A veces una distracción puede ser fatal. Alcanza con ponerse a pensar en cualquier cosa un rato, para que un segundo después todos los puentes con la realidad estén en llamas. Por eso no conviene entrar desatento a ver Furia de titanes, porque tras el anuncio de James Cameron de la secuela de Avatar, cualquiera puede terminar pensando que se acaba de estrenar. No es que en esta película los personajes sean azules y midan tres metros de altura, pero entre la música grandilocuente, la profusión de bichos, el 3D y Jake Sully… perdón, Sam Worthington, no sería extraño que alguien creyera que los paisajes desiertos de Furia de titanes, corresponden al estado del planeta Pandora después de la tala de árboles sagrados y el posterior calentamiento global.
Está bien: tal vez sea exagerado. Lo cierto es que la reiteración de algunos caracteres -el apego a estructuras de probado éxito; el abuso de la remake y otros soportes de universos u obras preexistentes; la vocación (o pretensión) de saga épica; las similitudes evidentes en bandas de sonido, diseño de arte, coreografías de acción, etc.- permite suponer la existencia de una categoría a la que podría llamarse Nuevo Cine de Aventuras. Una variedad que quizá conjuró su forma definitiva en El Señor de los Anillos de Peter Jackson (aunque podría mencionarse una lista de precursores) y que 10 años después, habiendo tenido su más acabada muestra en el último film de Cameron, ya está vieja. Furia de Titanes, versión muy libre del conocido mito griego de Perseo, encaja justo en esa descripción.
Abandonado al nacer por Acrisio, rey de Argos, quien atemorizado por el vaticinio de un oráculo lo arrojó al mar junto a su madre, Perseo es hallado y criado por una pareja de pescadores que ignora su origen divino. Sin embargo su destino es de héroe y pronto se verá envuelto en una disputa entre dioses y hombres, en la que deberá tomar parte. Lo que sigue es un pegoteo de escenas de acción y una colección de criaturas míticas, que van de los esperables Pegaso y Caronte al injertado Kraken, bestia importada del imaginario nórdico, que son utilizadas como hilo conductor del mito del joven semidios que se aventura en busca de la mortal cabeza de Medusa.
Digna representante de ese Nuevo (Viejo) Cine de Aventuras, Furia de titanes es la remake de un film homónimo de 1981, protagonizado por un grupo de grandes actores ingleses que incluía a Laurence Olivier y Burguess Meredith. Ya aquel original se valía del prestigio previo de la mitología y, por cierto, tenía el defecto (o el encanto, según se mire) de parecer una película de clase B filmada dos décadas antes, tan toscos eran sus efectos especiales: en esta nueva versión se permiten alguna broma al respecto. En ese sentido, como es lógico, el resultado es muy distinto, ya que su factura demandó lo último en tecnología. Tampoco se escatimaron recursos para armar el elenco: la película vuelve a juntar a los protagonistas de La lista de Schindler, Liam Neeson y Ralph Fiennes, dos de los actores más versátiles de la actualidad, en los papeles de Zeus y Hades. A eso se debe sumar la omnipresencia del australiano Sam Worthington, que viene de una seguidilla impresionante, con Avatar y Terminator, la salvación como referencias. Él es el hombrecito en medio de los efectos especiales, como dijo alguna vez Jeff Goldblum de sí mismo durante los 90. Furia de Titanes cumple como entretenimiento, aunque sufre de ese vicio industrial de simplificar los originales para hacerlos encajar en su redituable molde de lo predigerido. Soberana pretensión, si se atiende a que en este caso el original es nada menos que la frondosa mitología helénica, que hasta ahora se ha bastado por sí sola para cautivar, generación tras generación, a toda la humanidad.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultuta y Espectáculos de diario Página 12.
domingo, 18 de abril de 2010
CINE - Nuevamente amor (Love happens), de Brandon Camp: El amor sopla donde quiere
Es verdad que el espectador suele tener de una forma u otra algún preconcepto antes de ver cualquier película: los antecedentes de un director; el carisma del protagonista; las virtudes de una actriz (sus piernas o su talento). Alguna vez esa opinión previa representa una ventaja, pero otras no; la mayoría de las veces puede ocurrir que se tengan prejuicios en ambos sentidos. En Nuevamente amor la pareja protagónica dispara estos sentimientos encontrados mucho antes de que se apague la luz y la cinta comience a rodar. Será porque es innegable que Jennifer Aniston aun es una linda mujer, pero una actriz no muy destacada. Por el contrario, Aaron Eckhart no suele protagonizar filmes como este: es más fácil encontrarlo cumpliendo roles secundarios con eficiencia y no acostumbra desperdiciar oportunidades. Si a esto se le suma un guión en plan “el amor es mágico, el amor todo lo cura”, entonces la combinación resulta a priori un coctel tan inestable como una molotov en un incendio.
