Pocos han logrado sobrevivir tanto tiempo a la áspera competencia hollywoodense como Los Muppets, troupe de marionetas de gomaespuma y otros bricolajes creada para la televisión por Jim Henson en 1955 (Wikipedia dixit). Su llegada al cine ocurrió a fines de la década de 1970 y desde entonces llevan siete secuelas, incluyendo la recién estrenada Los Muppets 2: Los más buscados, un corpus que puede ser dividido en tres períodos. El original, al que podría denominarse la Era de Oro, que incluye las primeras tres películas realizadas en 1979, 1981 y 1984, en las que las que el propio Henson y su equipo de titiriteros daban vida a la rana Kermit, el oso Fozzie, la cerdita Piggy y los demás personajes (es decir: René, Figaredo y el resto). El período bajo, en los 90, donde se realizaron otras dos películas, las menos exitosas, y finalmente, luego de que Disney comprara los derechos, el renacimiento modelo siglo XXI.
Por supuesto que Disney representó una presencia importante para que el regreso fuera con éxito. Sobre todo porque la casa del ratón tuvo el buen tino de respetar la esencia del universo Muppet, sosteniendo al grupo de artistas detrás de los personajes, entre quienes se cuenta Dave Goelz, único sobreviviente de los años dorados y encargado de animar a personajes clásicos como El gran Gonzo o el saxofonista Zoot. Del mismo modo, para esta segunda película post Disney también se ha mantenido en sus puestos a James Bobin, director y guionista de la película anterior, y a Bret McKenzie, ganador de un Oscar por la canción “Hombre o Muppet”, incluida también en el film de 2011. Porque, como solía decir el viejo Walt, equipo que gana no se toca.
Lejos de esquivar el tema de las secuelas, Los Muppets 2 (numeración inexacta, como se ha visto, que no corresponde al título original) no sólo pone el asunto en primer plano sino directamente en la primera escena. La película comienza ahí donde terminaba la anterior, con todo el equipo reunido en plena avenida Broadway después de un número musical. “¿Y ahora qué hacemos?”, se preguntan Kermit y sus amigos. La aparición de un representante de artistas cuyo nombre, Dominic Badguy, revela su lugar en la trama, es suficiente excusa para que la compañía se embarque en una gira mundial. Como corresponde, la decisión es celebrada con otra canción de título oportuno: “Hagamos una secuela”. El trabajo de McKenzie resulta otra vez una de las fortalezas del Los Muppets 2, aportando no sólo a los fines dramáticos, sino que también constituye una fuente inagotable de one liners y cameos, todos recursos que son una marca de fábrica de la saga.
Bob Hope, Mel Brooks, James Coburn, Peter Ustinov o Liza Minelli son algunos de los que se han prestado a aparecer de sorpresa en las películas anteriores. Y algunos hasta han repetido, como Ray Liotta o Zach Galifianakis, quienes vuelven a aparecer en esta junto a Lady Gaga, Tony Bennett, Salma Hayek, Frank Langella y Christophe Waltz entre otros. Aunque debe decirse que no todos los cameos resultan igual de efectivos, una irregularidad leve que se traslada a otros aspectos del film. Porque esa gira mundial que los malos de turno usarán como pantalla para un plan criminal, es apenas el motor que pone en marcha una historia muy básica que no consigue ir mucho más allá de las peripecias que orbitan en torno a ese eje, debilidad que el guión suple con una metralla de gags a discreción que siempre dan en el blanco. Está claro que esta séptima secuela está (apenas) debajo de su antecesora, sin embargo no alcanza para decir que la película falla. Lejos de eso, a fuerza de un humor muy preciso, de canciones notables y un gran sentido de la oportunidad, Bobin convierte esa sencillez en una virtud y su film termina siendo un más que digno representante de la dinastía Muppet.
Artículo publicado originalmente en la sección CUltura y Espectáculos de Página/12.
miércoles, 30 de abril de 2014
viernes, 25 de abril de 2014
CINE - "El secreto de Lucía", de Becky Garello: Llegó la Attiasxploitation
Las películas con enanos parecen estar volviéndose un inesperado subgénero del cine argentino. Está bien: es una exageración. No alcanza con que Francella haya hecho de petiso en Corazón de León y que ahora El secreto de Lucía, de Becky Garello, tenga otro protagonista diminuto como para hablar de tendencia. La exageración es doble, porque en realidad en ninguno de los dos casos se trata de enanos en el sentido estricto. Más allá del tecnicismo, las dos películas insisten en definirlos como tales, y ese detalle se vuelve esencial, brindando una excusa dramática. O una de las excusas. En este caso la otra, no menos importante, es la presencia de Emilia Attias, para cuyo “lucimiento” (en todos los sentidos de la palabra) parece pensada esta historia con enano incluido.
A diferencia de Corazón de León, el film de Garello no se presenta en forma de comedia, aunque a veces ensaye algunos pasos para ese lado (algunos de ellos involuntarios), sino como un drama de época. Ubicado entre los ’60 y los ’70, el relato comienza con Mario, el enano, trabajando para juntar plata. Su madre espera otro hijo y él no quiere que su hermano sufra las secuelas de la enfermedad que lo afecta. Entonces aparece Juan (Carlos Belloso), típico chanta porteño que le propone montar un show de varieté para salir de gira por los pueblitos de provincia. Un número de falsa ventriloquía en el cual el petiso deberá fingirse muñeco. En definitiva, le propone una estafa y él acepta. La película recién acaba de plantear sus conflictos y los problemas empiezan a amontonarse. El primero es el uso de una voz en off que busca emparentar el relato con la serie negra, pero sin peso propio más allá de adelantar, completar o redondear algunas ideas cuando la acción no alcanza. El segundo es un problema de casting: la madre del petiso no parece su madre, volviendo risible las escenas en que uno le dice “mamá” a la otra, cuando en realidad parece la esposa. Tercero, es inverosímil que nadie, ni siquiera apelando a los más burdos estereotipos del provinciano inocente, se creyera que el petiso es un muñeco.
El último problema lo marca la entrada en escena de Attias. Ahí la película quiere convertirse en drama musical estilo Las cosas del querer, donde los números musicales a cargo de la actriz pretenden, sin conseguirlo, aportar detalles dramáticos que engrosen diferentes rincones de la trama. Es cierto que Attias, como el resto del elenco, realiza un trabajo actoral aceptable y tampoco canta mal. Pero tampoco lo hace del todo bien y todo aquello que su voz no aporta naturalmente debe rellenarse con efectos de postproducción que la vuelven artificial. Decisión que equivale a maquillar en exceso el rostro defectuoso de un actor para que se vea mejor, causando el efecto contrario. Un fugaz pero significativo (e innecesario) desnudo de la actriz sobre el final redondean la sensación de que en realidad se trata de la primera película de Attiasxploitation. A pesar de las objeciones, y aunque parezca increible, El secreto de Lucía avanza con cierta dignidad hasta un giro final que busca aplicar un golpe de tragedia, pero que no hace sino acentuar los puntos flojos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
A diferencia de Corazón de León, el film de Garello no se presenta en forma de comedia, aunque a veces ensaye algunos pasos para ese lado (algunos de ellos involuntarios), sino como un drama de época. Ubicado entre los ’60 y los ’70, el relato comienza con Mario, el enano, trabajando para juntar plata. Su madre espera otro hijo y él no quiere que su hermano sufra las secuelas de la enfermedad que lo afecta. Entonces aparece Juan (Carlos Belloso), típico chanta porteño que le propone montar un show de varieté para salir de gira por los pueblitos de provincia. Un número de falsa ventriloquía en el cual el petiso deberá fingirse muñeco. En definitiva, le propone una estafa y él acepta. La película recién acaba de plantear sus conflictos y los problemas empiezan a amontonarse. El primero es el uso de una voz en off que busca emparentar el relato con la serie negra, pero sin peso propio más allá de adelantar, completar o redondear algunas ideas cuando la acción no alcanza. El segundo es un problema de casting: la madre del petiso no parece su madre, volviendo risible las escenas en que uno le dice “mamá” a la otra, cuando en realidad parece la esposa. Tercero, es inverosímil que nadie, ni siquiera apelando a los más burdos estereotipos del provinciano inocente, se creyera que el petiso es un muñeco.
El último problema lo marca la entrada en escena de Attias. Ahí la película quiere convertirse en drama musical estilo Las cosas del querer, donde los números musicales a cargo de la actriz pretenden, sin conseguirlo, aportar detalles dramáticos que engrosen diferentes rincones de la trama. Es cierto que Attias, como el resto del elenco, realiza un trabajo actoral aceptable y tampoco canta mal. Pero tampoco lo hace del todo bien y todo aquello que su voz no aporta naturalmente debe rellenarse con efectos de postproducción que la vuelven artificial. Decisión que equivale a maquillar en exceso el rostro defectuoso de un actor para que se vea mejor, causando el efecto contrario. Un fugaz pero significativo (e innecesario) desnudo de la actriz sobre el final redondean la sensación de que en realidad se trata de la primera película de Attiasxploitation. A pesar de las objeciones, y aunque parezca increible, El secreto de Lucía avanza con cierta dignidad hasta un giro final que busca aplicar un golpe de tragedia, pero que no hace sino acentuar los puntos flojos.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 24 de abril de 2014
CINE - "El otro Maradona", de Ezequiel Luka y Gabriel Amiel: Luz más allá del doble
Doppelgänger. Esa es la palabra alemana que utiliza Sigmund Freud en su texto acerca de Lo siniestro para empezar a definir el objeto de su ensayo. Se trata de la idea del doble, que el padre del psicoanálisis toma de varios relatos del escritor romántico E. T. A. Hoffmann, quien solía utilizar el asunto como tema recurrente en sus relatos, al punto de bautizar una de sus nouvelles con el nombre de Los dobles. Si hubiera que condensar la trama de esa breve novela, podría decirse que se trata de la historia de un hombre que es confundido con otro hasta que ambas vidas se ven enmarañadas en una sola madeja de acontecimientos. De algún modo extraño, ese también es el tema de El otro Maradona, documental dirigido por Ezequiel Luka y Gabriel Amiel, cuyo protagonista es Gregorio Carrizo, Goyo, amigo de la infancia de Diego Maradona y fallida estrella de fútbol.
