse al original para después alejarse prudentemente de él y ya en terreno firme, jugar a contar una aventura nueva del más grande semidios que supo dar el Olimpo. Seguramente gran parte del mérito le corresponde al cómic creado por Steve Moore, ya que la película no se basa directamente en el mito si no en esa adaptación. En la piel de Dwayne Johnson, el actor indicado para prestarle sus músculos y su gracia, esta es una versión humana de Hércules pero que no olvida ni esconde el origen mítico, sino que lo aprovecha para hacerlo emerger en el momento en el que le es más útil al relato. El personaje no es acá un guerrero solitario e invulnerable a fuerza de cargar con una estirpe divina, sino un hombre sobre quien se cuentan hazañas increíbles (aquellos doce trabajos que la película se encarga de desenmascarar como si se tratara de trucos de magia) y que él protagonista utiliza para hacer fortuna como mercenario al frente de un grupo de leales compañeros. Una decisión osada la de convertir al héroe solitario en un líder, pero que no se aparta de la lógica de un corpus mitológico que incluye relatos como el de los Argonautas, que justifican el atrevimiento.
Pero no sólo en la comparación con otros Hércules para adolescentes sale ganando este de Dwayne Johnson, sino que su espíritu lúdico forjado a conciencia la hace mucho más grata que otros acercamientos “serios” a la tradición griega, como Troya de Wolfgang Petersen (en dónde sólo salvaba su honor el Héctor de Eric Bana). En Hércules hay humor además de acción y no debe menospreciarse el carisma y la eficiencia que Johnson muestra en ambas áreas. Aunque no hace falta aclarar que sin dudas no es Marlon Brando, es justo reconocer que tampoco se trata de Victor Mature, el actor de las épicas clase B por excelencia del Hollywood de los 50. Al contrario, Johnson es un actor que sabe cómo hacer su trabajo y cuyo crecimiento desde su aparición como Rey Escorpión en El regreso de la momia (2001), es evidente. Lo mismo vale para el director, quien supo encontrar el tono adecuado para modelar los detalles esenciales y al mismo tiempo llevar adelante un relato que, aun con el generoso uso de la tecnología digital, sin alardes innecesarios ni excesos pirotécnicos de montaje, no deja de responder a las reglas del cine clásico de aventuras.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
En primer lugar porque su director no cae en la tentación de adaptar la historia del hijo de Zeus a la estética fantasy post Señor de los Anillos, ni intenta plegarse a la moda de los superhéroes, inventado un Hércules que vuela y tira rayos. Lejos de eso, Ratner elige apegarse al original para después alejarse prudentemente de él y ya en terreno firme, jugar a contar una aventura nueva del más grande semidios que supo dar el Olimpo. Seguramente gran parte del mérito le corresponde al cómic creado por Steve Moore, ya que la película no se basa directamente en el mito si no en esa adaptación. En la piel de Dwayne Johnson, el actor indicado para prestarle sus músculos y su gracia, esta es una versión humana de Hércules pero que no olvida ni esconde el origen mítico, sino que lo aprovecha para hacerlo emerger en el momento en el que le es más útil al relato. El personaje no es acá un guerrero solitario e invulnerable a fuerza de cargar con una estirpe divina, sino un hombre sobre quien se cuentan hazañas increíbles (aquellos doce trabajos que la película se encarga de desenmascarar como si se tratara de trucos de magia) y que él protagonista utiliza para hacer fortuna como mercenario al frente de un grupo de leales compañeros. Una decisión osada la de convertir al héroe solitario en un líder, pero que no se aparta de la lógica de un corpus mitológico que incluye relatos como el de los Argonautas, que justifican el atrevimiento.
Pero no sólo en la comparación con otros Hércules para adolescentes sale ganando este de Dwayne Johnson, sino que su espíritu lúdico forjado a conciencia la hace mucho más grata que otros acercamientos “serios” a la tradición griega, como Troya de Wolfgang Petersen (en dónde sólo salvaba su honor el Héctor de Eric Bana). En Hércules hay humor además de acción y no debe menospreciarse el carisma y la eficiencia que Johnson muestra en ambas áreas. Aunque no hace falta aclarar que sin dudas no es Marlon Brando, es justo reconocer que tampoco se trata de Victor Mature, el actor de las épicas clase B por excelencia del Hollywood de los 50. Al contrario, Johnson es un actor que sabe cómo hacer su trabajo y cuyo crecimiento desde su aparición como Rey Escorpión en El regreso de la momia (2001), es evidente. Lo mismo vale para el director, quien supo encontrar el tono adecuado para modelar los detalles esenciales y al mismo tiempo llevar adelante un relato que, aun con el generoso uso de la tecnología digital, sin alardes innecesarios ni excesos pirotécnicos de montaje, no deja de responder a las reglas del cine clásico de aventuras.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - "Si decido quedarme" (If I Stay), de R. J. Cutler: ...Y adios, fantasmas.