Burke es un hombre exitoso que va de una ciudad a otra, dando conferencias y seminarios de autoayuda para personas que no pueden superar la tristeza de haber perdido gente importante en sus vidas. “Ser feliz sólo requiere práctica” es una de las máximas del convincente Burke. Este personaje no será ajeno al espectador atento: hay en él algo del complejo Ryan Bingham que George Clooney construyó con solidez en Amor sin escalas. Ambos comparten una convicción fundada en la insistencia con que repiten a otros sus filosofías, con una seguridad que hace que los demás caigan en el embrujo de sus palabras. Si el espectador se esfuerza un poco más, incluso notará que Amor sin escalas fue dirigida por Jason Reitman, cuya opera prima es la interesante Gracias por fumar: su protagonista compartía este mismo perfil y además era interpretado por Aaron Eckhart. Claro que también hay diferencias entre ellos. Mientras aquel personaje de Eckhart aprovechaba su imbatible verborrea en defensa de los intereses de las tabacaleras -aceptando ser por ello una de las tantas encarnaciones del demonio- y el de Clooney hasta se convence a sí mismo con su argumento de la mochila (aunque de forma inconciente conoce la falla en su sistema), Burke sabe que su método milagroso para atravesar duelos interminables no es efectivo en su propio caso, pero elige ocultarlo a favor de ese personaje exitoso que se ha creado. Viudo hace algunos años y recluido en esta nueva vida, a Burke le bastará volver a su ciudad a dar un seminario para notar el error. Sin embargo, y he ahí la historia, conocerá a Eloise (Aniston), una atractiva mujer que no consigue encontrar una buena excusa para dejar la soltería. A partir de allí los carriles del guión llevarán al film por terreno seguro, es decir, que cualquiera puede imaginar como sigue.
Lo atractivo de Nuevamente amor, si hay que elegir algo, acaba siendo lo que se preveía: la solvencia de Eckhart para afrontar un rol que, en efecto, no representa un problema para él. El problema es que tampoco significa demasiado en su carrera (salvo protagonizar una comedia con aspiraciones sólo en la boletería). A esto se puede sumar que Aniston consigue ensamblarse a él de manera armónica. Habrá quién dirá que eso no es mucho, pero alcanza con ver el resultado de la experiencia reciente de la ex Friends junto Gerard Butler en El cazarecompensas, para reconocer el mérito de esta moderada química con Eckhart. Más allá de estos sencillos aciertos, no hay mucho más en Nuevamente amor, sino extrañar lo mucho menos escrupulosos, más viscerales y atorrantes que resultan aquellos hermanastros de Burke, los personajes de Reitman.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12.
Burke es un hombre exitoso que va de una ciudad a otra, dando conferencias y seminarios de autoayuda para personas que no pueden superar la tristeza de haber perdido gente importante en sus vidas. “Ser feliz sólo requiere práctica” es una de las máximas del convincente Burke. Este personaje no será ajeno al espectador atento: hay en él algo del complejo Ryan Bingham que George Clooney construyó con solidez en Amor sin escalas. Ambos comparten una convicción fundada en la insistencia con que repiten a otros sus filosofías, con una seguridad que hace que los demás caigan en el embrujo de sus palabras. Si el espectador se esfuerza un poco más, incluso notará que Amor sin escalas fue dirigida por Jason Reitman, cuya opera prima es la interesante Gracias por fumar: su protagonista compartía este mismo perfil y además era interpretado por Aaron Eckhart. Claro que también hay diferencias entre ellos. Mientras aquel personaje de Eckhart aprovechaba su imbatible verborrea en defensa de los intereses de las tabacaleras -aceptando ser por ello una de las tantas encarnaciones del demonio- y el de Clooney hasta se convence a sí mismo con su argumento de la mochila (aunque de forma inconciente conoce la falla en su sistema), Burke sabe que su método milagroso para atravesar duelos interminables no es efectivo en su propio caso, pero elige ocultarlo a favor de ese personaje exitoso que se ha creado. Viudo hace algunos años y recluido en esta nueva vida, a Burke le bastará volver a su ciudad a dar un seminario para notar el error. Sin embargo, y he ahí la historia, conocerá a Eloise (Aniston), una atractiva mujer que no consigue encontrar una buena excusa para dejar la soltería. A partir de allí los carriles del guión llevarán al film por terreno seguro, es decir, que cualquiera puede imaginar como sigue.
Lo atractivo de Nuevamente amor, si hay que elegir algo, acaba siendo lo que se preveía: la solvencia de Eckhart para afrontar un rol que, en efecto, no representa un problema para él. El problema es que tampoco significa demasiado en su carrera (salvo protagonizar una comedia con aspiraciones sólo en la boletería). A esto se puede sumar que Aniston consigue ensamblarse a él de manera armónica. Habrá quién dirá que eso no es mucho, pero alcanza con ver el resultado de la experiencia reciente de la ex Friends junto Gerard Butler en El cazarecompensas, para reconocer el mérito de esta moderada química con Eckhart. Más allá de estos sencillos aciertos, no hay mucho más en Nuevamente amor, sino extrañar lo mucho menos escrupulosos, más viscerales y atorrantes que resultan aquellos hermanastros de Burke, los personajes de Reitman.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12.
sábado, 17 de abril de 2010
LIBROS - El amor es la más barata de las religiones, de Ariel Bermani: Todo lo importante está perdido
Autor
Como si se tratara de una infancia, el argentino Ariel Bermani tiene un pasado de cuentos publicados en antologías, poemas en revistas y artículos escritos para distintos medios. Luego llegaron los premios, que no siempre aciertan en reconocer el talento pero aportan reconocimiento y sustento. Bermani obtuvo una segunda mención en el Premio Clarín 2003 por su novela Leer y escribir; y el primer premio en el Emecé 2006, por Veneno, entre otros.
Tema
Doloroso como un parto, así es el despertar de Ricky a una nueva realidad, que incluye la contemplación de sus cuernos. Ojo por ojo: él nunca fue un gran padre (ni ella una buena madre), pero secuestrar a su propio hijo se le aparece como la más sádica humillación. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué lo hago? La distancia entre un padre y su hijo a veces es el abismo entre uno y la niñez, otros mundos de puertas apenas entornadas. Sí, el amor es raro, no todos saben eso.
Opinión
Los personajes de El amor es la más barata de las religiones, último trabajo de Ariel Bermani, no saben lo que han perdido. De eso se trata crecer: los adultos de esta novela dan miedo. Detrás de la máscara, todo adulto es un vampiro, invisible, sin reflejo, y los niños, entonces, el fluido vital que aquellos se disputan. Y el amor, apenas una mentira piadosa. La madurez le llega a Bermani demostrando que es algo más que otro autor premiado.