La historia de Goyo Carrizo es muy conocida en el ambiente futbolero. Nacidos y criados en Villa Fiorito, Diego y él eran dos de los cientos de chicos del barrio que jugaban a la pelota en el potrero que el padre de Goyo había convertido en canchita de fútbol justo frente a su casa. Cuando un cazador de talentos deslumbrado por su habilidad se lo lleva a jugar a Argentinos Juniors, Goyo le dice que en el barrio hay uno que juega todavía mejor. El resto es historia oficial. Sin embargo, aunque dicha historia se empecine en recordar sólo el nombre de Maradona, aquellos fantásticos Cebollitas tuvieron dos niños prodigio: el otro era Goyo Carrizo. La película de Luka y Amiel se sostiene en esa dualidad, jugando con planos narrativos superpuestos. En la superficie está Carrizo, el hombre cuya carrera y éxito quedaron truncos, un poco por una complicada lesión en la rodilla y otro poco por algunas decisiones de esas que se lamentan cuando los años pasaron sin remedio. Por detrás, el espíritu de Maradona se empecina en habitar una omnipresencia que no tiene nada de caprichosa.
“¿Por qué tengo que vivir así –recuerda haberle dicho alguna vez Goyo a su esposa en su casa de Fiorito– si yo hice feliz a la mayoría del mundo?” Y es cierto: sin ese hombre hoy pelado y anónimo, sin ese crack roto y abandonado prematuramente, sin su amistad generosa de nene que sólo quería jugar si era con su amigo, sin Goyo no habría Diego. O, tal vez, en el mejor de los casos, habría un Diego distinto. Otro Maradona. Construido con profundo respeto por su protagonista, el documental pone las vidas de los dos amiguitos del barrio una encima de la otra, como diapositivas que al proyectarse juntas revelan una imagen nueva e impensada. El resultado de esa operación es al mismo tiempo vital y conmovedor. Porque Goyo, ese hombre de 50 años que aprendió a convivir con su fracaso, no envidia la gloria del otro, el doble, sino que se alegra por él. Y es que tal vez Maradona y Goyo, sin decírselo a nadie, se repartieron la suerte para que al menos uno de ellos pudiera cumplir los sueños compartidos en nombre de los dos. Entonces, como le ocurría a Dorian Gray, uno debió quedarse acá en Fiorito y cargar estoicamente con las lesiones, con las decisiones incorrectas, con el olvido, con el dolor de ver a sus hijos todos los días con la misma ropa, a veces sin zapatos, para que el otro (que en realidad podría ser él mismo) pudiera convertirse en el mejor jugador de fútbol de la historia.
Cuando parece que el relato va a estancarse en la morosidad de la oda a la dignidad del fracaso, El otro Maradona se permite un giro casi imperceptible en el que revela su verdadera maravilla. Lejos de perderse solamente en el ejercicio repetido de ver a Goyo Carrizo como “el Maradona que no fue”, contentándose con el juego fácil de imaginar qué hubiera pasado si las cosas le hubieran salido bien, el documental elige creer que en realidad las cosas están bien así como están. Es entonces cuando ese hombre abrumado por un destino que nunca llegó revela una grandeza de otro orden, una que no es ni mejor ni peor que la ajena, pero que al fin le confiere su propia identidad más allá de los dobleces y le permite apartarse de la sombra del otro para iluminar al menos esta película con su propia luz.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
La historia de Goyo Carrizo es muy conocida en el ambiente futbolero. Nacidos y criados en Villa Fiorito, Diego y él eran dos de los cientos de chicos del barrio que jugaban a la pelota en el potrero que el padre de Goyo había convertido en canchita de fútbol justo frente a su casa. Cuando un cazador de talentos deslumbrado por su habilidad se lo lleva a jugar a Argentinos Juniors, Goyo le dice que en el barrio hay uno que juega todavía mejor. El resto es historia oficial. Sin embargo, aunque dicha historia se empecine en recordar sólo el nombre de Maradona, aquellos fantásticos Cebollitas tuvieron dos niños prodigio: el otro era Goyo Carrizo. La película de Luka y Amiel se sostiene en esa dualidad, jugando con planos narrativos superpuestos. En la superficie está Carrizo, el hombre cuya carrera y éxito quedaron truncos, un poco por una complicada lesión en la rodilla y otro poco por algunas decisiones de esas que se lamentan cuando los años pasaron sin remedio. Por detrás, el espíritu de Maradona se empecina en habitar una omnipresencia que no tiene nada de caprichosa.
“¿Por qué tengo que vivir así –recuerda haberle dicho alguna vez Goyo a su esposa en su casa de Fiorito– si yo hice feliz a la mayoría del mundo?” Y es cierto: sin ese hombre hoy pelado y anónimo, sin ese crack roto y abandonado prematuramente, sin su amistad generosa de nene que sólo quería jugar si era con su amigo, sin Goyo no habría Diego. O, tal vez, en el mejor de los casos, habría un Diego distinto. Otro Maradona. Construido con profundo respeto por su protagonista, el documental pone las vidas de los dos amiguitos del barrio una encima de la otra, como diapositivas que al proyectarse juntas revelan una imagen nueva e impensada. El resultado de esa operación es al mismo tiempo vital y conmovedor. Porque Goyo, ese hombre de 50 años que aprendió a convivir con su fracaso, no envidia la gloria del otro, el doble, sino que se alegra por él. Y es que tal vez Maradona y Goyo, sin decírselo a nadie, se repartieron la suerte para que al menos uno de ellos pudiera cumplir los sueños compartidos en nombre de los dos. Entonces, como le ocurría a Dorian Gray, uno debió quedarse acá en Fiorito y cargar estoicamente con las lesiones, con las decisiones incorrectas, con el olvido, con el dolor de ver a sus hijos todos los días con la misma ropa, a veces sin zapatos, para que el otro (que en realidad podría ser él mismo) pudiera convertirse en el mejor jugador de fútbol de la historia.
Cuando parece que el relato va a estancarse en la morosidad de la oda a la dignidad del fracaso, El otro Maradona se permite un giro casi imperceptible en el que revela su verdadera maravilla. Lejos de perderse solamente en el ejercicio repetido de ver a Goyo Carrizo como “el Maradona que no fue”, contentándose con el juego fácil de imaginar qué hubiera pasado si las cosas le hubieran salido bien, el documental elige creer que en realidad las cosas están bien así como están. Es entonces cuando ese hombre abrumado por un destino que nunca llegó revela una grandeza de otro orden, una que no es ni mejor ni peor que la ajena, pero que al fin le confiere su propia identidad más allá de los dobleces y le permite apartarse de la sombra del otro para iluminar al menos esta película con su propia luz.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
lunes, 21 de abril de 2014
CINE - "El crítico", de Hernán Guerschuny: La crítica como excusa para llamar la atención
No sería raro que alguien imaginara que detrás de una película cuyo protagonista es un crítico de cine, al que el mundo de golpe se le vuelve un lugar extraño porque empieza a parecerse a las películas que detesta, hay un director envenenado tratando de arreglar cuentas con algún crítico en particular. O con la crítica en general, como institución. No sería la primera vez que se usa el cine como arma de un crimen pasional de ese tenor. Anton Ego, el crítico gastronómico de Ratatouille, parecía algo así, y basta recordar cómo llamaban los rockeros de Casi famosos al niño-crítico que los acompañaba cubriendo su gira para la revista Rolling Stone: El Enemigo. Pero los que busquen un móvil cuasi policial detrás de El crítico, deberán guardarse el morbo para otra ocasión. En primer lugar porque se trata de una ópera prima y, en consecuencia, de un director sin un pasado al cual vengar. Pero además porque Hernán Guerschuny, ese director, es uno de los responsables de Haciendo Cine, revista sobre la industria cinematográfica local que también incluye un apartado dedicado a la crítica. Con lo cual pareciera no haber animosidad de su parte hacia una especie que conoce muy bien. Prueba de ello son los cameos que realizan varios pesos pesados del género, incluyendo a dos directores del Bafici, festival en el que la película se estrenó durante 2013.
En segundo lugar, porque el espacio de la crítica representa para El crítico lo mismo que el ambiente de los picapleitos de hospital o el universo carcelario para las películas de Pablo Trapero: un mundo cargado de fantasías para quienes lo observan desde afuera y desde el cual se intenta atraer la curiosidad del espectador. Una excusa narrativa. No es éste ni el momento ni el lugar para discutir qué incidencia tiene la crítica de cine en la decisión de los espectadores que la consumen (ni de los espectadores en general), pero es cierto que el juego de despreciar la validez del trabajo del crítico de cine es uno de los pasatiempos favoritos de los argentinos. Un poco más atrás que el de los técnicos de fútbol, los psicoanalistas y los presidentes de la Nación, se trata de un oficio del cual todos tienen opinión formada e inevitablemente algo que decir. Si hasta entre críticos se practica con regularidad el ejercicio del canibalismo endogámico. Haber notado que ahí había un universo atractivo para contar una historia de cine es uno de los méritos de Guerschuny, quien a veces juega con gracia con los lugares comunes (muchas veces reales) que suelen atribuírsele al crítico de cine.
El crítico tiene otros aciertos que permiten apostar por ella, como la elección de la pareja protagónica. Rafael Spregelburd realiza un gran trabajo, haciendo que la potencia de su personaje se sostenga hasta en los pasajes en los que la película no lo acompaña, reafirmando que desde su aparición cinematográfica en El hombre de al lado, de la dupla Cohn-Duprat, es una de las figuras que podría ayudar a que el cine nacional se volviera un poco menos Darín-dependiente. En cuanto a Dolores Fonzi, a quien hace rato nadie debería considerar nada más que una cara bonita, resulta imposible, sin embargo, dejar de notar que parece haber sido diseñada para el cine, como si tuviera implantado un sensor que obliga a las cámaras a hacer foco sobre ella. Eso a pesar de que su personaje tiene detalles que le juegan en contra, como esa forma de hablar que parece un capricho del guión. Y no es lo único que podría considerarse arbitrario en El crítico. Pero a pesar de esos caprichos, o mejor, a partir de ellos, es posible afirmar que Guerschuny asume los riesgos de intentar hacer buen cine con el propósito de llegar a un público masivo dentro de sus objetivos, algo que no siempre es bien visto, pero que es una de las cuentas pendientes del cine argentino. Una deuda que El crítico no salda, aunque representa un claro paso adelante.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
En segundo lugar, porque el espacio de la crítica representa para El crítico lo mismo que el ambiente de los picapleitos de hospital o el universo carcelario para las películas de Pablo Trapero: un mundo cargado de fantasías para quienes lo observan desde afuera y desde el cual se intenta atraer la curiosidad del espectador. Una excusa narrativa. No es éste ni el momento ni el lugar para discutir qué incidencia tiene la crítica de cine en la decisión de los espectadores que la consumen (ni de los espectadores en general), pero es cierto que el juego de despreciar la validez del trabajo del crítico de cine es uno de los pasatiempos favoritos de los argentinos. Un poco más atrás que el de los técnicos de fútbol, los psicoanalistas y los presidentes de la Nación, se trata de un oficio del cual todos tienen opinión formada e inevitablemente algo que decir. Si hasta entre críticos se practica con regularidad el ejercicio del canibalismo endogámico. Haber notado que ahí había un universo atractivo para contar una historia de cine es uno de los méritos de Guerschuny, quien a veces juega con gracia con los lugares comunes (muchas veces reales) que suelen atribuírsele al crítico de cine.