A ver si les suena esto: Mía es una joven chelista llena de proyectos y sueños que una tarde de invierno sale de paseo junto a su familia casi ideal. Aunque a ella (que todavía es adolescente) su papá ex rockero, su mamá ex groupie y su hermanito menor fanático de Iggy Pop le parezcan un plomazo. Salen, a pesar de que ese mismo día haya tenido lugar una de las nevadas más copiosas del año, porque ya se sabe que cuando una familia es tan feliz como la de Mía no hay nieve que alcance a enfriar tanto amor. Por supuesto que salen y sólo les falta cantar aquello de “en el auto de papá nos iremos a pasear” para que le quede bien claro a todo el mundo que tan perfectas son las cosas. Allá van los cuatro, entonces, sobre la ruta nevada, justo cuando a la vocecita en off de Mía se le ocurre pensar en que es interesante como “la vida es una cosa y en apenas un instante se convierte en otra”. Basta que lo diga para que papá pierda el control, el auto patine sobre el asfalto helado y vayan a dársela de frente contra una camioneta. Cuando Mía despierta tendida en la nieve lo primero que ve es su propio cuerpo desde afuera, atendido por un grupo de paramédicos junto al auto familiar arruinado y patas arriba. Nadie la ve, nadie la oye y, desesperada, Mía acaba viajando en la ambulancia que traslada hasta el hospital a su cuerpo inconsciente.
Si decido quedarme, dirigida por R.J. Cutler y guión basado en la novela de Gayle Forman (que por desgracia tiene una continuación y amenaza con convertir el asunto en secuela), viene a ocupar el lugar del drama lacrimógeno que no puede faltar en la cartelera anual. Como si no alcanzara con esa recaída, también se entronca en el linaje de las películas en donde uno de los protagonistas queda suspendido en el limbo. De Ghost, la sombra del amor para acá la lista es amplia y tanto puede incluir a la notable Sexto sentido de M. Night Shyamalan como a la muy fallida Un lugar donde refugiarse de Lasse Hallström. Pero a la que más se acerca es a Invisible, de David Goyer, en la que su protagonista queda en una posición muy cercana a la de Mía, ambos deambulando en espíritu entre sus seres queridos mientras deciden a ver si se mueren de una vez o no. La diferencia es que al lado de Si decido quedarme, la otra resultaba un ejemplo de solidez.
Rejuntado de todas las convenciones de las películas románticas para adolescentes, de los dramas familiares, de las películas de autosuperación y, claro de las de fantasmitas más amigables que Gasparín, el film de Cutler pisa todos los palitos de cada lugar común de lo más lumpen del cine industrial. Del remedo del plano en la proa de Titánic (pero en patineta) a una escena romántica que incomoda no por atrevida sino por grasosa, pasando por cuadros que de tan compuestos empalagan, Si decido quedarme apenas deja resquicio para que la pequeña Chlöe Grace Moretz revalide con lo justo lo buena actriz que demostró ser en otras películas.
Artículo publicado en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Si decido quedarme, dirigida por R.J. Cutler y guión basado en la novela de Gayle Forman (que por desgracia tiene una continuación y amenaza con convertir el asunto en secuela), viene a ocupar el lugar del drama lacrimógeno que no puede faltar en la cartelera anual. Como si no alcanzara con esa recaída, también se entronca en el linaje de las películas en donde uno de los protagonistas queda suspendido en el limbo. De Ghost, la sombra del amor para acá la lista es amplia y tanto puede incluir a la notable Sexto sentido de M. Night Shyamalan como a la muy fallida Un lugar donde refugiarse de Lasse Hallström. Pero a la que más se acerca es a Invisible, de David Goyer, en la que su protagonista queda en una posición muy cercana a la de Mía, ambos deambulando en espíritu entre sus seres queridos mientras deciden a ver si se mueren de una vez o no. La diferencia es que al lado de Si decido quedarme, la otra resultaba un ejemplo de solidez.