(Artículo publicado originalmente en la revista ADN Cultura del diario La Nación)
Como si se tratara de una infancia, el argentino Ariel Bermani tiene un pasado de cuentos publicados en antologías, poemas en revistas y artículos escritos para distintos medios. Luego llegaron los premios, que no siempre aciertan en reconocer el talento pero aportan reconocimiento y sustento. Bermani obtuvo una segunda mención en el Premio Clarín 2003 por su novela Leer y escribir; y el primer premio en el Emecé 2006, por Veneno, entre otros.
Tema
Doloroso como un parto, así es el despertar de Ricky a una nueva realidad, que incluye la contemplación de sus cuernos. Ojo por ojo: él nunca fue un gran padre (ni ella una buena madre), pero secuestrar a su propio hijo se le aparece como la más sádica humillación. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué lo hago? La distancia entre un padre y su hijo a veces es el abismo entre uno y la niñez, otros mundos de puertas apenas entornadas. Sí, el amor es raro, no todos saben eso.
Opinión
Los personajes de El amor es la más barata de las religiones, último trabajo de Ariel Bermani, no saben lo que han perdido. De eso se trata crecer: los adultos de esta novela dan miedo. Detrás de la máscara, todo adulto es un vampiro, invisible, sin reflejo, y los niños, entonces, el fluido vital que aquellos se disputan. Y el amor, apenas una mentira piadosa. La madurez le llega a Bermani demostrando que es algo más que otro autor premiado.
(Artículo publicado originalmente en la revista ADN Cultura del diario La Nación)
viernes, 9 de abril de 2010
CINE - Presentación del BAFICI XII: Muchos ojos siempre ven más.
La mención de la palabra "festival" remite a viejas celebraciones populares donde primaban el entretenimiento y la diversidad, nunca exentas de vigorosas disputas. Una vieja costumbre de la cultura occidental que puede rastrearse en las olimpiadas griegas, donde los campeones se batían en las artes y el deporte; las festividades romanas, con las que los emperadores aprovechaban para congraciarse a la vez con los dioses y con el pueblo, en jornadas que se repartían entre recitales de poesía y el brutal espectáculo de los gladiadores en el circo. O ya en la Edad Media los torneos de caballería, eventos en los que se reunían las compañías ambulantes, los artesanos, los juglares, los artistas de feria, pero cuya atracción principal eran los desafíos en donde nobles caballeros defendían el honor de su estirpe con mandobles y espolones.
El Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) bien puede ser encolumnado detrás de esa vieja tradición. Su ámbito reúne una variedad cinematográfica que busca hacerse fuerte en el fomento de propuestas que no suelen encontrar un espacio amigable en la gran corte de la cartelera comercial, pero también genera una multiplicidad de voces en torno de él que, batiéndose como aquellos antiguos campeones, despliegan su dialéctica en defensa de una saludable diversidad estética. Porque si algún mérito puede arrogarse el BAFICI en sus doce años de existencia es el de haber funcionado como una usina de discusiones que no ha hecho otra cosa que nutrirlo de manera progresiva. En esa docena de años el Festival ha atravesado cinco cambios de gobierno, cuatro directores distintos y, sin dudas, han sido los debates permanentes que esos movimientos han provocado, los que sostuvieron su crecimiento. Bienvenidas entonces las voces, satisfechas o críticas, de los caballeros del cine.
Frente a esta doceava edición del BAFICI, más útil que detenerse en la mera descripción de contenidos será intentar esbozar un perfil diferente, a partir de la visión que de él tienen los propios hombres de cine. Un panorama interior desde el cual acceder a la imagen que gente del propio riñón se ha forjado de este fenómeno, que año tras año no ha dejado de crecer, hasta transformarse en un respetable éxito. Ante la consulta, cuatro directores argentinos, cada uno representante de épocas o estéticas distintas, han reconocido su importante papel y coinciden en valorar su espacio.
Director de películas delicadas y extrañas como La orilla que se abisma y La madre, Gustavo Fontán reconoce al festival el mérito de la amplitud. "La cantidad y variedad de películas que se pueden ver en el BAFICI le otorgan un atractivo indiscutible y la diversidad de miradas y propuestas a las que uno puede acceder es un hecho a valorar". En consonancia con él, Juan Villegas –director de Sábado, Los suicidas y que en esta edición del Festival presenta Ocio, filme dirigido en colaboración con Alejandro Lingenti– cree que el espacio de algún modo resulta "una plataforma ideal para que las películas de los directores argentinos independientes se abran hacia el mundo". En cambio José Campusano, director de las viscerales Legión, Vikingo y Vil romance, si bien reconoce que "todo espacio de exhibición es siempre bienvenido", se permite una sutil discrepancia con sus colegas. "En base a mi experiencia, debo decir que el peso de dicho festival en la actividad es sumamente relativo", agrega. No es que Fontán y Villegas consideren que no hay apuntes para hacerle al festival, aunque ambos coinciden en que posiblemente se trate de cuestiones ligadas a limitaciones presupuestarias. En esa misma línea se ubica Manuel Antín, director surgido de las activas vanguardias de la década del 60, primer director del Instituto Nacional del Cine tras el retorno a la democracia y fundador de la Universidad del Cine, quien afirma que tal vez "el único defecto que puedo encontrarle (al BAFICI) surge de una de sus virtudes: la enorme convocatoria de público, que a veces dificulta ver todas las películas sin tener que lamentar excepciones".