El crítico tiene otros aciertos que permiten apostar por ella, como la elección de la pareja protagónica. Rafael Spregelburd realiza un gran trabajo, haciendo que la potencia de su personaje se sostenga hasta en los pasajes en los que la película no lo acompaña, reafirmando que desde su aparición cinematográfica en El hombre de al lado, de la dupla Cohn-Duprat, es una de las figuras que podría ayudar a que el cine nacional se volviera un poco menos Darín-dependiente. En cuanto a Dolores Fonzi, a quien hace rato nadie debería considerar nada más que una cara bonita, resulta imposible, sin embargo, dejar de notar que parece haber sido diseñada para el cine, como si tuviera implantado un sensor que obliga a las cámaras a hacer foco sobre ella. Eso a pesar de que su personaje tiene detalles que le juegan en contra, como esa forma de hablar que parece un capricho del guión. Y no es lo único que podría considerarse arbitrario en El crítico. Pero a pesar de esos caprichos, o mejor, a partir de ellos, es posible afirmar que Guerschuny asume los riesgos de intentar hacer buen cine con el propósito de llegar a un público masivo dentro de sus objetivos, algo que no siempre es bien visto, pero que es una de las cuentas pendientes del cine argentino. Una deuda que El crítico no salda, aunque representa un claro paso adelante.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - BAFICI y las máscaras de la cultura
Se terminó el BAFICI, nomás. A una semana quedan ya las cuatrocientas no sé cuántas películas que este año ofreció a sus amantes fieles, pero también a los nuevos, los ocasionales y los pasajeros, la decimosexta edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, que se acaba de ir con boleto de retorno fechado para el año que viene a la misma hora y en el mismo lugar. Y si algo revalidó este esperado encuentro anual en los diez días que duró su arborescente itinerario cinematográfico, es su poder como plaza dedicada a la celebración del cine, un concepto sin embargo algo impreciso, nebuloso, sobre el que vale la pena abundar. Porque en las discusiones sobre cine son muchas las fronteras que suelen abrirse y de los orígenes más variados, del mero capricho del gusto personal al rol social del séptimo arte, pasando por la estética, la ética, la política, el negocio y otra infinidad de tópicos que alimentan una lista que sólo necesita de la imaginación de los discutientes para engordar. Y de la suma de todas esas brechas surge la mejor definición que puede darse del cine: el cine es el mundo en potencia, todo puede caber en él. E incluso más.
Afortunadamente lejos de una mirada mercantilista, los valores cinematográficos sobre los que el festival construye su programación se asientan en otros principios que el del mero espectáculo, o el de la mera poesía, o el de cualquier otro mero que pudiera citarse a continuación sobre la linea de puntos............. Dentro de esa generosa amplitud (y de a poco parece que cada vez más), no debe negarse que BAFICI es en primer lugar un espacio desde el que se contrapesa la avasallante carga de una de las industrias más voraces del mundo, la del cine estadounidense, cuyos intereses se imponen todas las semanas en las boleterías del circuito comercial. Una carga que de algún modo busca monopolizar el gusto cinematográfico, globalizarlo a golpes de blockbusters lanzados de a quinientas mil copias, impidiendo que cines tan ricos, tan tradicionales y tan valiosos como el norteamericano se vuelvan obsoletos, incompatibles para la mirada del espectador formateada vía Hollywood. Pero no se trata de reducir el asunto a la falsa dicotomía de cine divertido y exitoso vs. cine aburrido e ignorado, sino de proponer una mirada más abierta al respecto. En primer lugar porque no todo el cine comercial es ni bueno ni divertido, del mismo modo en que el cine al que por desgracia cada vez más se puede identificar como marginal –siempre respecto de ese circuito comercial– no es ni malo ni aburrido por defecto. Sin embargo, según un prejuicio extendido BAFICI, y con él los festivales de cine en general, representaría una caja de zapatos a dónde van a parar las películas que nadie quiere ver, o casi. BAFICI sin embrgo es un éxito de público sostenido a través de los años, una marca de calidad que ha sobrevivido –incluso crecido– bajo el signo de la peor plaga a la que puede someterse a cualquier evento cultural: los cambios de gestión.
Detrás de esa afirmación virgen de toda inocencia –que un festival es poco menos que el desagüe cloacal del cine– hay una idea de cultura que debe discutirse. Sobre todo porque desde el propio Ministerio del área en la Ciudad de Buenos Aires, la responsable de sostener a este hito anual de valor indiscutible no sólo para la Ciudad sino para el país, han dado muestras de manejarse con un criterio ambivalente, confuso y contradictorio de Cultura.
Nótese por ejemplo que, amparados en un principio de supuesta amplitud, la gestión que acierta en sostener BAFICI dándole la importancia que se merece, es la misma que acaba de declarar como sus embajadores culturales a Violetta y a la banda pop Tan Biónica. Elecciones a primera vista opuestas que hablarían de dos criterios muy distantes de Cultura. El primero apoyando a un festival cuya programación está compuesta por más de 400 películas que puestas a competir contra los tanques de Hollywood serían un fracaso rotundo, en contra del nombramiento de dos embajadores culturales que no hacen sino subirse a caballo del éxito comercial de dos artistas de esos que el mercado suele imponer, uno de los cuales ni siquiera es una persona real, sino un personaje de televisión.
Pero nadie puede discutir el derecho de la chica Stoessel ni de los muchachos poprockeros a expresarse artísticamente y disfrutar del hecho de que su trabajo sea exitoso. Nadie puede negarle a sus fanáticos la alegría de que sus artistas favoritos, que son también los favoritos de la grandes empresas, aunque eso no importe a la hora de valorar su obra, reciban un reconocimiento por su trabajo. ¿O acaso hay un ránking de fanáticos de acuerdo al cual los que hinchan por Horacio Salgán son más valiosos que los de Tan Biónica? Sin embargo que el estado porteño elija a uno sobre otros habla de un concepto de cultura en donde masivo y popular se confunden peligrosamente.
Algún mal pensado podría sugerir que si BAFICI no fuera el éxito de público que es desde hace años, no contaría con el mismo apoyo del gobierno porteño. Tal vez sea cierto. Tanto como que tampoco se lo apoya con la determinación que su demostrado éxito demanda: muchas de las películas extranjeras en competencia fueron proyectadas sin la presencia de sus directores ni de nadie que las representara. Detalle que sin dudas no se ha debido a la falta de interés de los artistas o los organizadores. El problema quizá tenga que ver y se resuelva con un presupuesto más justo, uno acorde a un hito cultural que por suerte desborda calidad y éxito. Porque a veces la cultura también es un éxito y entonces puede disfrutar del "incondicional" apoyo del poder político, cuyos representantes no dudan en aprovecharlo en beneficio de su imagen pública. Vicio que, por otra parte, no es privativo de quienes hoy gobiernan la Ciudad sino de la clase política en general, siempre dispuesta a subirse sobre los hombros de ese gigante que siempre es el éxito, ajeno.
En tal caso, puede darse por seguro que mientras la bonanza se sostenga, y todo hace pensar que así será, BAFICI seguirá siendo la niña mimada de la cultura porteña, sea quien sea el gobernante de turno. Mientras tanto seguiremos discutiendo qué tan buena fue este año tal competencia, o qué tan mejor podría haber sido la otra, que es lo que mejor nos sale a los que tenemos la suerte de disfrutar de BAFICI de la forma más conveniente: con pasión y desde afuera (pero siempre adentro).
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
Afortunadamente lejos de una mirada mercantilista, los valores cinematográficos sobre los que el festival construye su programación se asientan en otros principios que el del mero espectáculo, o el de la mera poesía, o el de cualquier otro mero que pudiera citarse a continuación sobre la linea de puntos............. Dentro de esa generosa amplitud (y de a poco parece que cada vez más), no debe negarse que BAFICI es en primer lugar un espacio desde el que se contrapesa la avasallante carga de una de las industrias más voraces del mundo, la del cine estadounidense, cuyos intereses se imponen todas las semanas en las boleterías del circuito comercial. Una carga que de algún modo busca monopolizar el gusto cinematográfico, globalizarlo a golpes de blockbusters lanzados de a quinientas mil copias, impidiendo que cines tan ricos, tan tradicionales y tan valiosos como el norteamericano se vuelvan obsoletos, incompatibles para la mirada del espectador formateada vía Hollywood. Pero no se trata de reducir el asunto a la falsa dicotomía de cine divertido y exitoso vs. cine aburrido e ignorado, sino de proponer una mirada más abierta al respecto. En primer lugar porque no todo el cine comercial es ni bueno ni divertido, del mismo modo en que el cine al que por desgracia cada vez más se puede identificar como marginal –siempre respecto de ese circuito comercial– no es ni malo ni aburrido por defecto. Sin embargo, según un prejuicio extendido BAFICI, y con él los festivales de cine en general, representaría una caja de zapatos a dónde van a parar las películas que nadie quiere ver, o casi. BAFICI sin embrgo es un éxito de público sostenido a través de los años, una marca de calidad que ha sobrevivido –incluso crecido– bajo el signo de la peor plaga a la que puede someterse a cualquier evento cultural: los cambios de gestión.
Detrás de esa afirmación virgen de toda inocencia –que un festival es poco menos que el desagüe cloacal del cine– hay una idea de cultura que debe discutirse. Sobre todo porque desde el propio Ministerio del área en la Ciudad de Buenos Aires, la responsable de sostener a este hito anual de valor indiscutible no sólo para la Ciudad sino para el país, han dado muestras de manejarse con un criterio ambivalente, confuso y contradictorio de Cultura.
Nótese por ejemplo que, amparados en un principio de supuesta amplitud, la gestión que acierta en sostener BAFICI dándole la importancia que se merece, es la misma que acaba de declarar como sus embajadores culturales a Violetta y a la banda pop Tan Biónica. Elecciones a primera vista opuestas que hablarían de dos criterios muy distantes de Cultura. El primero apoyando a un festival cuya programación está compuesta por más de 400 películas que puestas a competir contra los tanques de Hollywood serían un fracaso rotundo, en contra del nombramiento de dos embajadores culturales que no hacen sino subirse a caballo del éxito comercial de dos artistas de esos que el mercado suele imponer, uno de los cuales ni siquiera es una persona real, sino un personaje de televisión.