Rejuntado de todas las convenciones de las películas románticas para adolescentes, de los dramas familiares, de las películas de autosuperación y, claro de las de fantasmitas más amigables que Gasparín, el film de Cutler pisa todos los palitos de cada lugar común de lo más lumpen del cine industrial. Del remedo del plano en la proa de Titánic (pero en patineta) a una escena romántica que incomoda no por atrevida sino por grasosa, pasando por cuadros que de tan compuestos empalagan, Si decido quedarme apenas deja resquicio para que la pequeña Chlöe Grace Moretz revalide con lo justo lo buena actriz que demostró ser en otras películas.
Artículo publicado en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
martes, 2 de septiembre de 2014
LIBROS - "Pesadilla americana", de Pablo Suárez: David Lynch, el lado B del Sueño Americano
La obra de David Lynch, cineasta tan extraño, ecléctico y siniestro como maravilloso narrador, representa uno de los rincones más incómodos del cine norteamericano. Dueño de una filmografía potente, tanto los universos surrealistas de sus películas más emblemáticas, como Blue Velvet o Mulholland Drive, como las parábolas a la vez dulces y tristes de sus trabajos más accesibles (de El hombre elefante a Una historia sencilla), siempre resultan retratos filosos y precisos de cierta realidad, aunque por lo general su estética retorcida y su estilo narrativo no lineal suelan interpretarse sólo como una búsqueda a rajatabla de lo irreal: no está mal pensar en Lynch como en el equivalente cinematográfico de El Bosco. Sobre él pesan las acusaciones de incomprensible, de aberrante y de hermético; la idea de que su cine es alimento para minorías intelectuales y nunca un espectáculo de masas. En el libro Pesadilla americana – El cine de David Lynch, el crítico de cine Pablo Suárez se sumerge por completo –y con gusto– en el viscoso universo cinematográfico de este director único, en un intento de aportar algunas puertas de entrada (o de salida) a los laberintos lynchianos. Intento exitoso, teniendo en cuenta que el libro, en el que los capítulos se eslabonan atendiendo en orden cronológico a la filmografía completa de Lynch, consigue aportar buena cantidad de ideas sobre cada una de las películas, y con el mosaico ya completo, ofrecer una mirada certera acerca de la obra de este director obsesionado en retratar el lado B del sueño americano.
"El libro surge a partir de que Mariano González, de Cuarto Menguante ediciones, me ofrece escribir sobre su cine, para editar el segundo libro de una colección que comenzó con Encerrados toda la noche, de Matías Orta, sobre el cine de John Carpenter", cuenta Suárez acerca del origen de Pesadilla americana. "Con el mismo formato (es decir una película por capítulo), una combinación de información y análisis, y libertad de estilo, me propuse hacer una exploración detallada de su estética y su narrativa en un registro de ensayos periodísticos especializados, no desde la academia. Y después trabajé asociando, disociando y relacionando forma y contenido", completa el autor, crítico de cine del diario Buenos Aires Herald.
–El escritor Sergio Chejfec dice que "de todo discurso escrito y publicado (o impreso) se espera que sirva para algo. La literatura es de lo único de lo que no se espera y a primera vista no sirve para nada". Desde ahí se puede pensar en el arte como en un objeto inútil en tanto no tiene ninguna aplicación práctica en el mundo real, ni sentido fuera de sí mismo. Sin embargo, no pocos intentan definir la realidad a través de la mirada de los artistas, detectando de qué forma sus metáforas y universos simbólicos pueden ser avatares de la realidad. ¿Cómo es la realidad que proponen las irreales películas de Lynch?
–Depende de quién mire. Los universos lynchianos pueden ser difíciles de "entender" sobre todo para ese espectador que suele ver todo el cine como si fuera cine clásico y de género, donde se explicitan y clausuran los sentidos. Si esperás eso de Lynch te quedás afuera, pero si en vez de "entender" priorizás sentir, si te acercás a los personajes y sus deseos, creo que todo resulta más reconocible. Entre otras cosas, Lynch habla de deseos inconfesables, de misterios, de dualidades y desdoblamientos, de lo siniestro, y de fugas para evadir realidades intolerables. Pero aún con todo lo bizarro, la esencia del drama no es para nada ajena a la experiencia humana, incluso a lo más cotidiano. Creo que la forma puede presentarse como irreal, pero el contenido es realista.