Campusano expresa sus ideas de manera apasionada y frontal, con algo de ese espíritu desbordado y hasta un poco desprolijo que transmiten sus películas nunca exentas de intensidad. En efecto, él representa la mirada más crítica hacia la estructura del festival. En el lado opuesto se encuentra Manuel Antín, intelectual y elegante, aunque tampoco duda en ser directo cuando se trata de expresar su pensamiento de modo contundente. Muchas veces calificado como "festival elitista", el BAFICI pone de manifiesto las diferencias estéticas entre ambos. Al ser consultados acerca del tema, Campusano considera que "los realizadores provenientes del under jamás homologamos a dicho festival como para que se apropie de semejante nombre. Además, la mayoría hemos tenido múltiples ocasiones para comprobar con qué desparpajo ignoran a las nuevas propuestas, favoreciendo a una secular camada de amigos". No sin humor, el director concluye que "tal vez el nombre que mejor le cuadraría al festival es el de Buenos Aires Festival Internacional de Cine Amiguista". Menos verborrágico pero no por eso menos claro, Antín afirma que sólo pueden considerar elitista al BAFICI aquellos que "nunca entienden nada". Con mesura, Villegas afirma que no le interesa hablar de etiquetas, mientras Fontán cree que ninguna de ellas "es justa en ningún caso", porque operan "como una simplificación que evita cualquier debate serio".
Ante esa brecha abierta entre la visión que unos y otros tienen del festival, se torna ineludible preguntar qué significa ser independiente o, como lo plantean Fontán y Campusano, "¿desde qué parámetros evaluamos que algo es independiente?". Villegas sostiene que puede hablarse de "niveles de independencia", atendiendo a cuán libre se esté de la necesidad de recurrir a las diversas formas de financiación públicas o privadas. Para Fontán "el concepto 'independiente' está muy bastardeado" y cree "que hay independencia mientras hay diversidad, algo que ocurre en el cine argentino y es observable en el BAFICI". Desde allí, en mayor o menor medida, todos creen que los espacios del festival son bienvenidos. Para manifestar su decidido apoyo al evento, más allá de lo independiente o no de los filmes programados, Antín afirma que no puede negarse que "el cine necesita un espacio de jerarquía como el BAFICI para encontrarse, aunque sea una vez por año, con ese público sediento de buen cine que también lo necesita.", algo con lo que coincide Villegas. "El cine independiente necesita al BAFICI", afirma convencido; "pero también hay que decir que el BAFICI necesita al cine independiente, tal vez aún más que este a aquel". Sin embargo es otra vez Campusano, vestido de abogado del diablo para la ocasión, quien pone en discusión el rótulo de independiente con que el festival engloba su criterio de programación, sugiriendo que "la inclusión de ciertas producciones puede fundamentar un marcado disenso en ese sentido". Fontán en cambio no ve que esa aparente contradicción represente en realidad un problema. "Es probable que no nos pongamos de acuerdo en el valor artístico o no de muchísimas películas", dice y completa: "lo que llamamos 'meramente artístico' implica siempre un conjunto de cosas amplias y complejas, en principio una serie de parámetros que permitan definir algo como tal. Entiendo que los programadores del festival tendrán pautas de consenso". Está claro que los gladiadores se batirán hasta el final.
En lo que todos coinciden es en el prestigio internacional que el BAFICI ha ganado con el tiempo. Campusano confirma que viajando por festivales extranjeros ha comprobado que, "debido seguramente a ese rótulo, es percibido como un semillero de nuevos realizadores". Una idea a la que adhiere Fontán cuando afirma que "muchos programadores de distintos festivales del mundo, vienen a buscar propuestas innovadoras a las secciones de cine argentino". No caben dudas de cuánto ha crecido el BAFICI en sus doce años de vida, de su valor positivo para el cine argentino y de sus méritos como agente propagador de cultura. Un evento "im-pres-cin-di-ble, como el aire", en palabras de Antín; un espacio que se debe agradecer y defender para Villegas y Fontán, pero cuya existencia no le quita el sueño a Campusano. Tan ciertas sus virtudes, entonces, como la certeza de que siempre es un buen objetivo aspirar a la excelencia. El escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky ha dicho en el libro Museo del chisme, última versión de su ensayo El relato indefendible, que "Toda forma mansamente acatada engendra monotonía (...); en cambio, la pura posibilidad, sin límite, es ingobernable". Si José Campusano le reprocha a la organización, desde su experiencia, cierta parcialidad estética, será más noble y productivo para la buena salud del BAFICI que sus responsables, sin dejar de disfrutar de los logros y el consenso general acerca del innegable valor del Festival, presten atención a esa disidencia para intentar, según las palabras de Cozarinsky (homenajeado en este BAFICI XII con una sección dedicada a su figura), eludir la monotonía y adentrarse en los misterios de un futuro ingobernable y sin límites. Sólo así, alimentando una pluralidad cada vez mayor, el BAFICI seguirá siendo un motor de crecimiento para todo el cine argentino y podrá continuar por ese camino que Manuel Antín, tal vez por trayectoria, alcanza a ver como un único proceso histórico. "El cine es, a mi criterio, uno de los motivos de orgullo de los argentinos. Quizás una de las más verídicas virtudes por las cuales somos reconocidos en el mundo. Algo sorprendente, una de las pocas cosas en que hemos ido progresando gradualmente, poco a poco, año tras año. Para ser más exacto, desde que Torre Nilsson comenzó en un solitario esfuerzo a conquistar premios internacionales con sus películas. Ha transcurrido más de medio siglo desde entonces". Y que cumplas muchos más.
Artículo publicado originalmente en la revista Ñ del diario Clarín.
El Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) bien puede ser encolumnado detrás de esa vieja tradición. Su ámbito reúne una variedad cinematográfica que busca hacerse fuerte en el fomento de propuestas que no suelen encontrar un espacio amigable en la gran corte de la cartelera comercial, pero también genera una multiplicidad de voces en torno de él que, batiéndose como aquellos antiguos campeones, despliegan su dialéctica en defensa de una saludable diversidad estética. Porque si algún mérito puede arrogarse el BAFICI en sus doce años de existencia es el de haber funcionado como una usina de discusiones que no ha hecho otra cosa que nutrirlo de manera progresiva. En esa docena de años el Festival ha atravesado cinco cambios de gobierno, cuatro directores distintos y, sin dudas, han sido los debates permanentes que esos movimientos han provocado, los que sostuvieron su crecimiento. Bienvenidas entonces las voces, satisfechas o críticas, de los caballeros del cine.
Frente a esta doceava edición del BAFICI, más útil que detenerse en la mera descripción de contenidos será intentar esbozar un perfil diferente, a partir de la visión que de él tienen los propios hombres de cine. Un panorama interior desde el cual acceder a la imagen que gente del propio riñón se ha forjado de este fenómeno, que año tras año no ha dejado de crecer, hasta transformarse en un respetable éxito. Ante la consulta, cuatro directores argentinos, cada uno representante de épocas o estéticas distintas, han reconocido su importante papel y coinciden en valorar su espacio.
Director de películas delicadas y extrañas como La orilla que se abisma y La madre, Gustavo Fontán reconoce al festival el mérito de la amplitud. "La cantidad y variedad de películas que se pueden ver en el BAFICI le otorgan un atractivo indiscutible y la diversidad de miradas y propuestas a las que uno puede acceder es un hecho a valorar". En consonancia con él, Juan Villegas –director de Sábado, Los suicidas y que en esta edición del Festival presenta Ocio, filme dirigido en colaboración con Alejandro Lingenti– cree que el espacio de algún modo resulta "una plataforma ideal para que las películas de los directores argentinos independientes se abran hacia el mundo". En cambio José Campusano, director de las viscerales Legión, Vikingo y Vil romance, si bien reconoce que "todo espacio de exhibición es siempre bienvenido", se permite una sutil discrepancia con sus colegas. "En base a mi experiencia, debo decir que el peso de dicho festival en la actividad es sumamente relativo", agrega. No es que Fontán y Villegas consideren que no hay apuntes para hacerle al festival, aunque ambos coinciden en que posiblemente se trate de cuestiones ligadas a limitaciones presupuestarias. En esa misma línea se ubica Manuel Antín, director surgido de las activas vanguardias de la década del 60, primer director del Instituto Nacional del Cine tras el retorno a la democracia y fundador de la Universidad del Cine, quien afirma que tal vez "el único defecto que puedo encontrarle (al BAFICI) surge de una de sus virtudes: la enorme convocatoria de público, que a veces dificulta ver todas las películas sin tener que lamentar excepciones".
Campusano expresa sus ideas de manera apasionada y frontal, con algo de ese espíritu desbordado y hasta un poco desprolijo que transmiten sus películas nunca exentas de intensidad. En efecto, él representa la mirada más crítica hacia la estructura del festival. En el lado opuesto se encuentra Manuel Antín, intelectual y elegante, aunque tampoco duda en ser directo cuando se trata de expresar su pensamiento de modo contundente. Muchas veces calificado como "festival elitista", el BAFICI pone de manifiesto las diferencias estéticas entre ambos. Al ser consultados acerca del tema, Campusano considera que "los realizadores provenientes del under jamás homologamos a dicho festival como para que se apropie de semejante nombre. Además, la mayoría hemos tenido múltiples ocasiones para comprobar con qué desparpajo ignoran a las nuevas propuestas, favoreciendo a una secular camada de amigos". No sin humor, el director concluye que "tal vez el nombre que mejor le cuadraría al festival es el de Buenos Aires Festival Internacional de Cine Amiguista". Menos verborrágico pero no por eso menos claro, Antín afirma que sólo pueden considerar elitista al BAFICI aquellos que "nunca entienden nada". Con mesura, Villegas afirma que no le interesa hablar de etiquetas, mientras Fontán cree que ninguna de ellas "es justa en ningún caso", porque operan "como una simplificación que evita cualquier debate serio".
Ante esa brecha abierta entre la visión que unos y otros tienen del festival, se torna ineludible preguntar qué significa ser independiente o, como lo plantean Fontán y Campusano, "¿desde qué parámetros evaluamos que algo es independiente?". Villegas sostiene que puede hablarse de "niveles de independencia", atendiendo a cuán libre se esté de la necesidad de recurrir a las diversas formas de financiación públicas o privadas. Para Fontán "el concepto 'independiente' está muy bastardeado" y cree "que hay independencia mientras hay diversidad, algo que ocurre en el cine argentino y es observable en el BAFICI". Desde allí, en mayor o menor medida, todos creen que los espacios del festival son bienvenidos. Para manifestar su decidido apoyo al evento, más allá de lo independiente o no de los filmes programados, Antín afirma que no puede negarse que "el cine necesita un espacio de jerarquía como el BAFICI para encontrarse, aunque sea una vez por año, con ese público sediento de buen cine que también lo necesita.", algo con lo que coincide Villegas. "El cine independiente necesita al BAFICI", afirma convencido; "pero también hay que decir que el BAFICI necesita al cine independiente, tal vez aún más que este a aquel". Sin embargo es otra vez Campusano, vestido de abogado del diablo para la ocasión, quien pone en discusión el rótulo de independiente con que el festival engloba su criterio de programación, sugiriendo que "la inclusión de ciertas producciones puede fundamentar un marcado disenso en ese sentido". Fontán en cambio no ve que esa aparente contradicción represente en realidad un problema. "Es probable que no nos pongamos de acuerdo en el valor artístico o no de muchísimas películas", dice y completa: "lo que llamamos 'meramente artístico' implica siempre un conjunto de cosas amplias y complejas, en principio una serie de parámetros que permitan definir algo como tal. Entiendo que los programadores del festival tendrán pautas de consenso". Está claro que los gladiadores se batirán hasta el final.