Pero nadie puede discutir el derecho de la chica Stoessel ni de los muchachos poprockeros a expresarse artísticamente y disfrutar del hecho de que su trabajo sea exitoso. Nadie puede negarle a sus fanáticos la alegría de que sus artistas favoritos, que son también los favoritos de la grandes empresas, aunque eso no importe a la hora de valorar su obra, reciban un reconocimiento por su trabajo. ¿O acaso hay un ránking de fanáticos de acuerdo al cual los que hinchan por Horacio Salgán son más valiosos que los de Tan Biónica? Sin embargo que el estado porteño elija a uno sobre otros habla de un concepto de cultura en donde masivo y popular se confunden peligrosamente.
Algún mal pensado podría sugerir que si BAFICI no fuera el éxito de público que es desde hace años, no contaría con el mismo apoyo del gobierno porteño. Tal vez sea cierto. Tanto como que tampoco se lo apoya con la determinación que su demostrado éxito demanda: muchas de las películas extranjeras en competencia fueron proyectadas sin la presencia de sus directores ni de nadie que las representara. Detalle que sin dudas no se ha debido a la falta de interés de los artistas o los organizadores. El problema quizá tenga que ver y se resuelva con un presupuesto más justo, uno acorde a un hito cultural que por suerte desborda calidad y éxito. Porque a veces la cultura también es un éxito y entonces puede disfrutar del "incondicional" apoyo del poder político, cuyos representantes no dudan en aprovecharlo en beneficio de su imagen pública. Vicio que, por otra parte, no es privativo de quienes hoy gobiernan la Ciudad sino de la clase política en general, siempre dispuesta a subirse sobre los hombros de ese gigante que siempre es el éxito, ajeno.
En tal caso, puede darse por seguro que mientras la bonanza se sostenga, y todo hace pensar que así será, BAFICI seguirá siendo la niña mimada de la cultura porteña, sea quien sea el gobernante de turno. Mientras tanto seguiremos discutiendo qué tan buena fue este año tal competencia, o qué tan mejor podría haber sido la otra, que es lo que mejor nos sale a los que tenemos la suerte de disfrutar de BAFICI de la forma más conveniente: con pasión y desde afuera (pero siempre adentro).
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.
sábado, 12 de abril de 2014
CINE - 16º BAFICI 2014: Un piso alto de calidad en la Competencia Argentina
Empieza a terminar la decimosexta edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) y el balance artístico sin dudas es positivo. Al menos si se adopta como punto de vista el de las producciones agrupadas dentro de la Competencia Argentina. Uno de los méritos de la selección realizada este año es sin duda la ampliación del rango utilizado para la elección de las competidoras nacionales. No son pocas las voces que desde hace tiempo le reclamaban al festival una mirada más abarcativa en la forma de entender la palabra independencia aplicada al cine. José Campusano, uno de los artistas que mejor encaja en la definición de cineasta independiente y uno de los más personales del cine argentino en la actualidad, expresó hace años su descontento con la parcialidad con que BAFICI entendía esa independencia. Una parcialidad tanto estética como política, que el mismo director sospechaba tenía su origen en los vínculos personales entre algunos cineastas y el equipo de programadores. “Amiguismo” es la palabra que Campusano elegía entonces para definir su descontento. A aquella controvertida acusación se sumaron otras situaciones, como la discutible no inclusión hace dos años del film Tierra de los padres, de Nicolás Prividera, en ninguna de las competencias del festival, que demandaban una revisión por parte de los responsables de darle forma artística a BAFICI de sus criterios de selección, fueran estos estéticos, éticos o políticos. Años después, la edición 2014 comienza a dar señales claras de una mirada más generosa.
Sin dudas el gesto más visible es la inclusión de Necrofobia 3D, el film de terror del director Daniel de la Vega que, hasta donde los memoriosos recuerdan, representa la primera película de este género, muchas veces considerado menor, dentro de la competencia nacional. Es cierto que los últimos cinco años marcan la aparición de una generación de directores agrupados dentro de lo que se conoce como Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA), que han conseguido producir una buena cantidad de películas de gran calidad y ese hecho por sí sólo justifica la inclusión de Necrofóbia. Pero además De la Vega es dueño de un currículum que incluye el triunfo hace dos años en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata con la brillante comedia negra Hermanos de sangre, y ese mérito también sostiene la presencia de su película dentro de esta sección. Por desgracia Necrofobia, que también es la primera película de terror nacional filmada en 3D, tiene algunas fallas narrativas y otras de orden técnico que la colocan por debajo de otras películas del género producidas en el país. Como atenuante debe mencionarse que De la Vega literalmente terminó Necrofobia el mismo día en que se proyectó, y esa urgencia se percibió en la pantalla. De hecho no pudo proyectarse en tres dimensiones, con lo cual se está juzgando una película incompleta. Más allá de eso, su participación representa claramente un triple paso adelante: para el director, para el cine fantástico argentino y para BAFICI. Que la película haya sido presentada por el propio director del festival, Marcelo Panozzo, es otro guiño de valor simbólico insoslayable.
El segundo gesto que desde otro lugar representó una señal positiva fue la importante presencia de lo que por convención se conoce con el nombre de Nuevo Cine Cordobés. Son tres las películas provenientes de la poderosa escena cordobesa, surgida como consecuencia de la conjunción de una cinefilia basada en el cineclubismo como escuela, el ejercicio de la crítica como espacio inescindible de la producción cinematográfica y el rodaje como estadio final de un proceso de maduración. La primera fue Atlántida, de la directora Inés Barrionuevo, que narra las vivencias de un grupo de adolescentes en un pueblo de la provincia, cuyo relato se basa en la premisa de atarse a la deriva falsamente extraviada de sus personajes. Una temática para nada novedosa que representa un género clásico dentro BAFICI. Atlántida construye un retrato reconocible de la adolescencia, basada sobre todo en un meritorio trabajo de todo el elenco. Sin embargo muchas líneas de diálogo pecan de cierta artificialidad, hecho que las buenas actuaciones disimulan en buena medida, pero que recubren a muchos pasajes de cierta impostación. Ese carácter artificial también se advierte en excesivas alusiones a la muerte, en un juego simbólico un poco obvio con la vieja dualidad Eros/Tánatos.
Por su parte Tres D, segunda película de Rosendo Ruíz luego de la exitosa De caravana, cuenta la historia de dos jóvenes que forman parte del equipo de trabajo de un festival de cine que van relacionándose con algunos de los personajes típicos de este tipo de encuentros. Uno de los aspectos centrales de la película es su carácter autoreferencial, no sólo de la escena cordobesa sino de cierto sector de la cinematografía argentina. La película intercala dentro del relato las entrevistas que los protagonistas realizan para el festival a directores como José Campusano, Gustavo Fontán y Nicolas Prividera. Tres D puede ser vista como una comedia romántica que trafica una discusión cinéfila, o como un documental sobre cine atravesado por la ficción. Aunque lograda (y disfrutable) en ambos aspectos, no puede dejar de notarse debajo del relato la presencia del mecanismo que lo activa.
Con puntos en común con las dos anteriores, El último verano de Leandro Naranjo es la tercera cordobesa en pugna, que también comienza con la cámara siguiendo la deriva de un grupo de jóvenes por fiestas y reuniones, y que mantiene el carácter autoreferencial de la película de Ruíz. Con algunos puntos en común con películas como 25 watts, que lanzó a los uruguayos Pablo Stoll y Juan Rebella, El último verano se alimenta de la energía que produce el estallido que provoca la llegada de la adultez y la resistencia a dejar atrás la infancia. En ese sentido la película desborda una urgencia que no sólo es la de sus personajes, sino la de los hacedores detrás de cámara, quienes a veces parecen estar tan excitados como ellos, pero que otras se demoran como si quisieran que la película, como la juventud, no terminara nunca.
Por último hay cinco películas que sin duda merecen destacarse, ya sea por su audacia, su calidad, o por haber sido exitosas en los objetivos que se plantearon. No es una novedad que Gustavo Fontán es un cineasta finísimo, sin duda uno de los mejores del cine argentino en la última década, aunque no tenga el mismo nivel de reconocimiento que han recibido otros como Lucrecia Martel o Lisandro Alonso. El Rostro es una nueva muestra de su notable talento para observar la realidad y no alcanza el poco espacio que aquí se le puede dar para hablar de ella. Sólo afirmar que el mundo no se ve igual cuando es Fontán quien lo filma: los directores de cine fantástico tienen mucho que aprender de él, capaz de crear climas ominosos y extraños con sólo mostrar los pies de una mujer parada junto al río. También debe decirse que El rostro no muestra nada que ya no hayan visto quienes siguen sus trabajos, con lo bueno y lo malo que esta afirmación representa.
Edgardo Cozarinsky ofrece por su parte el documental Carta a un padre, en el que va con su cámara tras los pasos de su papá, muerto cuando el director tenía 20 años. Cinco décadas después, Cozarinsky intenta recuperar el tiempo perdido desde la memoria: “Las cosas que entonces no me interesaban son las únicas que hoy me interesan”, dice desde una exquisita voz en off, resumiendo el espíritu que enciende el fuego de su notable película.
Por su parte Si je suis perdu, c’est pas grave, de Santiago Loza, representa una apuesta riesgosa dentro de la carrera cinematográfica de su director. Además de cineasta, Loza es uno de los nombres más destacados de la dramaturgia argentina en la actualidad, y en la película ambos universos se reúnen en una amalgama que da por resultado un objeto cinematográfico tan extraño como poderoso. Loza no sólo sabe hacer rendir a sus actores, y elegir y diseñar los planos de sus películas, sino que además es un escritor brillante. Lo demuestran los evocativos textos que componen una voz en off que atraviesa la película como un hilo en un laberinto.
El escarabajo de oro, nuevo trabajo de Alejo Moguillansky en improbable colaboración con la sueca Fia-Stina Sandlund, tiene varios puntos a favor. En primer lugar se trata de la única película dentro de la competencia que se decide a ser una comedia , y eso la convierte en una ventana abierta a un aire distinto, saludable. En segundo, al igual que Tres D y El último verano, también se estructura en torno a un juego autoreferencial, una mirada hacia adentro del grupo de artistas reunidos en torno a El pampero, la productora de Mariano Llinás. Y por último, en El escarabajo de oro Moguillansky consigue mantener durante todo el relato el espíritu entre absurdo y onírico que alimentaba el primer tercio de su película anterior, El loro y el cisne, presentada el año pasado en esta misma competencia. Detrás de ese absurdo el director contrabandea algunas ideas polémicas acerca del cine, la política, la historia y la corrección política en el arte, sin perder la firmeza de su pulso narrativo.
Finalmente Juana a los 12 de Martín Shanly, ofrece una infrecuente y despiadada mirada de la clase burguesa a partir del retrato de una nena casi invisible para quienes la rodean, incluyendo padres virtualmente ausentes, la indiferencia de sus docentes o el desprecio de algunos de sus pares. Brillantemente actuada, Juana a los 12 tiene la ventaja de lo simple, una consciente ausencia de pretensión y la suficiente audacia como para incluir algunas escenas de una potencia narrativa poco frecuente.