–¿Por qué se considera a Lynch un cineasta de culto? ¿Esa caracterización incide en la forma en que son percibidas sus películas?
–La categoría cine de culto puede ser muy amplia, pero creo que algunas de sus características básicas están presentes en Lynch. Su cine mira a EE UU de una manera crítica, pone en crisis los sueños idealizados de Hollywood y subvierte convenciones narrativas al crear una estética totalmente nueva. Tiene una carga de sexualidad salvaje explorada muy libremente, mira la realidad desde las subjetividades y así enrarece y desplaza al realismo. Pero ser un cineasta de culto puede ser un arma de doble filo. Por un lado si bien el mainstream no lo rechaza por completo, tampoco le da un buen lugar, porque lleva mucha menos gente a las salas que el cine industrial y por eso se le hace muy difícil financiar sus películas dentro de los EE UU.
–¿Pero Lynch es realmente una rara avis dentro de la industria norteamericana o se lo puede considerar parte de algún tipo de movimiento o generación de cineastas con los que tiende puentes estéticos?
–No, no lo veo como parte de ningún movimiento. En cambio, sí veo conexiones con David Cronenberg, que también parece ser una persona muy equilibrada. Ambos examinan lo oculto, los múltiples niveles de realidad, recurren al género del terror para poner en escena sus obsesiones, y exploran distintas dualidades. La sexualidad y el deseo, el erotismo, son elementos muy importantes. Son cines sensoriales, casi físicos.
–En su caso también parece complicado hablar de antecedentes y continuadores. ¿Los tiene Lynch? ¿Quiénes serían sus precursores y sus herederos?
–En primer lugar, hay dos vanguardias, el expresionismo y el surrealismo, que son parte esencial de su cine. Y después los géneros cinematográficos: policial, melodrama, historia romántica, estudiantina, biopic, ciencia ficción, terror, fantástico, telenovela, comedia, el absurdo. Pero no encuentro realizadores particulares como antecedentes. Tampoco se me ocurren herederos. Quizás, en la mirada sobre el pequeño pueblito norteamericano, Sam Mendes en Belleza americana también ensayó una visión paródica, pero no subversiva, más bien conservadora pero disfrazada. O Tim Burton en El joven manos de tijera, también articulada a partir del opuesto la bella y la bestia, y muchos otros opuestos más. Hay algo del absurdo de Twin Peaks en Kingdom Hospital, la remake norteamericana que hace el propio Lars Von Trier de su serie El reino, producida por Stephen King. Ejemplos parciales y aislados siempre hay.
–Existe la idea de que los universos que propone Lynch son expulsivos con el espectador antes que inclusivos. ¿Es posible hacer una lista de tips que le faciliten el ingreso al cinéfilo que siente que se queda afuera de ellos?
–Creo que podés entrar al cine de David observando cómo se mueven sus personajes, cuál es su trayectoria, cómo es su deseo (sexual, amoroso, de tener un lugar, de fuga, de llegar a algún lado), que los hace ir de un lado para otro para, muchas veces, terminar de la peor manera. Si entendés qué mueve a sus personajes, podés entender de qué hablan sus historias. No buscar simbolismos ocultos ni subtextos crípticos, no creo que los tenga. Pero tampoco leer sus películas desde una literalidad estricta ya que hay unas cuantas metáforas que hablan de lo que está por debajo, escondido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
"El libro surge a partir de que Mariano González, de Cuarto Menguante ediciones, me ofrece escribir sobre su cine, para editar el segundo libro de una colección que comenzó con Encerrados toda la noche, de Matías Orta, sobre el cine de John Carpenter", cuenta Suárez acerca del origen de Pesadilla americana. "Con el mismo formato (es decir una película por capítulo), una combinación de información y análisis, y libertad de estilo, me propuse hacer una exploración detallada de su estética y su narrativa en un registro de ensayos periodísticos especializados, no desde la academia. Y después trabajé asociando, disociando y relacionando forma y contenido", completa el autor, crítico de cine del diario Buenos Aires Herald.
–El escritor Sergio Chejfec dice que "de todo discurso escrito y publicado (o impreso) se espera que sirva para algo. La literatura es de lo único de lo que no se espera y a primera vista no sirve para nada". Desde ahí se puede pensar en el arte como en un objeto inútil en tanto no tiene ninguna aplicación práctica en el mundo real, ni sentido fuera de sí mismo. Sin embargo, no pocos intentan definir la realidad a través de la mirada de los artistas, detectando de qué forma sus metáforas y universos simbólicos pueden ser avatares de la realidad. ¿Cómo es la realidad que proponen las irreales películas de Lynch?