En lo que todos coinciden es en el prestigio internacional que el BAFICI ha ganado con el tiempo. Campusano confirma que viajando por festivales extranjeros ha comprobado que, "debido seguramente a ese rótulo, es percibido como un semillero de nuevos realizadores". Una idea a la que adhiere Fontán cuando afirma que "muchos programadores de distintos festivales del mundo, vienen a buscar propuestas innovadoras a las secciones de cine argentino". No caben dudas de cuánto ha crecido el BAFICI en sus doce años de vida, de su valor positivo para el cine argentino y de sus méritos como agente propagador de cultura. Un evento "im-pres-cin-di-ble, como el aire", en palabras de Antín; un espacio que se debe agradecer y defender para Villegas y Fontán, pero cuya existencia no le quita el sueño a Campusano. Tan ciertas sus virtudes, entonces, como la certeza de que siempre es un buen objetivo aspirar a la excelencia. El escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky ha dicho en el libro Museo del chisme, última versión de su ensayo El relato indefendible, que "Toda forma mansamente acatada engendra monotonía (...); en cambio, la pura posibilidad, sin límite, es ingobernable". Si José Campusano le reprocha a la organización, desde su experiencia, cierta parcialidad estética, será más noble y productivo para la buena salud del BAFICI que sus responsables, sin dejar de disfrutar de los logros y el consenso general acerca del innegable valor del Festival, presten atención a esa disidencia para intentar, según las palabras de Cozarinsky (homenajeado en este BAFICI XII con una sección dedicada a su figura), eludir la monotonía y adentrarse en los misterios de un futuro ingobernable y sin límites. Sólo así, alimentando una pluralidad cada vez mayor, el BAFICI seguirá siendo un motor de crecimiento para todo el cine argentino y podrá continuar por ese camino que Manuel Antín, tal vez por trayectoria, alcanza a ver como un único proceso histórico. "El cine es, a mi criterio, uno de los motivos de orgullo de los argentinos. Quizás una de las más verídicas virtudes por las cuales somos reconocidos en el mundo. Algo sorprendente, una de las pocas cosas en que hemos ido progresando gradualmente, poco a poco, año tras año. Para ser más exacto, desde que Torre Nilsson comenzó en un solitario esfuerzo a conquistar premios internacionales con sus películas. Ha transcurrido más de medio siglo desde entonces". Y que cumplas muchos más.
Artículo publicado originalmente en la revista Ñ del diario Clarín.
jueves, 8 de abril de 2010
CINE - Recuérdame (Remember me), de Allen Coulter: Dos escenas perversas y una película inútil
Hace un tiempo atrás, una publicidad de la gaseosa que se jacta de ser la que refresca mejor, mostraba a una joven en el cine viendo una película romántica que representaba la suma de todos los lugares comunes del género, mientras el relato en off de un crítico de cine los iba enumerando, con el argot que los críticos utilizan para esos casos -es decir, los lugares comunes a los que recurre la crítica cuando no es demasiado profunda. Contrariando esos juicios negativos, la joven se veía invariablemente afectada por todo cuanto ocurría en la pantalla: reía, lloraba, se emocionaba cada vez que la película daba la orden. La publicidad cerraba con una diatriba en la que se afirmaba que “se necesitan menos críticos y más gente sensible”. Aquella película bien podría haber sido Recuérdame y más que nunca se necesitan críticos. Porque no está mal conmoverse y reaccionar, como un cobayo de laboratorio al recibir la descarga de un electrodo, ante los estímulos que de manera calculada van minando la película; el problema es hacerlo sin detectar los desgraciados símbolos que muchos de esos estímulos representan. Recuérdame es una directa declaración política y social, xenófoba y racista, envasada en una mediocre comedia romántica para niñas de 16, que además tiene la prepotencia de creerse un homenaje.
Ya de entrada la cosa está mal. Es 1991: una niña y su madre esperan felices en una estación de subte de Nueva York. Altas, rubias, casi brillan como dos torres de vidrio en la oscuridad subterránea. A pocos metros, dos chicos apenas mayores que la niña se confunden con el gris del cemento, y aunque al principio parecen mirar a la chica con inocente calentura, pronto queda claro que son delincuentes. Tan claro como oscura es la piel de esos chicos que roban a la mujer. Ella entrega la cartera y protege a su hija, pero de todas formas uno de ellos la mata de un tiro en el pecho, porque sí, antes de huir en tren. Las torres se desmoronan. Una conveniente elipsis se salta diez años para acompañar a Tyler al cementerio, donde junto a su familia visitan la tumba de un hermano suicida. Las cosas no están bien en esa familia: padres separados; madre vuelta a casar; padre millonario, duro y ausente; hermanita genio, blanco de burlas escolares; y Tyler, depresivo y rebelde, tan romántico como Byron, tan seductor como James Dean. O eso intenta Robert Pattinson (que además es productor de la película), que olvidando dejar en casa las poses de su personaje de Crepúsculo, además pretende emular toscamente algunos gestos y perfiles del rebelde sin causa. El asunto tiene sus vericuetos, pero el caso es que Tyler termina enamorado de Patsy, que es nada menos que aquella niña ya crecida que vio morir a su madre sobre el andén del subte. Que se aman, que se pelean; una sucesión de problemas que ninguna familia que se jacte de normal debería desconocer. Reconciliación final y todos felices. Es el año 2001.