AMPLIACIÓN: Películas ganadoras
Artículo ampliado del original publicado en la sección Espectáculos de Tiempo Argentino.
Sin dudas el gesto más visible es la inclusión de Necrofobia 3D, el film de terror del director Daniel de la Vega que, hasta donde los memoriosos recuerdan, representa la primera película de este género, muchas veces considerado menor, dentro de la competencia nacional. Es cierto que los últimos cinco años marcan la aparición de una generación de directores agrupados dentro de lo que se conoce como Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA), que han conseguido producir una buena cantidad de películas de gran calidad y ese hecho por sí sólo justifica la inclusión de Necrofóbia. Pero además De la Vega es dueño de un currículum que incluye el triunfo hace dos años en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata con la brillante comedia negra Hermanos de sangre, y ese mérito también sostiene la presencia de su película dentro de esta sección. Por desgracia Necrofobia, que también es la primera película de terror nacional filmada en 3D, tiene algunas fallas narrativas y otras de orden técnico que la colocan por debajo de otras películas del género producidas en el país. Como atenuante debe mencionarse que De la Vega literalmente terminó Necrofobia el mismo día en que se proyectó, y esa urgencia se percibió en la pantalla. De hecho no pudo proyectarse en tres dimensiones, con lo cual se está juzgando una película incompleta. Más allá de eso, su participación representa claramente un triple paso adelante: para el director, para el cine fantástico argentino y para BAFICI. Que la película haya sido presentada por el propio director del festival, Marcelo Panozzo, es otro guiño de valor simbólico insoslayable.
El segundo gesto que desde otro lugar representó una señal positiva fue la importante presencia de lo que por convención se conoce con el nombre de Nuevo Cine Cordobés. Son tres las películas provenientes de la poderosa escena cordobesa, surgida como consecuencia de la conjunción de una cinefilia basada en el cineclubismo como escuela, el ejercicio de la crítica como espacio inescindible de la producción cinematográfica y el rodaje como estadio final de un proceso de maduración. La primera fue Atlántida, de la directora Inés Barrionuevo, que narra las vivencias de un grupo de adolescentes en un pueblo de la provincia, cuyo relato se basa en la premisa de atarse a la deriva falsamente extraviada de sus personajes. Una temática para nada novedosa que representa un género clásico dentro BAFICI. Atlántida construye un retrato reconocible de la adolescencia, basada sobre todo en un meritorio trabajo de todo el elenco. Sin embargo muchas líneas de diálogo pecan de cierta artificialidad, hecho que las buenas actuaciones disimulan en buena medida, pero que recubren a muchos pasajes de cierta impostación. Ese carácter artificial también se advierte en excesivas alusiones a la muerte, en un juego simbólico un poco obvio con la vieja dualidad Eros/Tánatos.
Por su parte Tres D, segunda película de Rosendo Ruíz luego de la exitosa De caravana, cuenta la historia de dos jóvenes que forman parte del equipo de trabajo de un festival de cine que van relacionándose con algunos de los personajes típicos de este tipo de encuentros. Uno de los aspectos centrales de la película es su carácter autoreferencial, no sólo de la escena cordobesa sino de cierto sector de la cinematografía argentina. La película intercala dentro del relato las entrevistas que los protagonistas realizan para el festival a directores como José Campusano, Gustavo Fontán y Nicolas Prividera. Tres D puede ser vista como una comedia romántica que trafica una discusión cinéfila, o como un documental sobre cine atravesado por la ficción. Aunque lograda (y disfrutable) en ambos aspectos, no puede dejar de notarse debajo del relato la presencia del mecanismo que lo activa.
Con puntos en común con las dos anteriores, El último verano de Leandro Naranjo es la tercera cordobesa en pugna, que también comienza con la cámara siguiendo la deriva de un grupo de jóvenes por fiestas y reuniones, y que mantiene el carácter autoreferencial de la película de Ruíz. Con algunos puntos en común con películas como 25 watts, que lanzó a los uruguayos Pablo Stoll y Juan Rebella, El último verano se alimenta de la energía que produce el estallido que provoca la llegada de la adultez y la resistencia a dejar atrás la infancia. En ese sentido la película desborda una urgencia que no sólo es la de sus personajes, sino la de los hacedores detrás de cámara, quienes a veces parecen estar tan excitados como ellos, pero que otras se demoran como si quisieran que la película, como la juventud, no terminara nunca.
Por último hay cinco películas que sin duda merecen destacarse, ya sea por su audacia, su calidad, o por haber sido exitosas en los objetivos que se plantearon. No es una novedad que Gustavo Fontán es un cineasta finísimo, sin duda uno de los mejores del cine argentino en la última década, aunque no tenga el mismo nivel de reconocimiento que han recibido otros como Lucrecia Martel o Lisandro Alonso. El Rostro es una nueva muestra de su notable talento para observar la realidad y no alcanza el poco espacio que aquí se le puede dar para hablar de ella. Sólo afirmar que el mundo no se ve igual cuando es Fontán quien lo filma: los directores de cine fantástico tienen mucho que aprender de él, capaz de crear climas ominosos y extraños con sólo mostrar los pies de una mujer parada junto al río. También debe decirse que El rostro no muestra nada que ya no hayan visto quienes siguen sus trabajos, con lo bueno y lo malo que esta afirmación representa.
Edgardo Cozarinsky ofrece por su parte el documental Carta a un padre, en el que va con su cámara tras los pasos de su papá, muerto cuando el director tenía 20 años. Cinco décadas después, Cozarinsky intenta recuperar el tiempo perdido desde la memoria: “Las cosas que entonces no me interesaban son las únicas que hoy me interesan”, dice desde una exquisita voz en off, resumiendo el espíritu que enciende el fuego de su notable película.
Por su parte Si je suis perdu, c’est pas grave, de Santiago Loza, representa una apuesta riesgosa dentro de la carrera cinematográfica de su director. Además de cineasta, Loza es uno de los nombres más destacados de la dramaturgia argentina en la actualidad, y en la película ambos universos se reúnen en una amalgama que da por resultado un objeto cinematográfico tan extraño como poderoso. Loza no sólo sabe hacer rendir a sus actores, y elegir y diseñar los planos de sus películas, sino que además es un escritor brillante. Lo demuestran los evocativos textos que componen una voz en off que atraviesa la película como un hilo en un laberinto.
El escarabajo de oro, nuevo trabajo de Alejo Moguillansky en improbable colaboración con la sueca Fia-Stina Sandlund, tiene varios puntos a favor. En primer lugar se trata de la única película dentro de la competencia que se decide a ser una comedia , y eso la convierte en una ventana abierta a un aire distinto, saludable. En segundo, al igual que Tres D y El último verano, también se estructura en torno a un juego autoreferencial, una mirada hacia adentro del grupo de artistas reunidos en torno a El pampero, la productora de Mariano Llinás. Y por último, en El escarabajo de oro Moguillansky consigue mantener durante todo el relato el espíritu entre absurdo y onírico que alimentaba el primer tercio de su película anterior, El loro y el cisne, presentada el año pasado en esta misma competencia. Detrás de ese absurdo el director contrabandea algunas ideas polémicas acerca del cine, la política, la historia y la corrección política en el arte, sin perder la firmeza de su pulso narrativo.
Finalmente Juana a los 12 de Martín Shanly, ofrece una infrecuente y despiadada mirada de la clase burguesa a partir del retrato de una nena casi invisible para quienes la rodean, incluyendo padres virtualmente ausentes, la indiferencia de sus docentes o el desprecio de algunos de sus pares. Brillantemente actuada, Juana a los 12 tiene la ventaja de lo simple, una consciente ausencia de pretensión y la suficiente audacia como para incluir algunas escenas de una potencia narrativa poco frecuente.
AMPLIACIÓN: Películas ganadoras
Mención Especial: Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky (Argentina/Francia).
Mejor Director: Gustavo Fontán, por El Rostro (Argentina).
Mejor Película: El escarabajo de oro, de Alejo Moguillansky y Fia-Stina Sandlund (Argentina/Suecia/Dinamarca).
jueves, 10 de abril de 2014
CINE - "Rio 2", de Carlos Saldanha: Pedir sin dar a cambio
Rio 2 no es otra cosa que el previsible regreso, en más de un sentido, de los personajes creados por el director brasileño Carlos Saldanha para su exitosa película Rio (2011), ambientada en la “exótica” ciudad carioca y producida por los poderosos estudios Fox. En primer lugar porque desde hace un tiempo el cine infantil se ha convertido en un espacio de franquicias eternas, aunque ésta es una costumbre (o vicio) que abarca casi todos los rincones del cine industrial. El caso de La era de hielo, serie también producida por Fox, es emblemático: recaudó con la película original 383 millones de dólares, duplicando ese número en su segunda entrega cuatro años después, llegando casi a triplicarlo en la tercera, de 2009. Según esta lógica empresaria, Rio 2 debería (y necesita) superar los casi 500 millones que hizo la primera parte y ése es el único objeto que parece justificar su existencia. Es que esta segunda también es predecible en lo narrativo.
Construido sobre una base demasiado esquemática, tanto en la progresión de los hechos y circunstancias que motivan la acción como en la creación de nuevos personajes, el guión de Rio 2 parece obra de un software de escritura automatizada. Así de rígido y reiterado es todo. No por nada la historia recuerda en sus detalles a productos similares (incluidas las cuatro entregas de la mencionada La era de hielo, en la que el propio Saldanha también fue director), o a situaciones ya vistas en otras películas como La familia de mi novia (Jay Roach, 2000), a cuyo cuarteto de personajes principales parecen remedar los protagonistas de Rio 2. La pareja de guacamayos azules de la primera película, últimos ejemplares de una especie casi desaparecida, debe viajar ahora al Amazonas, donde al parecer acaba de avistarse a algún otro de su especie. Allá descubrirán que una bandada de los suyos ha sobrevivido a la extinción ocultándose en un santuario natural, fuera del alcance humano. No será una sorpresa enterarse que el jefe de la bandada y su mano derecha son el padre y el ex novio de ella. El juego de reemplazar a los cuatro guacamayos por Ben Stiller, Teri Polo, Robert De Niro y Owen Wilson es muy sencillo.