–Depende de quién mire. Los universos lynchianos pueden ser difíciles de "entender" sobre todo para ese espectador que suele ver todo el cine como si fuera cine clásico y de género, donde se explicitan y clausuran los sentidos. Si esperás eso de Lynch te quedás afuera, pero si en vez de "entender" priorizás sentir, si te acercás a los personajes y sus deseos, creo que todo resulta más reconocible. Entre otras cosas, Lynch habla de deseos inconfesables, de misterios, de dualidades y desdoblamientos, de lo siniestro, y de fugas para evadir realidades intolerables. Pero aún con todo lo bizarro, la esencia del drama no es para nada ajena a la experiencia humana, incluso a lo más cotidiano. Creo que la forma puede presentarse como irreal, pero el contenido es realista.
–¿Por qué se considera a Lynch un cineasta de culto? ¿Esa caracterización incide en la forma en que son percibidas sus películas?
–La categoría cine de culto puede ser muy amplia, pero creo que algunas de sus características básicas están presentes en Lynch. Su cine mira a EE UU de una manera crítica, pone en crisis los sueños idealizados de Hollywood y subvierte convenciones narrativas al crear una estética totalmente nueva. Tiene una carga de sexualidad salvaje explorada muy libremente, mira la realidad desde las subjetividades y así enrarece y desplaza al realismo. Pero ser un cineasta de culto puede ser un arma de doble filo. Por un lado si bien el mainstream no lo rechaza por completo, tampoco le da un buen lugar, porque lleva mucha menos gente a las salas que el cine industrial y por eso se le hace muy difícil financiar sus películas dentro de los EE UU.
–¿Pero Lynch es realmente una rara avis dentro de la industria norteamericana o se lo puede considerar parte de algún tipo de movimiento o generación de cineastas con los que tiende puentes estéticos?
–No, no lo veo como parte de ningún movimiento. En cambio, sí veo conexiones con David Cronenberg, que también parece ser una persona muy equilibrada. Ambos examinan lo oculto, los múltiples niveles de realidad, recurren al género del terror para poner en escena sus obsesiones, y exploran distintas dualidades. La sexualidad y el deseo, el erotismo, son elementos muy importantes. Son cines sensoriales, casi físicos.
–En su caso también parece complicado hablar de antecedentes y continuadores. ¿Los tiene Lynch? ¿Quiénes serían sus precursores y sus herederos?
–En primer lugar, hay dos vanguardias, el expresionismo y el surrealismo, que son parte esencial de su cine. Y después los géneros cinematográficos: policial, melodrama, historia romántica, estudiantina, biopic, ciencia ficción, terror, fantástico, telenovela, comedia, el absurdo. Pero no encuentro realizadores particulares como antecedentes. Tampoco se me ocurren herederos. Quizás, en la mirada sobre el pequeño pueblito norteamericano, Sam Mendes en Belleza americana también ensayó una visión paródica, pero no subversiva, más bien conservadora pero disfrazada. O Tim Burton en El joven manos de tijera, también articulada a partir del opuesto la bella y la bestia, y muchos otros opuestos más. Hay algo del absurdo de Twin Peaks en Kingdom Hospital, la remake norteamericana que hace el propio Lars Von Trier de su serie El reino, producida por Stephen King. Ejemplos parciales y aislados siempre hay.
–Existe la idea de que los universos que propone Lynch son expulsivos con el espectador antes que inclusivos. ¿Es posible hacer una lista de tips que le faciliten el ingreso al cinéfilo que siente que se queda afuera de ellos?
–Creo que podés entrar al cine de David observando cómo se mueven sus personajes, cuál es su trayectoria, cómo es su deseo (sexual, amoroso, de tener un lugar, de fuga, de llegar a algún lado), que los hace ir de un lado para otro para, muchas veces, terminar de la peor manera. Si entendés qué mueve a sus personajes, podés entender de qué hablan sus historias. No buscar simbolismos ocultos ni subtextos crípticos, no creo que los tenga. Pero tampoco leer sus películas desde una literalidad estricta ya que hay unas cuantas metáforas que hablan de lo que está por debajo, escondido.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.