Como al principio la muerte entra a escena, esta vez por vía aérea. Y aunque el recurso es efectista en sí mismo, no es eso lo peor. Lo más terrible es la imagen de aquellas dos mujeres como torres inmaculadas durante la escena inicial, que regresan ahora en la caída fuera de campo de estas otras dos. Lo más infame son los dos chicos de la escena inicial, los únicos dos negros en toda la película, que también regresan fuera de campo, montados de prepo en aviones ajenos. Lo más burdo es pretender que ambas agresiones están viciadas de gratuidad. Es 2001, el año en que los norteamericanos lloraron el sueño roto, aquel sueño blanco de un mundo mejor (para los blancos) que los otros -porque siempre son los otros- destrozaron sin piedad. Ahora los chicos ricos tienen tristeza. Pero falta la voz en off del crítico para darse cuenta de lo obvio y sucio del truco.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura y Espectáculos del diario Página 12.
Ya de entrada la cosa está mal. Es 1991: una niña y su madre esperan felices en una estación de subte de Nueva York. Altas, rubias, casi brillan como dos torres de vidrio en la oscuridad subterránea. A pocos metros, dos chicos apenas mayores que la niña se confunden con el gris del cemento, y aunque al principio parecen mirar a la chica con inocente calentura, pronto queda claro que son delincuentes. Tan claro como oscura es la piel de esos chicos que roban a la mujer. Ella entrega la cartera y protege a su hija, pero de todas formas uno de ellos la mata de un tiro en el pecho, porque sí, antes de huir en tren. Las torres se desmoronan. Una conveniente elipsis se salta diez años para acompañar a Tyler al cementerio, donde junto a su familia visitan la tumba de un hermano suicida. Las cosas no están bien en esa familia: padres separados; madre vuelta a casar; padre millonario, duro y ausente; hermanita genio, blanco de burlas escolares; y Tyler, depresivo y rebelde, tan romántico como Byron, tan seductor como James Dean. O eso intenta Robert Pattinson (que además es productor de la película), que olvidando dejar en casa las poses de su personaje de Crepúsculo, además pretende emular toscamente algunos gestos y perfiles del rebelde sin causa. El asunto tiene sus vericuetos, pero el caso es que Tyler termina enamorado de Patsy, que es nada menos que aquella niña ya crecida que vio morir a su madre sobre el andén del subte. Que se aman, que se pelean; una sucesión de problemas que ninguna familia que se jacte de normal debería desconocer. Reconciliación final y todos felices. Es el año 2001.
Como al principio la muerte entra a escena, esta vez por vía aérea. Y aunque el recurso es efectista en sí mismo, no es eso lo peor. Lo más terrible es la imagen de aquellas dos mujeres como torres inmaculadas durante la escena inicial, que regresan ahora en la caída fuera de campo de estas otras dos. Lo más infame son los dos chicos de la escena inicial, los únicos dos negros en toda la película, que también regresan fuera de campo, montados de prepo en aviones ajenos. Lo más burdo es pretender que ambas agresiones están viciadas de gratuidad. Es 2001, el año en que los norteamericanos lloraron el sueño roto, aquel sueño blanco de un mundo mejor (para los blancos) que los otros -porque siempre son los otros- destrozaron sin piedad. Ahora los chicos ricos tienen tristeza. Pero falta la voz en off del crítico para darse cuenta de lo obvio y sucio del truco.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura y Espectáculos del diario Página 12.
viernes, 2 de abril de 2010
LIBROS - Cine y peronismo; El estado en escena, de Clara Kriger: Peronismo technicolor
La relación de mutuo interés que liga a los estados con las diferentes manifestaciones de la cultura -el cruce del arte y el poder- ha sido siempre un tema complejo y fascinante. No pocos ensayos y tratados han pretendido, con éxito diverso, profundizar en el tema en busca de alguna conclusión definitiva y quizá el más acabado de estos trabajos, el más emblemático, sea justamente Fascinante fascismo, de la norteamericana Susan Sontag. Incluso es uno de los tantos temas que aparecen tratados de algún modo en la reciente y poderosa película de Quentin Tarantino, Bastardos sin gloria. Ambos ejemplos dejan claro que desde su nacimiento y a lo largo del siglo XX, el cine ha sido utilizado cada vez más ampliamente, con mayor o menor sutileza, como una potente herramienta política. En ese campo se inscribe Cine y peronismo. El estado en escena, de Clara Kriger, libro que consigue reconstruir desde sus páginas la compleja red de puentes que ligaron a la industria del cine con el estado, durante los dos primeros gobiernos de Perón, de 1945 a 1955.
Dividido en mitades, Cine y peronismo releva primero la acción del estado sobre la industria, a través de las diferentes políticas implementadas desde la Subsecretaría de Información y Prensa, agencia estatal que en 1954 y en virtud de la importancia que había ido ganando su responsable, Raúl Alejandro Apold, alcanza rango de Secretaría. Y es que justamente Apold es la clave de esta primera parte: apodado Zar del Cine, él fue el responsable no sólo de regular la forma en que se administraban los fondos del estado destinados al cine, sino del rodaje de una gran cantidad de cortos que el libro considera el primer antecedente de cine político en el país. Merece destacarse una afirmación de Apold, que entendía al cine como una herramienta de propaganda más eficaz que otros medios, porque en la oscuridad de la sala “la vista va hacia la luz, sin que haya voluntad capaz de evitarlo”. Un pensamiento que parece coincidir con la visión que del cine han tenido personajes como Goebbels (ver la elocuente caricatura que de él ha hecho Tarantino), pero también dos presidentes de los EEUU. Uno, Herbert Hoover, dijo alguna vez que cuantas más películas norteamericanas se vieran en el mundo, más autos y heladeras norteamericanas se iban a vender. F. D. Roosvelt le dio a la idea una forma más elegante: Primero irán nuestras películas, después nuestros productos. Ambas frases suelen ser repetidas por Manuel Antín, alguien que supo estar parado en el punto en que se cruzan el cine y el estado.