Aunque la animación es inobjetable, también debe decirse que el film realiza una representación muy primaria de aquellos lugares comunes por los que puede identificarse al Brasil. Si en la primera el Carnaval ocupaba el centro de la escena, acá ese lugar le queda, de manera no menos previsible, al fútbol: ¿qué otra cosa podía ser en el año del Mundial? Creada y dirigida por un brasileño, Rio 2 podía aspirar a algo más de profundidad y no este quedarse en una superficie de colores brillantes, en donde hasta las favelas son de un pintoresquismo for export y no uno de los lugares más miserables y peligrosos del mundo. En medio de todo eso, el mensaje ecologista representa la no menos esperable corrección política y no mucho más.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Construido sobre una base demasiado esquemática, tanto en la progresión de los hechos y circunstancias que motivan la acción como en la creación de nuevos personajes, el guión de Rio 2 parece obra de un software de escritura automatizada. Así de rígido y reiterado es todo. No por nada la historia recuerda en sus detalles a productos similares (incluidas las cuatro entregas de la mencionada La era de hielo, en la que el propio Saldanha también fue director), o a situaciones ya vistas en otras películas como La familia de mi novia (Jay Roach, 2000), a cuyo cuarteto de personajes principales parecen remedar los protagonistas de Rio 2. La pareja de guacamayos azules de la primera película, últimos ejemplares de una especie casi desaparecida, debe viajar ahora al Amazonas, donde al parecer acaba de avistarse a algún otro de su especie. Allá descubrirán que una bandada de los suyos ha sobrevivido a la extinción ocultándose en un santuario natural, fuera del alcance humano. No será una sorpresa enterarse que el jefe de la bandada y su mano derecha son el padre y el ex novio de ella. El juego de reemplazar a los cuatro guacamayos por Ben Stiller, Teri Polo, Robert De Niro y Owen Wilson es muy sencillo.
Aunque la animación es inobjetable, también debe decirse que el film realiza una representación muy primaria de aquellos lugares comunes por los que puede identificarse al Brasil. Si en la primera el Carnaval ocupaba el centro de la escena, acá ese lugar le queda, de manera no menos previsible, al fútbol: ¿qué otra cosa podía ser en el año del Mundial? Creada y dirigida por un brasileño, Rio 2 podía aspirar a algo más de profundidad y no este quedarse en una superficie de colores brillantes, en donde hasta las favelas son de un pintoresquismo for export y no uno de los lugares más miserables y peligrosos del mundo. En medio de todo eso, el mensaje ecologista representa la no menos esperable corrección política y no mucho más.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
CINE - "Una dama en París" (A estonienne à Paris), de Ilmar Raag: La ventaja de lo simple
Teniendo en cuenta que se ubica estéticamente en una encrucijada de géneros, que incluye a esos filmes otoñales en donde un anciano busca y alcanza cierta redención en la última curva de la vida; las buddie movies de parejas formadas por patrones reaccionarios y sirvientes estoicos; y las películas de amor tardío, Una dama en París podía hacerle temer lo peor a cualquiera. Alcanza con imaginar el resultado final de un hipotético crossover entre Conduciendo a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989), Mejor imposible (James L. Brooks, 1997) y Gran Torino (Clint Eastwood, 2008), para entender a qué clase de engendro podría uno haberse enfrentado. Por suerte la película consigue eludir casi todos los miedos del crítico prejuicioso y entrega una historia que no necesita una escalera de efectismo, sensiblería y golpes bajos para conmover, aunque más no sea de manera moderada pero siempre legítima.
Por supuesto que todos esos elementos se encuentran presentes en el relato, pero repartidos con equilibrio y morigerados por un tono narrativo que nunca recarga excesivamente el peso dramático sobre ninguno de ellos. Con la sobriedad de lo simple, Una dama en París cuenta la historia de Anne, una mujer de mediana edad nacida en Estonia que acaba de perder a su madre, a la que cuidó durante los dos años que duró su convalecencia. La película no necesita convertir la vida de Anne en su país en un calvario (aunque la escena inicial haga temer lo peor), para justificar las decisiones que tomará antes de pasado el primer cuarto de hora. Si ella no es feliz –y está claro que no lo es–, no se debe a la miseria ni al sufrimiento, sino a una vida a la que la rutina ha ido opacando de a poco. Por eso la oferta de viajar a París para cuidar a una anciana compatriota parece llegarle en el momento justo en que la cosa podía empezar a ponerse oscura de verdad.
La señora a la que Anne debe cuidar es Frida, encarnada por la siempre encantadora Jeanne Moreau, quien puede haber perdido muchas cosas pero no las mañas de gran actriz. Y Frida es insoportable. Altanera, displicente y mal educada, cada una de sus actitudes evidencia el desprecio que siente por Anne y no se preocupa en ocultarlo. El contraste entre ambas también pone en cuestión dos idiosincrasias: la avasallante mentalidad del habitante de la gran ciudad, en oposición a la candidez servicial del provinciano. Ambos estereotipos también dejan claras las diferencias que existen entre dos Europas posibles: la de los orgullosos países que lideran la región, verdaderos machos alfa de la geopolítica mundial –en este caso Francia–, y la de los países periféricos, dispuestos a aceptar las reglas impuestas, que aquí representa Estonia. En definitiva, aunque no lo haga de manera central, en Una dama en París también se encuentra presente el tema de la identidad, cuestión que el título original, Una estonia en París, expone con mayor énfasis.
Aunque desde lo narrativo nunca llegue a sorprender, la película dirigida por el estonio Ilmar Raag se permite utilizar recursos interesantes, como una banda sonora que aporta a la creación de ciertos climas pero sin resbalar nunca hacia lo obvio, o una resolución que, aun diciéndolo todo, al menos se da el bienvenido lujo de no ponerlo en escena de modo explícito. Es que cuando un director muestra el infrecuente valor de dejar librado aunque sea un detalle al fuera de campo, por mínimo que éste fuera, en ese mismo momento el cine se ha salvado, módicamente, una vez más.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
Por supuesto que todos esos elementos se encuentran presentes en el relato, pero repartidos con equilibrio y morigerados por un tono narrativo que nunca recarga excesivamente el peso dramático sobre ninguno de ellos. Con la sobriedad de lo simple, Una dama en París cuenta la historia de Anne, una mujer de mediana edad nacida en Estonia que acaba de perder a su madre, a la que cuidó durante los dos años que duró su convalecencia. La película no necesita convertir la vida de Anne en su país en un calvario (aunque la escena inicial haga temer lo peor), para justificar las decisiones que tomará antes de pasado el primer cuarto de hora. Si ella no es feliz –y está claro que no lo es–, no se debe a la miseria ni al sufrimiento, sino a una vida a la que la rutina ha ido opacando de a poco. Por eso la oferta de viajar a París para cuidar a una anciana compatriota parece llegarle en el momento justo en que la cosa podía empezar a ponerse oscura de verdad.
La señora a la que Anne debe cuidar es Frida, encarnada por la siempre encantadora Jeanne Moreau, quien puede haber perdido muchas cosas pero no las mañas de gran actriz. Y Frida es insoportable. Altanera, displicente y mal educada, cada una de sus actitudes evidencia el desprecio que siente por Anne y no se preocupa en ocultarlo. El contraste entre ambas también pone en cuestión dos idiosincrasias: la avasallante mentalidad del habitante de la gran ciudad, en oposición a la candidez servicial del provinciano. Ambos estereotipos también dejan claras las diferencias que existen entre dos Europas posibles: la de los orgullosos países que lideran la región, verdaderos machos alfa de la geopolítica mundial –en este caso Francia–, y la de los países periféricos, dispuestos a aceptar las reglas impuestas, que aquí representa Estonia. En definitiva, aunque no lo haga de manera central, en Una dama en París también se encuentra presente el tema de la identidad, cuestión que el título original, Una estonia en París, expone con mayor énfasis.
Aunque desde lo narrativo nunca llegue a sorprender, la película dirigida por el estonio Ilmar Raag se permite utilizar recursos interesantes, como una banda sonora que aporta a la creación de ciertos climas pero sin resbalar nunca hacia lo obvio, o una resolución que, aun diciéndolo todo, al menos se da el bienvenido lujo de no ponerlo en escena de modo explícito. Es que cuando un director muestra el infrecuente valor de dejar librado aunque sea un detalle al fuera de campo, por mínimo que éste fuera, en ese mismo momento el cine se ha salvado, módicamente, una vez más.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
jueves, 3 de abril de 2014
LIBROS - "Eucaliptus", de Agustín Acevedo Kanopa: La acción, entre la observación y el movimiento
Si hubiera que ubicar un lugar en el mundo en el que los argentinos se sienten en casa estando fuera de ella, no serían pocos los que sin dudar exclamarían: ¡Uruguay! Tierras gemelas separadas al nacer –nunca un lugar común fue tan oportuno-, Uruguay y Argentina comparten un adn cultural mucho más intenso que el que los liga a otros parientes de la familia latinoamericana. La música, la literatura, el fútbol y ahora también el cine, son algunas de las áreas en las que el vínculo se hace innegable. Sin embargo no abundan las noticias, las novedades que se pueden tener de la vida cultural al otro lado del río y por eso no hay que desaprovechar las oportunidades que se presentan para poder ver desde acá qué es lo que pasa en la orilla de enfrente. Eso es lo que representa Eucaliptus, libro de cuentos notable de Agustín Acevedo Kanopa, que lentamente comienza a distribuirse por la red de librerías independientes de Buenos Aires.
La historia de Acevedo Kanopa es curiosa. Psicólogo en ejercicio y periodista, oficio en el que se destaca su lúcido trabajo como crítico de cine, este joven escritor es hijo de Eduardo Acevedo, reconocido futbolista (hoy director técnico) que integró la selección de su país que participó del mundial de México ’86, en donde enfrentó al equipo argentino capitaneado por Diego Maradona. Pero los textos que Acevedo Kanopa decidió incluir dentro de su primer libro de cuentos no tienen nada que ver con el fútbol, aunque en ellos se conserve cierta dinámica kinética que los activa y emparienta, lejanamente, con una disciplina como el fútbol, que también se basa en el arte del movimiento. Una característica que comparten con el cine, espacio que no le es ajeno a este escritor uruguayo que se ha formado en la crítica cinematográfica. “Soy un fiel defensor de la crítica como género en sí mismo”, dice el escritor. “Entre el público, pero también entre críticos, hay como una intuición ingenua –y anacrónica, diría- de que la obra a reseñar es un objeto discreto que uno puede capturar más o menos bien, cediendo a un proceso de producción de subjetividad, cuando la misma crítica –al menos la que yo busco- es un proceso de transformación de la obra en sí misma”. La crítica también la ha aportado a Acevedo Kanopa algunas certezas acerca del papel del lector a la hora de escribir: “Cuando escribo una reseña me importa poco si la crítica le va a servir al que la lee para saber si vale la pena gastar su entrada en el cine. En la medida de lo posible –hay veces en que uno está menos inspirado- trato de abordar la crítica como si fuera un cuento, también recurriendo a la idea de imágenes, o casi de una especie de trama, dentro de la misma narración.
-¿En base a eso se puede decir que tu oficio como crítico ha sido una influencia definitiva para tu oficio de narrador?