La segunda parte de Cine y peronismo, más analítica que informativa, desmenuza las formas en que el estado peronista -o las consecuencias de su acción- aparece en las diferentes producciones de la época. Segmentando el estudio en cuatro conjuntos de filmes (cine documental y pseudo documental; ficciones que representan instituciones del estado; ficciones en las que se resuelven problemáticas sociales del período y otras en las que resuenan los discursos del peronismo), Krieger despliega en esta mitad una notable capacidad de relación y observación, a través de la cual consigue ofrecer ángulos diversos desde donde abordar los títulos más representativos de aquel cine nacional. Desde Sucesos Argentinos o títulos de evidente contenido social como Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril, a otros en donde el subtexto es menos evidente o su interpretación más compleja, como la exitosa Dios se lo pague (Luis C. Amadori), el policial Deshonra, de Daniel Tinayre, y hasta la popular Catita de Niní Marshall, la mirada de Kriger va revelando la variedad de conflictos o cambios sociales que emergen durante los relatos del corpus fílmico de la época. Pero no de un modo orgánico ni digitado desde el poder, sino en consonancia con el escenario global de la posguerra y su impacto directo en los parámetros estéticos de la industria del cine, que van desde la aparición de movimientos europeos como el neorrealismo, a las reestructuraciones que comenzaban a darse en el sistema de estudios de Hollywood. Con la excepción hecha de la producción de cortos político- documentales, no se registran casos de imposición temática sobre argumentos y guiones, ni existen casos notables de censura registrados en el período.
Cine y peronismo concluye que, sin haber influido sobre el mundo cinematográfico del mismo modo en que operó sobre otros campos de la cultura y la vida social, el perfil de la Nueva Argentina peronista consiguió dejar marcas claras en la producción cinematográfica de la época. Pero de modo indirecto, que es siempre la mejor forma de decir, como solía afirmar Borges; valga la paradoja.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil.
Dividido en mitades, Cine y peronismo releva primero la acción del estado sobre la industria, a través de las diferentes políticas implementadas desde la Subsecretaría de Información y Prensa, agencia estatal que en 1954 y en virtud de la importancia que había ido ganando su responsable, Raúl Alejandro Apold, alcanza rango de Secretaría. Y es que justamente Apold es la clave de esta primera parte: apodado Zar del Cine, él fue el responsable no sólo de regular la forma en que se administraban los fondos del estado destinados al cine, sino del rodaje de una gran cantidad de cortos que el libro considera el primer antecedente de cine político en el país. Merece destacarse una afirmación de Apold, que entendía al cine como una herramienta de propaganda más eficaz que otros medios, porque en la oscuridad de la sala “la vista va hacia la luz, sin que haya voluntad capaz de evitarlo”. Un pensamiento que parece coincidir con la visión que del cine han tenido personajes como Goebbels (ver la elocuente caricatura que de él ha hecho Tarantino), pero también dos presidentes de los EEUU. Uno, Herbert Hoover, dijo alguna vez que cuantas más películas norteamericanas se vieran en el mundo, más autos y heladeras norteamericanas se iban a vender. F. D. Roosvelt le dio a la idea una forma más elegante: Primero irán nuestras películas, después nuestros productos. Ambas frases suelen ser repetidas por Manuel Antín, alguien que supo estar parado en el punto en que se cruzan el cine y el estado.
La segunda parte de Cine y peronismo, más analítica que informativa, desmenuza las formas en que el estado peronista -o las consecuencias de su acción- aparece en las diferentes producciones de la época. Segmentando el estudio en cuatro conjuntos de filmes (cine documental y pseudo documental; ficciones que representan instituciones del estado; ficciones en las que se resuelven problemáticas sociales del período y otras en las que resuenan los discursos del peronismo), Krieger despliega en esta mitad una notable capacidad de relación y observación, a través de la cual consigue ofrecer ángulos diversos desde donde abordar los títulos más representativos de aquel cine nacional. Desde Sucesos Argentinos o títulos de evidente contenido social como Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril, a otros en donde el subtexto es menos evidente o su interpretación más compleja, como la exitosa Dios se lo pague (Luis C. Amadori), el policial Deshonra, de Daniel Tinayre, y hasta la popular Catita de Niní Marshall, la mirada de Kriger va revelando la variedad de conflictos o cambios sociales que emergen durante los relatos del corpus fílmico de la época. Pero no de un modo orgánico ni digitado desde el poder, sino en consonancia con el escenario global de la posguerra y su impacto directo en los parámetros estéticos de la industria del cine, que van desde la aparición de movimientos europeos como el neorrealismo, a las reestructuraciones que comenzaban a darse en el sistema de estudios de Hollywood. Con la excepción hecha de la producción de cortos político- documentales, no se registran casos de imposición temática sobre argumentos y guiones, ni existen casos notables de censura registrados en el período.
Cine y peronismo concluye que, sin haber influido sobre el mundo cinematográfico del mismo modo en que operó sobre otros campos de la cultura y la vida social, el perfil de la Nueva Argentina peronista consiguió dejar marcas claras en la producción cinematográfica de la época. Pero de modo indirecto, que es siempre la mejor forma de decir, como solía afirmar Borges; valga la paradoja.
Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura del diario Perfil.