-El efecto que el cine ha tenido en mí es inestimable, en tanto toda mi forma de ver está como cincelada desde la primera película que vi: la idea de primer plano, de ralentí, del montaje en sí mismo. Todos fuimos reprogramados por ese invento. Es imposible de medir, uno ya ve con esos lentes y nunca se los puede quitar del todo.
-¿Cómo llegás a la publicación de Eucaliptus, tu primer libro de relatos luego de haber publicado poesía (Caja negra, 2007) y novela (Antes del crepúsculo, 2009)?
-Este es el primer libro de relatos que publico, pero no el primero que escribo. De hecho, mis primeros trabajos escritos fueron cuentos y llegaron a formar dos libros bastante gordos que posiblemente nunca llegarán a ver la luz. Lo del libro de poesía –el primero que edité oficialmente- fue casi un accidente, y casi nunca me he sentido del todo cómodo con el género. Recién creo que es con Eucaliptus que pude hacer las paces con la poesía, luego de descubrirme recurriendo en el armado de cuentos a ciertos métodos que originalmente solía utilizar para dicho género.
-¿De qué manera vinculás ambos géneros dentro de la estructura del cuento?
-Cuando comencé a escribir cuentos solía tener una idea clara de principio, desarrollo y final, una empresa en la cual la escritura se trataba de poder trazar un puente entre las dos orillas. Con el tiempo ese método fue deformándose, y creo que más que un puente fui desperdigando rocas a lo ancho de ese río, como si uno sólo pudiera llegar al otro lado a partir de saltitos. Esas rocas serían ciertas imágenes, sensaciones o palabras que me interesan colocar en la extensión del cuento y que valen más que la historia en sí (al menos para mí). Ese armado, creo, tiene mucho de cómo solía armar los poemas, a partir de una larga base de datos de ideas e imágenes que iba almacenando para armar collages. Creo que es en esa medida que logré un punto en el que es medio indefinible el procedimiento de lo narrativo o lo poético, por más que en sus resultados sea más concreto, o visible.
-Aunque los relatos del libro en general son cortos, decidiste comenzar y terminar el libro con los dos más largos, “Eucaliptus” y “El tilo”, que casi podrían haberse extendido como nouvelles. ¿Te sentís más cómodo en ese formato del textos más extenso?
-Cuando terminé de escribir el cuento “Eucaliptus” me subí a un ómnibus rumbo a Atlántida (el balneario de mis abuelos y mi infancia) y recuerdo que entonces me sumergí en una extraña certeza de que ahora podía quemar todo lo que había escrito antes. Soy bastante sentimental y cachivachero como para haber llevado al acto ese pensamiento, pero de ahí en más nunca pude escribir cuentos de aquella manera lineal en que los solía hacer. La otra vez hablaba con Ramiro Sanchiz, un amigo escritor, sobre las diferencias entre novela y cuento, y llegamos a la conclusión de que muchas novelas que solemos leer son cuentos largos y que muchos cuentos son novelas en miniatura. Creo que, aun sí escribiera un cuento de dos carillas, siempre estoy construyendo, por la forma en que me importa la composición del “lugar” (más que lo que acontece), una especie de novela. No sólo es una forma disipada cuyo efecto me puede mucho más; también me gusta esa noción o ese gesto del despilfarro gratuito, agarrar una subhistoria que podría ser una novela en sí misma y mencionarla como al pasar, algo que me partió la cabeza (al punto de enojarme, fascinado) cuando leí 2666, de Bolaño. La pregunta correcta podría ser, entonces, por qué no escribo una novela en estricta regla, y la única respuesta válida es que carezco de la disciplina para hacerlo.
-Además, casualidad o no y más allá de sus particularidades (“Eucaliptus” está escrito en primera persona y “El tilo” en tercera, por ejemplo), ambos llevan por título el nombre de dos árboles aromáticos que se presentan como talismanes liberadores para los protagonistas y los dos comienzan con una pareja dentro de un automóvil en movimiento, como sí la narración (y por ende, todo el libro) sólo pudiera nacer de la potencia cinética. ¿Hay un motivo para esto?
-Es complejo ese punto, yo creo que justamente “Eucaliptus” y “El tilo”, que son cuentos de viaje, tienen la particularidad de ser cuentos sobre la inmovilidad. La principal idea que los une es la de una especie de éxtasis del pensamiento, cuando te quedás observando algo y sos víctima de una especie de arrebato que te ata a tu silla. En ese sentido, esos árboles son talismanes liberadores en la misma medida que son un peligro, porque en la misma medida en que desencadenan un proceso de deriva mental que a los protagonistas les da un respiro de su cotidianeidad horrorosa, uno se puede perder en ellos.
-¿Cómo se inscribe tu obra en el panorama literario del Uruguay en la actualidad? ¿Cuál es el estado de la literatura uruguaya contemporánea?
-En los últimos años el panorama literario uruguayo –sobre todo el joven- se ha venido moviendo mucho. Es algo en lo que no sólo ayudó el trabajo de varias editoriales como Hum, Estuario, o Irrupciones, que se la juegan por escritores jóvenes, sino también por algunos eventos como el Ya te conté (que agrupaba a escritores de Argentina y Uruguay) que ayudan a generar una especie de realidad o fantasía de una “generación”, o algo así. Yo no soy fanático de la rigurosidad terminológica, pero es verdad que en poco tiempo nos vamos leyendo más entre nosotros, nos amigamos y nos peleamos, y eso parece algo mucho más real y palpable que ese desierto en el que yo me sentía cuando recién empezaba a escribir cuentos. Si yo pudiera armarme una constelación de referencias, o escritores uruguayos con los que me identifico, tendría que mencionar a Leandro Delgado, Felipe Polleri, Diego D’Avila, Horacio Cavallo (todos muy amigos) y Roberto Appratto, a quien no conozco personalmente, pero respeto muchísimo. Lo curioso es que, más allá de las amistades, hay una especie de ida y vuelta en ese reconocimiento, por lo que podría decirse que en alguna medida se van conformando grupos, se va conformando un campo.
Eucaliptus, de Agustín Acevedo Kanopa se consigue en librería La Liebre, Bolívar 646, San Telmo. Información y consultas al 4343-5328.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
La historia de Acevedo Kanopa es curiosa. Psicólogo en ejercicio y periodista, oficio en el que se destaca su lúcido trabajo como crítico de cine, este joven escritor es hijo de Eduardo Acevedo, reconocido futbolista (hoy director técnico) que integró la selección de su país que participó del mundial de México ’86, en donde enfrentó al equipo argentino capitaneado por Diego Maradona. Pero los textos que Acevedo Kanopa decidió incluir dentro de su primer libro de cuentos no tienen nada que ver con el fútbol, aunque en ellos se conserve cierta dinámica kinética que los activa y emparienta, lejanamente, con una disciplina como el fútbol, que también se basa en el arte del movimiento. Una característica que comparten con el cine, espacio que no le es ajeno a este escritor uruguayo que se ha formado en la crítica cinematográfica. “Soy un fiel defensor de la crítica como género en sí mismo”, dice el escritor. “Entre el público, pero también entre críticos, hay como una intuición ingenua –y anacrónica, diría- de que la obra a reseñar es un objeto discreto que uno puede capturar más o menos bien, cediendo a un proceso de producción de subjetividad, cuando la misma crítica –al menos la que yo busco- es un proceso de transformación de la obra en sí misma”. La crítica también la ha aportado a Acevedo Kanopa algunas certezas acerca del papel del lector a la hora de escribir: “Cuando escribo una reseña me importa poco si la crítica le va a servir al que la lee para saber si vale la pena gastar su entrada en el cine. En la medida de lo posible –hay veces en que uno está menos inspirado- trato de abordar la crítica como si fuera un cuento, también recurriendo a la idea de imágenes, o casi de una especie de trama, dentro de la misma narración.
-¿En base a eso se puede decir que tu oficio como crítico ha sido una influencia definitiva para tu oficio de narrador?
-El efecto que el cine ha tenido en mí es inestimable, en tanto toda mi forma de ver está como cincelada desde la primera película que vi: la idea de primer plano, de ralentí, del montaje en sí mismo. Todos fuimos reprogramados por ese invento. Es imposible de medir, uno ya ve con esos lentes y nunca se los puede quitar del todo.
-¿Cómo llegás a la publicación de Eucaliptus, tu primer libro de relatos luego de haber publicado poesía (Caja negra, 2007) y novela (Antes del crepúsculo, 2009)?
-Este es el primer libro de relatos que publico, pero no el primero que escribo. De hecho, mis primeros trabajos escritos fueron cuentos y llegaron a formar dos libros bastante gordos que posiblemente nunca llegarán a ver la luz. Lo del libro de poesía –el primero que edité oficialmente- fue casi un accidente, y casi nunca me he sentido del todo cómodo con el género. Recién creo que es con Eucaliptus que pude hacer las paces con la poesía, luego de descubrirme recurriendo en el armado de cuentos a ciertos métodos que originalmente solía utilizar para dicho género.
-¿De qué manera vinculás ambos géneros dentro de la estructura del cuento?
-Cuando comencé a escribir cuentos solía tener una idea clara de principio, desarrollo y final, una empresa en la cual la escritura se trataba de poder trazar un puente entre las dos orillas. Con el tiempo ese método fue deformándose, y creo que más que un puente fui desperdigando rocas a lo ancho de ese río, como si uno sólo pudiera llegar al otro lado a partir de saltitos. Esas rocas serían ciertas imágenes, sensaciones o palabras que me interesan colocar en la extensión del cuento y que valen más que la historia en sí (al menos para mí). Ese armado, creo, tiene mucho de cómo solía armar los poemas, a partir de una larga base de datos de ideas e imágenes que iba almacenando para armar collages. Creo que es en esa medida que logré un punto en el que es medio indefinible el procedimiento de lo narrativo o lo poético, por más que en sus resultados sea más concreto, o visible.
-Aunque los relatos del libro en general son cortos, decidiste comenzar y terminar el libro con los dos más largos, “Eucaliptus” y “El tilo”, que casi podrían haberse extendido como nouvelles. ¿Te sentís más cómodo en ese formato del textos más extenso?
-Cuando terminé de escribir el cuento “Eucaliptus” me subí a un ómnibus rumbo a Atlántida (el balneario de mis abuelos y mi infancia) y recuerdo que entonces me sumergí en una extraña certeza de que ahora podía quemar todo lo que había escrito antes. Soy bastante sentimental y cachivachero como para haber llevado al acto ese pensamiento, pero de ahí en más nunca pude escribir cuentos de aquella manera lineal en que los solía hacer. La otra vez hablaba con Ramiro Sanchiz, un amigo escritor, sobre las diferencias entre novela y cuento, y llegamos a la conclusión de que muchas novelas que solemos leer son cuentos largos y que muchos cuentos son novelas en miniatura. Creo que, aun sí escribiera un cuento de dos carillas, siempre estoy construyendo, por la forma en que me importa la composición del “lugar” (más que lo que acontece), una especie de novela. No sólo es una forma disipada cuyo efecto me puede mucho más; también me gusta esa noción o ese gesto del despilfarro gratuito, agarrar una subhistoria que podría ser una novela en sí misma y mencionarla como al pasar, algo que me partió la cabeza (al punto de enojarme, fascinado) cuando leí 2666, de Bolaño. La pregunta correcta podría ser, entonces, por qué no escribo una novela en estricta regla, y la única respuesta válida es que carezco de la disciplina para hacerlo.
-Además, casualidad o no y más allá de sus particularidades (“Eucaliptus” está escrito en primera persona y “El tilo” en tercera, por ejemplo), ambos llevan por título el nombre de dos árboles aromáticos que se presentan como talismanes liberadores para los protagonistas y los dos comienzan con una pareja dentro de un automóvil en movimiento, como sí la narración (y por ende, todo el libro) sólo pudiera nacer de la potencia cinética. ¿Hay un motivo para esto?
-Es complejo ese punto, yo creo que justamente “Eucaliptus” y “El tilo”, que son cuentos de viaje, tienen la particularidad de ser cuentos sobre la inmovilidad. La principal idea que los une es la de una especie de éxtasis del pensamiento, cuando te quedás observando algo y sos víctima de una especie de arrebato que te ata a tu silla. En ese sentido, esos árboles son talismanes liberadores en la misma medida que son un peligro, porque en la misma medida en que desencadenan un proceso de deriva mental que a los protagonistas les da un respiro de su cotidianeidad horrorosa, uno se puede perder en ellos.
-¿Cómo se inscribe tu obra en el panorama literario del Uruguay en la actualidad? ¿Cuál es el estado de la literatura uruguaya contemporánea?
-En los últimos años el panorama literario uruguayo –sobre todo el joven- se ha venido moviendo mucho. Es algo en lo que no sólo ayudó el trabajo de varias editoriales como Hum, Estuario, o Irrupciones, que se la juegan por escritores jóvenes, sino también por algunos eventos como el Ya te conté (que agrupaba a escritores de Argentina y Uruguay) que ayudan a generar una especie de realidad o fantasía de una “generación”, o algo así. Yo no soy fanático de la rigurosidad terminológica, pero es verdad que en poco tiempo nos vamos leyendo más entre nosotros, nos amigamos y nos peleamos, y eso parece algo mucho más real y palpable que ese desierto en el que yo me sentía cuando recién empezaba a escribir cuentos. Si yo pudiera armarme una constelación de referencias, o escritores uruguayos con los que me identifico, tendría que mencionar a Leandro Delgado, Felipe Polleri, Diego D’Avila, Horacio Cavallo (todos muy amigos) y Roberto Appratto, a quien no conozco personalmente, pero respeto muchísimo. Lo curioso es que, más allá de las amistades, hay una especie de ida y vuelta en ese reconocimiento, por lo que podría decirse que en alguna medida se van conformando grupos, se va conformando un campo.
Eucaliptus, de Agustín Acevedo Kanopa se consigue en librería La Liebre, Bolívar 646, San Telmo. Información y consultas al 4343-5328.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.
CINE - "Nadie vive" (No one lives), de Ryuhei Kitamura: La única violencia tolerable
Si algo bueno tiene Nadie vive, nueva película del prolífico japonés Ryûhei Kitamura (Azumi - La princesa asesina y Aragami - Furia samurai, ambas de 2003, o El tren de la medianoche, 2009 son algunas de ellas, todas estrenadas en la Argentina directamente en DVD), es su falta de pretensión realista, su autoconciencia fantástica, algo que no siempre tienen las películas de un género tan difícil como el gore. Difícil porque es fácil hacer el ridículo contando una historia en donde el noventa por ciento de la gracia está en la exposición brutal del interior humano. Difícil porque no es sencillo esquivar la tentación de inventar un cuento moral o forzar una metáfora que justifique lo que en realidad apela a satisfacer un placer primario: asistir a un espectáculo cinematográfico que se pone en línea con el instinto animal que habita en el fondo de cualquier hombre. Un fondo salvaje que se cree superado, perdido bajo millones de años de evolución pero que, al fin, cuando menos se lo espera, emerge con violencia inusitada. Su rastro es evidente en la psicosis colectiva de una sociedad que de repente se regocija en escenas de linchamientos televisados, en los que la turba ya no porta antorchas y tridentes sino controles remotos, dispuestos a disparar sobre quién sea para satisfacer ese deseo: el placer de ver cómo la sangre brota.
En contra de la doble moral de los informativos que se indignan con la bestialidad de actos inconcebibles, pero repiten hasta la nausea las imágenes de un mundo cada vez más hobbesiano, Nadie vive ofrece con honestidad un festival de viseras en donde la muerte, lejos de ser el espanto a la vuelta de la esquina, es la pieza fundamental de un artefacto tan simple como placentero: el cine.
Aunque no hay nada nuevo en la película de Kitamura, sin embargo ofrece algo que no abunda: ingenio, desfachatez y precisión a la hora colocar cada pieza en su lugar para activarlas en el momento justo. Todo comienza de manera convencional, con una rubia escapando por el bosque y es sabido que cuando esto ocurre, por más que ella grite, no hay forma de que termine bien. La chica es hija del dueño de un holding editorial que se encuentra desaparecida desde hace 6 meses. Un hombre y su novia que se están mudando de ciudad con el desacuerdo de ella, ven la noticia en la tele cuando se detienen a pasar la noche en un motel. La particular pasión que el protagonista (de quien nunca se sabrá el nombre) pone al acariciar una carnosa cicatriz en el vientre de ella, es la primera irrupción de lo siniestro dentro de lo que hasta ahí parece ser la parte pura de la historia, aquella que la maldad intentará corromper. El tramo inicial de la película construye con sencillez un clásico clima de tensión que multiplica sus puntos de atención.
Una banda de ladrones de casas, entre cuyos integrantes hay uno particularmente perturbado, se cruza con la pareja, que ahora cena en una cantina rural. El loquito les arruina la velada faltándole el respeto a la chica, pero aunque no pasa de ahí, la escena termina dejando la sensación de que en realidad el peligroso es el hombre sin nombre, quien desde su anonimato aparentaba encarnar al hombre común. Nadie vive parece avanzar hacia la ambigüedad de un thriller de personajes, pero la cosa se desmadra. Al principio de este giro no del todo inesperado, la historia parece volantear para el lado del vengador que cobra a sus victimarios una deuda de sangre con altas dosis de gore. Sin embargo, y esto sí es una sorpresa, lo que entra en escena es el absurdo. Pero no el absurdo involuntario propio de muchas películas de clase B mal resueltas, sino un sinsentido cargado de humor negro que, en comunión con las explicitas masacres, revitaliza el relato.
Nadie vive es un golpe a los prejuicios, porque, aunque convencional en líneas generales, termina siendo disfrutable en sus detalles. La película provoca un placer equiparable al que puede producir la postal entre tierna y asquerosa de un bebe comiendo su propia mierda. En este caso se trata de un psicótico carismático que por un rato es capaz de convencer a cualquiera de que chapotear entre litros de sangre y tripas puede ser lo más divertido del mundo. De paso demuestra que la violencia, cuando es intermediada con gracia e inteligencia por el hecho artístico, no sólo es tolerable sino bienvenida. La otra, la violencia real que el hombre descarga sobre el hombre, física o televisivamente, no es sino la forma más baja de degradación que puede alcanzar la humanidad. Y no hay excusa capaz de legitimarla. Entonces: ¡viva el cine!
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.
En contra de la doble moral de los informativos que se indignan con la bestialidad de actos inconcebibles, pero repiten hasta la nausea las imágenes de un mundo cada vez más hobbesiano, Nadie vive ofrece con honestidad un festival de viseras en donde la muerte, lejos de ser el espanto a la vuelta de la esquina, es la pieza fundamental de un artefacto tan simple como placentero: el cine.
Aunque no hay nada nuevo en la película de Kitamura, sin embargo ofrece algo que no abunda: ingenio, desfachatez y precisión a la hora colocar cada pieza en su lugar para activarlas en el momento justo. Todo comienza de manera convencional, con una rubia escapando por el bosque y es sabido que cuando esto ocurre, por más que ella grite, no hay forma de que termine bien. La chica es hija del dueño de un holding editorial que se encuentra desaparecida desde hace 6 meses. Un hombre y su novia que se están mudando de ciudad con el desacuerdo de ella, ven la noticia en la tele cuando se detienen a pasar la noche en un motel. La particular pasión que el protagonista (de quien nunca se sabrá el nombre) pone al acariciar una carnosa cicatriz en el vientre de ella, es la primera irrupción de lo siniestro dentro de lo que hasta ahí parece ser la parte pura de la historia, aquella que la maldad intentará corromper. El tramo inicial de la película construye con sencillez un clásico clima de tensión que multiplica sus puntos de atención.
Una banda de ladrones de casas, entre cuyos integrantes hay uno particularmente perturbado, se cruza con la pareja, que ahora cena en una cantina rural. El loquito les arruina la velada faltándole el respeto a la chica, pero aunque no pasa de ahí, la escena termina dejando la sensación de que en realidad el peligroso es el hombre sin nombre, quien desde su anonimato aparentaba encarnar al hombre común. Nadie vive parece avanzar hacia la ambigüedad de un thriller de personajes, pero la cosa se desmadra. Al principio de este giro no del todo inesperado, la historia parece volantear para el lado del vengador que cobra a sus victimarios una deuda de sangre con altas dosis de gore. Sin embargo, y esto sí es una sorpresa, lo que entra en escena es el absurdo. Pero no el absurdo involuntario propio de muchas películas de clase B mal resueltas, sino un sinsentido cargado de humor negro que, en comunión con las explicitas masacres, revitaliza el relato.
Nadie vive es un golpe a los prejuicios, porque, aunque convencional en líneas generales, termina siendo disfrutable en sus detalles. La película provoca un placer equiparable al que puede producir la postal entre tierna y asquerosa de un bebe comiendo su propia mierda. En este caso se trata de un psicótico carismático que por un rato es capaz de convencer a cualquiera de que chapotear entre litros de sangre y tripas puede ser lo más divertido del mundo. De paso demuestra que la violencia, cuando es intermediada con gracia e inteligencia por el hecho artístico, no sólo es tolerable sino bienvenida. La otra, la violencia real que el hombre descarga sobre el hombre, física o televisivamente, no es sino la forma más baja de degradación que puede alcanzar la humanidad. Y no hay excusa capaz de legitimarla. Entonces: ¡viva el cine!
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.